Llegamos a este país persiguiendo nuevos sueños. ¡Tal vez ya es la hora de despertar!
Por la mañana ya me sentía extraño, un café y un cigarrillo, antes de atender a dos clientes interesados en comprar el mismo automóvil. La cita seria en veinte minutos con uno primero y una media hora más tarde, el otro después. Habría que no dar mucho descuento, sería finalmente una especie de subasta al mejor postor, y el que jodiera menos se llevaría las llaves, sin bajar mucho el precio, mi comisión por la venta sería mucho mejor.
Necesitaba concentrarme en el trabajo, aunque el hecho de haberle puesto sobre la mesa esa propuesta a mi esposa, antes de salir del piso donde residíamos recién llegamos a esa ciudad, repicaba cual campanadas de Iglesia en domingo, citando a misa matinal. ¿Estaría bien? Aún en mi interior me preguntaba si era lo justo y necesario o era un paso incorrecto para ambos. Pero algo había que hacer para intentar poner un orden y remediar los disgustos de los últimos días entre los dos.
—¿Me invitas uno? —Y me sobresalté ligeramente. Era ella, sacándome de mí enrarecido mundo y atrayéndome con sus hermosos ojos verdes hacia la realidad.
—¡Pero claro! Ten. —¿Y un cafecito para acompañar el cigarrillo? —Puede ser, Jajaja.
—¡Nunca me había visto tan bien atendida! —¡Ahh! Eso debe ser porque no te has dejado. Y soltamos al unísono nuestras risotadas. ¡Humm! Mujeres, pobres hombres.
Paola era una hermosa mujer barranquillera, también recién desembarcada por estas tierras madrileñas. Era delgada y casi tan alta como yo. Por cierto, muy amiga del Dueño. Cabello dorado, liso hasta llegar a su cintura. Rostro anguloso, nariz perfecta de muñeca Barbie y dos hoyuelos preciosos, que asomaban en su cara cuando sonreía. ¡Que era casi siempre! De senos no estaba mal, no muy grandes, pero como era de cintura estrecha y caderas anchas, pues resaltaban bastante. Y su cola era un durazno, que yo deseaba morder, casi siempre. Estaba a pocos días de su boda, con un muchacho que por cosas del destino, era hijo de una clienta mía, dueña de una gran ferretería. La señora ya me había comprado dos autos y un camión de carga, para los repartos.
Ya llegaba la hora de la primera cita con el interesado en el automóvil verde usado, un Seat Ibiza del 2012, muy bien cuidado y cuyo propietario era mi Jefe de ventas. El señor González llegó puntual a la cita, con la familia completa. Le pasé las llaves del automóvil para que apreciara el interior y el perfecto funcionamiento del motor. La esposa de mi cliente y los niños, junto a la otra señora que por su facha, me pareció la suegra, también quedaron encantados.
Como en todo negocio, el cliente buscaba peros y rayones para aminorar en lo posible el precio de venta, pero es que ese bendito Seat estaba impecable, mi jefe lo cuidaba más que a la niña de sus ojos. No pudo el señor González, rebatir el precio pero se empeñaba en intentarlo.
Les ofrecí cafecito y una mesa apartada para que se acomodaran y fueran dialogando, mientras que mi rubia barranquillera me hacía la segunda, distrayendo con sus carcajadas al segundo cliente. Las citas acordadas con anticipación, salieron a pedir de boca. La familia veía con angustia, como se le escurría la baba al nuevo posible comprador.
Ese segundo cliente mío era un gordo dueño de una salsamentaría que quedaba a pocas calles del concesionario. Desde hacía días le venía echando el ojo al auto de mi jefe, hasta que una noche antes de cerrar las puertas y marcharme a casa con mis hijos y mi esposa, me abordó para saber si estaba en venta. Hasta ese momento no, obviamente.
Pero la idea me quedó rondando en la cabeza, pues el gordito se veía enamoradísimo del vehículo y estaba dispuesto a pagar por el en efectivo. Podría meterme en el bolsillo un buen dinero si lograba, –por supuesto– convencer a mi jefe de que ya era hora de espantar al pasado y comprarse un carro nuevo. Transcurrieron cuatro días y yo sin plata en el bolsillo. En la casa estaban pendientes los recibos de luz y de agua. El alquiler ya pronto por vencer.
Mi mujer, entre furiosa y angustiada, se debatía entre pedir un préstamo a su queridísimo jefe o darme el chance de conseguir las ventas, que me brindaran las comisiones suficientes para cancelar esos servicios. Su jefe era la última opción, porque de seguro que el hombre no le pondría ninguna pega ni le cobraría el dinero prestado, si ella accedía a sus libidinosas pretensiones.
Bueno, el tema terminó en que esa tarde efectúe un doble negocio. Vendí el Seat de mi jefe a la familia y terminé andando a pie, porque para no ofender al gordito de la salsamentaría, le ofrecí mi Mazda 323F y le gustó. Ya el dinero para pagar las cuentas estaba en mi cartera, solo faltaba encontrar una manera para decírselo a mi esposa. Ahhh, se me olvidaba, era necesario ir a comprar algún regalo para mi rubia barranquillera por su próximo matrimonio. Me hubiese gustado cerrar ese día de manera fenomenal disfrutando de los quejidos y los ¡Ayyy, Dios mío! de Paola, pero yo, lastimosamente tenía un compromiso infaltable.
Aún estaba temprano, tomé el móvil y llamé a casa.
—¿Hola? —Me contestó mi mujer con cierta premura…
—¡Hola Cariño! ¿Cómo estás? —La saludé de manera cordial.
—¡Bien! Los niños ya los recogió mi mamá. ¿Dónde estás, te demoras? —Obviamente me demoraría, tendría que hacer una compra antes y luego dar un rodeo por ahí. No tenía muchas ganas de llegar a mi hogar y quedarme completamente solo esa noche.
—¡Perfecto! Me demoro un poco, voy a comprar algo de camino. Esta tarde pude concretar el negocio… ¡Bueno en realidad fueron dos! Y ya tenemos dinero. Aunque tengo que contarte algo, pero lo dejaremos para después. Así que tranquilízate.
—Me alegro… De todas maneras voy a salir.
¬—¿Todo sigue igual? ¡O.k! Adelante, sé que lo deseas. Después nos vemos. ¿Ya estas arreglada?
—¡Si obvio! Pero estoy muerta de los nervios. ¿Estas completamente seguro de esto? —Me preguntó algo inquieta.
—Solo ten cuidado y disfruta tu noche. Cualquier cosa me avisas y te iré a recoger donde estés. —Era mi deber de esposo estar pendiente de ella.
—Ok. La idea es pasar primero un rato por un sitio que esta por Santa Engracia, creo que es el Barnon Bar Club. Te aviso cuando estemos allá. Y después no sé dónde la seguiremos. No alcancé a dejarte la comida lista. ¡Ya llegaron a recogerme, adiós! —¿Sin comida? Bueno igual si algo picaría por la calle algo.
—Cuídate, Bye. —Me despedí y terminé la llamada.
Se había ennegrecido el cielo y una lluvia fuerte, de esas que no dan tregua, inundó las calles y las aceras. Y yo sin paraguas ni un periódico para tapar mis goteras. Me despedí de mí “mona” y me dirigí entre charcos, esquivando como podía, las salpicaduras de los vehículos que transitaban por la vía, hacía un local de Sex Shop, que había de camino al bar de mi amigo. Aún seguía sin comprender porque ejercía por las noches de portero, si de día con traje y corbata era un prestigioso abogado. Tal vez tenía sus tragedias y uno que otro complejo, en el que se mezclaban, Clark Kent y Superman.
Recordaba plenamente los lunares y las pecas en los hombros de mí Barranquillera, su piel blanca y tersa. Los rosados pezones que coronaban altivos sus preciosas tetas.
El tatuaje de dos cerezas por encima de su pubis, con sus vellitos dorados y recortados, formando una delgada línea que terminaban dos centímetros, justo antes de la abertura de su raja. ¡Ufff! De solo recordarla, ya me iba empalmando mientras rodeaba las vitrinas de aquel sex shop, observando los atrevidos conjuntos con transparencias. Había algunos jugueticos colgando de las estanterías, pero ahora no tenía disposición para pensar en adquirir alguno de ellos.
¡Un regalo para su noche de bodas! Yo lo compraría para que otro lo disfrutara. ¡Qué estúpido que es uno! ¿Cierto? Bueno allá él, que disfrutara desvistiéndola. Igual a mí, me encantaba más tenerla debajo, encima, de medio lado y sobre todo en cuatro, desnuda y completamente mía. Finalmente escogí uno, de color negro, que resaltaría sobre su piel de porcelana. Cancelé la compra y salí de aquel local con la intención de pasar un rato escuchando rock en “El Juli”, pero la lluvia no se detenía.
Aun así, me dirigí hacía allá con la bolsa metida bajo mi chaqueta, mientras mis cabellos de manera estoica, recibían los embates de las gruesas goteras. Solo una calle más y llegaba a mi destino. Finalmente el frio y mis medias empapadas dentro de mis zapatos rotos por debajo, detuvieron mis ganas y el presuroso paso.
Esperé bastante hasta que menguara el aguacero, mientras compartía mi pequeño espacio con un perro negro tan empapado y frio como yo, debajo de un alero de un edificio viejo. Las personas con sus paraguas iban y venían. Otras se dirigían también hacia mi destino y el “puertas”, cauteloso como siempre, requisaba a los hombres. Las mujeres seguían de largo. Un mensaje entró al móvil, observe la hora: 9:45 P.M.
—Ya estoy con ellos. ¡Chao! —¡Puff! Suspiré intrigado. ¿Ellos? ¿Quiénes y cuántos? Se suponía que solo sería… En fin, me lo tenía ganado. Y encendí otro cigarrillo mientras aguardaba que la tormenta amainara. ¿O no? Otra media hora y un cuarto más, aún seguía lloviendo, por supuesto que yo tiritaba del frio.
Eran casi las once de la noche y a pesar de que seguía la lluvia, esta aminoró un poco y aproveché para despedirme del mojado animal y correr hasta la puerta de aquel Bar.
—Hola Alberto, lluviosa noche. “Puertas” se sorprendió al verme. De seguro por mi mojada apariencia y por los quince días que habían transcurrido desde mi última visita.
—Tiempo sin verlo por acá mi apreciado amigo. ¿Y cómo está todo? ¿Lo demoró la lluvia?
—Bien “Puertas”, problemas que no faltan, pero mejorando. —Le noté la mirada un tanto extraña, demasiado abiertos sus ojos al verme allí.
— ¡Y sí! estuve esperando a que parara de llover pero nada. —Respondí.
—Así que como esta noche vengo solo, pues me tomaré solo dos o tres birras y me iré a casa, muy juicioso. —Rematé mi confesión.
—Humm, sí ya se me hacía extraño. Ya sabes, unas son de cal y otras son de arena… Bienvenido al club y por favor, si necesitas algo, cuenta conmigo y sobre todo, tómatelo con calma y no rompas nada. —Y yo quedé en las nebulosas por ese comentario.
—Mejor estar debajo de las cobijas bien “entrepiernado” con tu mujer ¿cierto? Jajaja. —Le dije finalmente al “Puertas”, intentando entrar pero él se mantenía frente a mí, sin dejarme pasar al interior del bar. Alberto no se sonrió por mi comentario. ¿Será que pensó que me refería a la suya y no a la mía?
—Poca gente ha venido a esta hora. ¡Sera la noche tan fría! El ambiente no está animado. Tal vez es mejor que te vayas a casa y te prepares una sopa caliente. —Me respondió tajantemente mi amigo.
—Gracias “Puertas”, lo tendré en cuenta para la próxima. —Y enseguida atravesé la puerta de vaivén que sostenía Alberto con su brazo –aunque me extrañaron sus palabras y su mirada, algo apesadumbrada– y me dirigí de inmediato hacia la barra, donde por fortuna había tres butacas solas, dos pegadas y una intermedia, entre un solitario hombre y dos mujeres más allá, cercanas al final. Y la hermosa Lara detrás sirviendo copas y colocando una botella de Whiskey escoces y cuatro vasos sobre una bandeja. Se dirigía hacia una mesa ocupada por un hombre maduro y una joven hermosa de cabellera castaña y ondulada, con decoloraciones al final, que estaba de espaldas hacía mí.
Me acomodé en la silla contigua al señor que ya bebía lo poco que le quedaba de su cerveza. Finalmente se me acercó Lara para saludarme desde detrás de la barra, con una cerveza en su mano.
—Buenas noches, preciosa. Jajaja, ya conoces la clientela. —Y le di las gracias.
—¡Oye! ¿Me regalas unas rodajas de limón? —Lara se giró hacia el mueble que estaba a su espalda, de un anaquel tomó un limón fresco y lo tajó con suma habilidad.
Por el espejo que había detrás del mobiliario, con sus copas y botellas decorando la pared, pude observar el paso elegante de una mujer de unos treinta y tantos, de rostro angelical y ojos brillantes, en algo humedecidos, que se acercaba desde el fondo del local, donde se encontraban algunas mesas ocupadas por una que otra pareja y las demás con algunos jóvenes que reían y brindaban.
—Hola Rodrigo. —Me saludó cordial Lara. —Se te hizo algo tarde ¿Cierto? —Y me obsequió intrigada, su mirada bondadosa y una leve sonrisa que se ladeaba hacia su lado izquierdo. Otra más con el cuento aquel de que había llegado tarde. ¿Acaso me esperaban? -No recordaba haber pactado una cita- Pasé el primer trago por mi sedienta garganta y le pregunté finalmente…
—¿Tarde para qué, Lara? —levantando mis hombros un poco para enfatizar la pregunta.
—¡Ehh! No por nada. Solo que te esperaba un poco antes. ¿La lluvia te detuvo? —Me dijo, mientras se inclinaba un poco sobre la madera pulida y lacada del mesón. Me regalaba así una preciosa vista de sus hermosos pechos, embutidos tras un sostén con encajes que se podía adivinar con mediana claridad, bajo su camiseta blanca. Le sonreí, mientras apartaba algo apenado, mis ojos de aquellas sinuosas maravillas. Lara se percató de mi pequeño desliz y tan solo se sonrió. Estaba ya acostumbrada a deslumbrar a propios y a extraños con sus encantos.
—Así fue Lara, aunque me detuve antes en un sitio para comprar un regalo. —Y enseguida le mostré la bolsa pero sin comentarle para quien era.
—Oye Larita, “Puertas” está un poco raro esta noche. ¿No te parece? De hecho también se sorprendió al verme llegar solo y me preguntó exactamente lo mismo que tú. —Bebí un trago largo a mi cerveza, después de introducir en la botella una rodaja de limón. Lara enfocó su mirada hacia la puerta y luego hacia el fondo del local.
—Larita, se me hizo tarde por la lluvia pero igual no tengo afán de llegar a casa, mi esposa tenía una salida con sus amigas. Total hoy es jueves de chicas. —Le dije.
—Vaya, ya veo. ¿Entonces no hay problemas en el paraíso? —Me dijo, aunque seguía su rostro falto de su acostumbrada sonrisa y en sus ojos no se podía ocultar la sorpresa de verme allí, tomándome tranquilamente una cerveza.
—Los problemas no faltan. Y en el paraíso siempre existe, no lo olvides, la serpiente y la manzana. ¡Ahh! por cierto, también hay quien quiera darle de vez en cuando una mordida. —Finalmente respondí a Lara.
Y en el momento que ella me iba a responder, la mujer de larga melena castaña y armoniosa figura, ocupó el lugar a mi lado, en el que minutos antes, el hombre aquel se apuraba con el último trago.
—¿Señorita, me puede servir una cerveza? —Su voz era delicada y suave como toda ella. El porte y la educación, le otorgaban un aire aún más distinguido y si me apuran, le hacían aún más sensual. Lara le sonrió y le preguntó que si se la llevaba hasta su mesa. Pero la mujer le respondió que no. Que ella se la tomaría allí, sentada en la barra. Me miró y la miré.
—¡Salud! y buenas noches. —La saludé. Mientras observaba su vestido negro, sobrio y refinado, que le llegaba a una cuarta por encima de sus rodillas. Un recatado escote en V, rematado con un fino cordón blanco bordeándolo y un collar perlado que resaltaba su estilizado atuendo.
Dueña ella de un cuello largo, con pendientes prolongados y dorados del que pendían un par de brillantes perlas desde sus sonrosadas orejas. Maquillaje delicado, nada llamativo. Distinguida y de manos cuidadas, delicadas y blancas, aderezadas con varios anillos y pulseras de oro. ¡Ahh! Y una alianza gruesa en el dedo anular de su mano izquierda.
—¡Salud! y lluviosas, querrás decir. —Me miró de arriba hasta abajo.
—Estas bastante mojado, ven quítate esa chaqueta que vas a terminar resfriándote. —Y ella misma se puso tras de mí, colaborándome en el proceso. Tomé mi chaqueta y Lara, que no perdió detalle, me estiró sus brazos y me dijo que la colocaría a secar un poco, adentro en el depósito. Coloqué la bolsa de regalo sobre el mesón. Y me giré un poco hacia la mujer de cabellos cobrizos y ojos acaramelados, hasta rozar su muslo con mi rodilla. Su vestido ya arremangado por la postura sobre la alta silla, me dejaba observar un poco más, de ella. ¡Wow, pero que buen par de piernas!
—Mucho gusto, Rodrigo. —Y le extendí mi mano.
—¡Encantada! Mi nombre es Martha. —Y me sonrió, aunque de manera algo tímida, dejándome tomar su cálida mano, estrechándola con suavidad; y ella, mirando fugazmente hacia una mesa ubicada al fondo, situada al lado de una de las columnas, en medio de la penumbra, la fue retirando casi de inmediato.
—¿Casada? ¡Tranquila que no muerdo! Hoy almorcé muy bien. —Y logré sacarle una ruidosa y sincera carcajada. Era hermosa y al reír… ¡Se veía aún mejor!
—Y tú también, por lo visto. —colocando su dedo índice sobre mi argolla matrimonial.
—Así es, al parecer somos colegas de matricidio. ¡Jajaja! —Y de nuevo se iluminó su rostro con su risa contagiosa. Martha era una mujer… ¡Impactante!
Tomamos nuestras bebidas mientras se soltaban en nosotros dos, las frases y las palabras. A cada pregunta suya, una respuesta mía. A cada broma mía, una carcajada suya. Se terminaron nuestras bebidas y entonces llamé la atención de Lara, que en una esquina de la barra, miraba hacia la entrada, de seguro pensando en el “Puertas” y es que en lo poco que tenia de conocerlos, se notaba que entre esos dos, saltaban chispas.
—Larita, obséquiame otras dos por favor. —Me escuchó y confirmó el pedido con su pulgar en alto. Lara soltera y mi letrado amigo, casado. Pero el amor no conoce de estados civiles ni de fronteras morales.
—¿Martha? Y acaso… ¿has venido sola? —Se desconcertó con mi pregunta, nerviosa se acomodó un mechón por detrás de su oreja, me miró fijamente, sin parpadear y se removió un poco en la silla. Giró de nuevo su cabeza hacia aquel lugar entre tinieblas, hasta que suspiró y me respondió, mirándome de nuevo.
—No, por supuesto he venido aquí con mi esposo. Esta por allí, con su secret… ¡Una amiga! —Pero el brillo que tenía anteriormente en sus ojitos de miel, se había desiluminado.
—¿Y tu mujer? —Me atacó con su pregunta para desviar mi atención sobre su respuesta. ¡Hermosa e inteligente!
—Humm, pues verás… —Y me acerqué un poco a su oído derecho, pues habían subido el volumen de la rockola; alguien había colocado un tema bailable con música salsa, algo extraño en aquel bar, donde casi siempre el rock era el rey del lugar.
—De colega a colega, –le dije sonriendo– últimamente hemos estado algo distanciados, entre su trabajo y el mío, pocas horas tenemos para disfrutarnos. Hoy decidimos que fuera su noche y aceptara salir por ahí. A regocijarse de la vida y de lo que se le atravesara. —Le comenté con mi tono de voz algo fuerte para que ella me escuchara bien. Martha fijó su vista en Lara, quien traía en sus manos las siguientes cervezas.
—¡Wow! hoy en día es difícil encontrar hombres tan “comprensivos” —Lo dijo en un tono que me sonó a sarcasmo, sobre todo cuando con los dedos de sus blancas manos, encomilló la última palabra. Pero inmediatamente me tomó de la mano y continúo diciéndome…
—La verdad es que a veces se hace necesario tener espacios para una misma. Respirar, mirar otros lugares, tomar distancia pero sin alejarse por completo. —Lo dijo con una mirada triste y un tono de voz que me sonó a un íntimo arrepentimiento.
—¡Eso que dices es cierto! —Respondí.
—Nacimos libres sin atadura diferente a la que nos une a nuestras madres. Y luego nos vamos comprometiendo, enredándonos con los sentimientos y la felicidad cómplice, se convierte en rutinas que nos aburren y nos distraen de la verdadera motivación que no es otra que vivir a plenitud. —Martha me observaba completamente concentrada en mis palabras y en mi expresión facial.
—No somos testamentos, –continué con mi exposición– menos aún propiedades que atesorar, solo compañeros de un camino, que por desgracia no está en nuestras manos dirigir. A veces la ruta se hace larga y la compartimos hasta el final, tomados juntos de las manos. En otras ocasiones el sendero se bifurca después de un largo trecho y uno de los dos decide que atajo nuevo recorrer. Decisiones que nos afectan Martha, de una u otra forma, pero que se hacen urgentes de tomar.
—Brindemos mejor por la vida y por el amor. ¡Salud! —Y Martha, ya más sonriente chocó su bebida contra la mía.
—Vaya, me has dejado sin palabras. ¡Déjame adivinar!… ¿Psiquiatra? —Y yo negué sonriendo, moviendo mi cabeza de diestra a siniestra. ¡Jajaja! Lejos, pero cerca. –Le manifesté– Usualmente me interesa hacer feliz a las personas. Vendo sueños convertidos en automóviles —Los dos nos echamos a reír.
—Me estas mintiendo… ¿En serio? —Y yo asentí, haciendo un leve puchero que a Martha le debió parecer muy tierno, pues me tomo las mejillas con sus suaves manos.
—¡Rodrigo! eres alguien muy especial y mira que no soy muy de hacer amistades y menos después de… —Se contuvo para tomar aire y después de suspirar.
—¡Puff! De hecho mi marido y yo estamos esta noche aquí en una especie de terapia. —La miré asombrado y con interés de seguir escuchándola. Y así se lo hice saber, moviendo en forma circular mi dedo índice derecho, adelantando rítmicamente al izquierdo.
—Bueno, como dices hay que tomar decisiones drásticas si quieres cambiar el rumbo y mejorar tu relación de pareja ¿cierto? —Obviamente estaba de acuerdo y así se lo hice saber, asintiendo con mi cabeza.
—¿Y bien? ¿De qué trata esa terapia? ¿Tomar cerveza con un desconocido forma parte de ella? —Le indagué a esa interesante mujer.
—Algo así. Mejor dicho, tengo que vencer mis temores. Debo vencer mi miedo a relacionarme con los hombres. —Me contestó ella algo apenada, bajando su mirada mientras sus dedos acariciaban nerviosos, el vaso con su cerveza.
En ese momento, me puse en pie y empecé a mirarme de abajo hacia arriba hasta mis caderas, y posteriormente alisé con mis manos mi pantalón desde las rodillas hasta mi cintura, simulando a la vez estirar una imaginaria y corta falda. Martha me miró sobresaltada por mi actuación exagerada.
—¿Qué te pasa? ¿Te manchaste el pantalón con tu cerveza? —Me sonreí un poco y agudizando mis vocales y consonantes, lo más que podía le dije con una fingida voz de mujer…
—¡Tranquila mi niña! lo que sucede es que me estaba percatando de qué esta minifalda que llevo puesta, es muy corta y posiblemente estuviera mal sentada y yo aquí, ofreciendo un espectáculo a los morbosos hombres, tú sabes; mostrando sin recato, mis piernas y mis bragas. Y me da pena contigo, porque no alcancé hoy a depilarme bien las piernas, por el afán de salir. —¡Y me reí! Martha al principio no entendió mi exclusiva obra de teatro, pero al cabo de unos segundos, cayó en cuenta de mi broma y se lo tomó de buen grado, sonriéndose ampliamente.
—¡Eres un loco de atar! Rodrigo. Me asustaste un poco. —Me dijo ya más alegre. Su miraba brillaba y las mejillas tenían un suave rubor.
—A ver Martha, ponte en mi lugar. Es que yo, si no estoy mal, hace una hora más o menos, llegué a este sitio sintiéndome muy hombre. –Martha me miraba curiosa, a la vez que daba un sorbo corto a su bebida.
—Y de repente, –continué– se sienta a mi lado una mujer muy hermosa, con quien entablé una divertida y amena conversación; pero de repente ella me suelta una historia, donde me dice que no es capaz de relacionarse con los hombres. Entonces sí, me sentí muy confundido por mi sexualidad. —Y mirándonos fijamente, no pudimos los dos aguantar más y nos echamos a reír descojonadamente.
—No eres de por acá ¿Cierto? —Me preguntó Martha, risueña y con un mechón de su cabello ondulado, suelto sobre el lado izquierdo de su hermoso rostro. Se lo sopló, pero allí siguió. Y sonreí, mientras yo le mostraba una fotografía del Tigre Falcao con la camiseta del Atlético de Madrid, que curiosamente, colgaba debajo de un crucifijo, en una pared de aquel local.
—¡Colombiano! Jajaja. Humm, ya. Yo si pensaba que tenías cierto aire a un “Latin Lover” —Me aduló con su voz delicada, mientras colocaba descuidadamente, una de sus manos en mi pierna, pero un poco más arriba de mi rodilla. ¡Y ella sin saberlo, todo su aroma perfumado que yo podía respirar!
En esos instantes empezó a sonar la música de mi tierra, un recordado y bailable vallenato de Carlos Vives y sus clásicos de la Provincia. Por lo visto esa noche en “El Juli” había alguien con similares gustos musicales que los míos, de pronto en el lugar se encontraba algún paisano mío, con ganas de mover el esqueleto o algún español con algo de sangre caribeña y al que le gustaban las canciones de la tierra de mi nobel, Gabriel García Márquez y sus mariposas amarillas.
La observé y apurándome el trago final de la cerveza, le pregunté…
—Martha… ¿Te gusta bailar?
—¡Claro que sí! Aunque no lo hago muy a menudo. Mi esposo no es muy de bailes. Es en realidad algo “tieso” para moverse. Ya sabes hay hombres a los que no le gusta bailar. —Hummm, pues eso podría yo aprovecharlo, pensé.
—¿Entonces me concedes “una azotadita”? —Le dije, tomándole una de sus manos con delicadeza. Ella me miró como asustada, echando su cuerpo un poco hacia atrás, ¿prevenida?…
… Y entonces comprendí su cara de angustia.
—Lo siento Martha, es un modismo de mi patria. En Colombia hablamos así para pedirle a una mujer, que si nos da la oportunidad de bailar con ella. «Azotar las baldosas del piso con nuestros pies mientras bailamos» ¡Jajaja! —Entonces se sonrió, y levantó su mirada de bellos claroscuros, pero estéticamente acaramelados y chispeantes, hacia el techo de aquel Bar y suspiró. ¡Radiante!
—¡Ufff! Está bien, caballero. Pero necesito ahora que me acompañes hasta mi mesa y te presento a mi esposo y a su… ¡nuestra amiga! —Nos levantamos de las butacas, dejando lo poco que nos quedaba de las cervezas, pero yo recogí mi bolsa de regalo y nos fuimos dirigiendo hacia la mesa que estaba cerca de la columna. Pero estaba vacía.
—De igual forma como te digo Rodrigo, a mi esposo no le gusta… ¿Bailar? —Y ella suspiró aún más profundo que antes, para después de unos instantes de silencio, sorprendida decir con voz algo trémula su nombre…
—¡Puff! Y… ¿Hugo?
Continuará…