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Vuelo nocturno (II)
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Tiempo de lectura: 11 minutos

«Nunca creeré que Dios juega a los dados con el mundo» Eso afirmaba Albert Einstein, y yo también sostenía esa idea hasta hoy.

Es sábado por la noche y hemos salido a cenar aprovechando que mi hija se queda en casa de una amiga y con la intención de dedicarnos algo de tiempo el uno al otro, que falta nos hace. Optamos por una pequeña pizzería ubicada en el barrio del Carmen. Prefiero los lugares recogidos, con poca afluencia de gente y en donde todavía prima el encanto de lo artesanal frente a la turba de los grandes centros comerciales.

Un joven camarero nos atiende y nos pregunta donde preferimos sentarnos. Elegimos una mesa junto a la ventana desde donde podemos contemplar el deambular de la gente transitando por la estrecha callejuela. Elegimos un Ribera del Duero y unas tapas como entrantes. El joven nos sirve el vino, después chocamos las copas y brindamos por nosotros.

Nuestra relación está en un buen momento, pese a ello, somos conscientes de que necesitamos dedicarnos más tiempo, puesto que la mayoría de las veces nuestros cargos nos impiden conciliar una vida familiar plena. Entre horas que le echamos al trabajo, viajes de empresa y obligaciones parentales no siempre tenemos la oportunidad de disfrutar de un momento exclusivamente nuestro.

Mi marido me comenta las discrepancias existentes entre la plantilla y la dirección de la empresa. Él es el gerente y tiene que gestionar el descontento por un exceso de horas que se les exige a los primeros y las necesidades de producción de los segundos. Lo entiendo perfectamente, dado que es un conflicto de unos intereses que chocan entre sí, y en los que ambas partes contadas veces logran entenderse en lo económico y, aunque él es una persona condescendiente, en ocasiones, la presión de los accionistas le impide proceder como a él le gustaría, pues al final son los dividendos los que marcan la ruta, pero también, los que tienen que hablar en su nombre. Estoy segura de que encontrará el modo de que llegue a buen puerto el acuerdo entre el comité de empresa y dirección. Se lo digo mientras con mis dos manos le cojo la suya como muestra de apoyo, pero también para que dejemos los problemas laborales al margen de lo que pretendemos que sea una noche especial. Me da las gracias mientras insiste en el tema y por experiencia sé, que eso, más que convicción, es un síntoma de inseguridad. En ocasiones sus vacilaciones me desquician y por mucho que intente ayudarle él sigue albergando dudas y dándole mil vueltas a un asunto que podría resolverse en otro momento. Empiezan a aburrirme sus contrariedades e intento desconectar desviando la mirada a mi alrededor como si me interesara más la decoración del local o lo que ocurre en las mesas colindantes. Para alguien que sepa interpretar el lenguaje del cuerpo no le será difícil llegar a la conclusión de que me empiezan a fatigar sus tesis laborales.

Otra vez, y ya con cierto hastío, dirijo la mirada de forma mecánica hacia la barra y el corazón me da un vuelco cuando veo al barman que me observa fijamente mientras llena varias jarras de cerveza. Me quedo patidifusa y aparto la vista sin saber qué hacer. Regreso al cansino universo de las huecas reflexiones con las que sigue martilleándome mi marido como si realmente me interesaran ahora mismo.

Observo de nuevo por si ha sido una alucinación, o bien para cerciorarme de que he visto a quien creo haberlo hecho. Ahora estoy segura de que es lo segundo. Nuestras miradas se encuentran. Mi rostro palidece al tiempo que el barman me sonríe brindándome el mismo gesto de hace unos meses en el avión, por lo que una vez más, esquivo su exhaustivo examen ante una situación que me resulta de lo más embarazosa. Por el contrario, a él parece no importarle el hecho de que mi marido esté a mi lado, incluso apostaría que para él es una motivación añadida.

Mi esposo parece no darse cuenta de la tesitura y sigue en sus cábalas. Por mi parte, ya estoy deseando marcharme de allí a la mayor celeridad y por diferentes motivos. Me resulta difícil gestionar esta desconcertante situación a la luz de lo que puede delatar mi aventura del pasado y por ello tengo presente lo vulnerable que soy en estos momentos. Ese tipo, no sólo podría arruinarme la noche, sino mi vida.

Aquel episodio casi lo había relegado al cajón de los recuerdos sombríos y, de forma no autorizada, este sujeto ha vuelto a interferir en mi vida, del mismo modo, y sin autorización, como si mi cuerpo quisiera confabularse con ese individuo, ha empezado a mandarme señales improcedentes, es por ello que mis pezones se empeñan en pretender horadar mi suéter a la vez que siento una necesidad imperiosa de meter la mano por debajo de la mesa, apretarme y aliviar la desazón de mis bajos.

Aún estamos en los entrantes y todavía no nos han traído la cena. Vuelvo a desviar la vista hacia el mirón y advierto un gesto de complicidad. El joven nos trae las dos pizzas que hemos pedido, sin embargo se me ha ido el hambre por completo. Intento aparentar normalidad en una situación que es todo menos normal. Como dos porciones de pizza para fingir serenidad pese a que la boca del estómago se me ha cerrado a cal y canto.

Mi marido advierte mi silencio, incluso que estoy jugando con el tallo de la copa de vino sin beber, sin comer y sin apenas hablar. Me pregunta qué me pasa. Solo le digo que se me ha ido el hambre, pero no el motivo. Quiero decirle que nos vayamos y nos saltemos la cena, el café y las copas, puesto que mis apetitos son ahora de otra índole. Debería avergonzarme por excitarme con el pensamiento de algo que hice en el pasado y de lo cual no me enorgullezco, y mucho menos con un fulano que no me parecía, ni de lejos, atractivo, sin embargo, ¿por qué me cuesta reconocer que aquella insensatez fue lo más morboso, salvaje y placentero que hice jamás? Eso me dice que el placer no está reñido con la persona que creemos que es la equivocada.

—No has comido nada, —me advierte mi esposo, como si acabase de descubrir el primer genoma.

—No me encuentro muy bien. Necesito aire. ¿Por qué no pides la cuenta? —le digo, y servicial como sólo lo es él, levanta el brazo llamando al joven que acude ipso facto, no obstante, es el hombre de la barra quien nos trae la nota, al tiempo que nos pregunta si todo ha sido de nuestro agrado mientras me mira fijamente esperando una respuesta hasta que le digo que todo estaba delicioso intentando aparentar normalidad. Pero en esa mirada van implícitas muchas más cosas que mi respuesta. El hombre asiente y me sonríe. Mi corazón me late de forma descontrolada hasta querer salírseme del pecho. Su cuerpo casi roza con el mío, incluso hasta me parece advertir el olor del baño del avión y por unos segundos parece que viajo en el tiempo. Cosas del cerebro. Compruebo que su mirada se ha clavado en el canalillo de mi escote y retorcidos pensamientos rebotan en mi cabeza, y mientras mi marido teclea el número secreto de la tarjeta de crédito en el datáfono, el hombre me ofrece una tarjeta de visita por si deseamos encargar mesa en un futuro, pero estoy segura de que hay otra intencionalidad camuflada.

En el coche, de camino a casa mi excitación va in crescendo. Las imágenes se suceden una tras otra como flashes en mi cabeza repiqueteando mis sentidos de tal modo que puedo notar la humedad entre mis piernas. Acaricio mi pezón derecho con disimulo y mi braguita resbala dentro de mi raja. Me apetece hacer una locura en vez de echar el típico polvo salvaje de los sábados en la cama.

Poso mi mano en su entrepierna, pero parece que él no está tan excitado como yo. Le desabrocho el pantalón.

—¿Qué haces? ¿Estás loca? —me pregunta y le contesto que sí, pero por él.

—¿Por qué no hacemos una locura como en los viejos tiempos? —le pregunto yo. Él me mira como si estuviese ida.

—¿No te encontrabas mal?

—¡Para el coche en un descampado y fóllame! —le digo mientras su polla se hincha en mi mano.

Buscamos las afueras de la ciudad y detiene el coche en un polígono industrial donde solíamos ir en tiempos remotos cuando las alternativas eran limitadas.

—Estás loca, —me dice al mismo tiempo que meneo su polla con dinamismo. A continuación, mientras reclina el asiento me deshago de las bragas, le bajo los pantalones hasta los tobillos y me monto sobre él hundiéndome su verga por completo. Sus manos destapan mis tetas y me las oprime con fuerza al tiempo que yo cabalgo sobre mi corcel. Unos cuantos brincos bastan para que el orgasmo golpee mi coño traduciéndose en múltiples convulsiones internas, acompañadas de gemidos de placer y algún que otro grito exaltado. Después de ese sublime instante me pregunto si no me he delatado, pero me doy cuenta que está ahora demasiado excitado como para andar a la caza de incongruentes explicaciones. Me da la vuelta, se posiciona sobre mí para empezar con empujones lentos hasta convertirse en enérgicos embates. Mi excitación regresa e intento sincronizarme con el ritmo de los movimientos pélvicos que impone mi esposo. Cierro los ojos un momento y visualizo al energúmeno que me folló en aquel reducido espacio del avión.

Ambos movemos las caderas cada vez más rápido en busca del clímax. Empiezo a gritar como una posesa y él me sigue, no porque intente imitarme, sino por lo salvaje del polvo y el morbo tácito. Le pido más polla. Le exijo que me reviente el coño y se afana en ello, pero es cuanto tiene. Vuelvo a imaginar aquel mango abriéndome en canal y el clímax me atrapa gritando y suplicando verga. Mi marido me acompaña en el orgasmo y sus jadeos me confirman que lo ha disfrutado tanto o más que yo.

Al recuperar el resuello nos miramos a los ojos y empezamos a reímos a carcajadas como dos adolescentes ante la adrenalina de haber cometido un acto ilícito.

—Estamos locos, —asegura.

—Sí, —afirmo con una sonrisa.

—Tenemos que hacer esto más a menudo, —me dice mientras se viste. Yo hago lo propio y abandonamos el lugar.

Me despierto por la mañana sudorosa y excitada. Mi marido ya se ha marchado a correr sus siete kilómetros. Mientras me recreo en la cama pienso en lo ocurrido la noche anterior. A ambos nos gustó cambiar las reglas del juego y el escenario. Lo que él no sabe es lo que motivó tal cambio.

Las secuencias del avión se congregan otra vez en mi cabeza para perturbar mi sosiego. Cierro los ojos y me veo arañando la puerta del W.C. mientras el energúmeno arremete con fiereza desde la retaguardia hasta conseguir alzarme del suelo con cada embate.

Mis dedos se pasean por la raja evocando el instante y por un momento me pregunto cómo será tenerlo de nuevo dentro sin el estrés añadido de que alguien nos pille infraganti. Reconozco que ese morbo implícito fue un acicate, sin embargo, tener más tiempo y dar rienda suelta a nuestros más bajos instintos debe ser el summum.

Busco en el fondo del cajón de mi mesita a mi fiel compañero de viajes, paso la lengua sobre él y lo introduzco en mi boca imaginando el mazacote del barman. Ensalivo la polla de látex recorriendo su textura para después introducírmela por completo. Vuelvo a sacarla y repito el movimiento hasta que hallo el ritmo deseado, mientras el dedo corazón de mi mano izquierda atiende el pequeño nódulo trazando movimientos circulares. Saco la polla de plástico embadurnada de mis caldos y me la trago con sonoros chasquidos hasta provocarme una arcada, después me la ensarto otra vez de tal manera que mis gemidos se intensifican. Mis caderas se retuercen serpenteando mientras me follo con la enorme polla.

—Fóllame cabrón, —le grito al barman en voz alta como si estuviese conmigo y fuese el artífice de mi placer. El orgasmo me atrapa en esa fantasía gritando y articulando despropósitos.

Pasada la euforia me pregunto si realmente es lo que quiero. No respondo por condicionantes sociales y culturales, pero en el fondo me atrae la idea. No es más que puro morbo, lujuria y un placer que aquel sujeto desató abriendo la caja de pandora, y en cierto modo estoy agradecida porque “nuestra” vida matrimonial ha subido de nivel, no sólo en el ámbito sexual, sino en la conciliación familiar y en nuestra relación de pareja.

A los cincuenta el sexo sigue siendo algo indispensable, ahora bien, la monotonía, la falta de alicientes y el dar muchas cosas por sentadas suprime la palpable chispa de esos primeros años de relación. Llega a convertirse más en una necesidad fisiológica sin otros incentivos que los que te pide el cuerpo por esa misma vía. Nos nutrimos de fantasías para colmar ese hueco que se ha vaciado en el transcurso de los años, por ello, bienvenidas sean si logran llenar ese vacío. De ahí que desde ese sábado nuestra actividad sexual se haya duplicado en cantidad y en calidad. Pero, del mismo modo, al tiempo que ese ensueño alimenta la relación, también va aguijoneando mi integridad y ahora, a menudo, cuando estoy sola me masturbo para acallar la indecorosa vocecita que aporrea dentro mi cabeza. No siempre es fácil, como por ejemplo ahora.

Cuando vengo de un viaje suelo tomarme un día sabático con el fin exclusivo de dedicármelo a mí misma, y con ello aprovecho para descansar, salir de compras, leer o cualquier otra cosa intrascendente que me haga sentir bien. Hoy es uno de esos días.

Me doy una ducha, me acicalo y me pongo un vestido suelto, pero en el que se delinean mis formas. En realidad no sé lo que espero, ni tampoco estoy segura de saber qué es lo que quiero. Sólo sé que la vocecita me habla y tira de mí sin saber si es hacia la complacencia o hacia el abismo. No quiero pensar que van cogidas de la mano. Ya lo hice una vez y todo fue miel sobre hojuelas.

Son las doce del mediodía. Deambulo por el barrio del Carmen. Sé a donde me dirijo. Estoy de espaldas a la puerta un poco nerviosa, pero el paso ya está dado. Abro la puerta del local con decisión y compruebo que no hay ningún cliente todavía. Aún es pronto para las comidas. El muchacho está limpiando el suelo con la fregona y se detiene un momento para quedarse mirándome fijamente. Mi compañero de vuelo está detrás de la barra secando unos vasos. Me observa, me sonríe y el muchacho entiende que busco a su jefe, y por consiguiente, continua con sus tareas.

Avanzo hasta la barra y le saludo con un “hola” que me es correspondido con otro al que acompaña una ladina sonrisa.

—¿Te pongo algún entrante o quieres pasar directamente al plato principal? —me pregunta sin dejar su tarea de secado. Me sonrojo un momento, pero entiendo que no tengo por qué. Sé a lo que he venido y no quiero mostrar signos de flaqueza. Los dos sabemos lo que queremos.

—Pasemos al plato principal, —le propongo con diligencia. A continuación deja el seca manos en la barra, se quita el delantal y me hace pasar hacia adentro. El muchacho nos observa e imagino que ahora entiende lo que ocurre, pero no dice nada y sigue con sus tareas.

Es una pequeña habitación que hace de almacén con la única luz mortecina que una vieja bombilla en el techo arroja. Hay unos estantes con botes, comida, fruta y otros enseres culinarios. Una mesa en el centro con una caja creo que servirá para nuestro propósito.

El hombre me coge de la cintra y me atrae con sus manazas hasta él acercando su boca a la mía al tiempo que sus manos descienden hasta mis nalgas a través de la fina tela del vestido.

—Sabía que vendrías, zorra, —me dice. —No he dejado de pensar en ti desde aquel día en al avión, y el otro día, cuando viniste con tu marido supe que volvería a follarte.

—¿Y a qué esperas, cabrón? —le pregunto sintiendo como sus manos estrujan mis nalgas al tiempo que restriega su entrepierna por mi sexo.

El energúmeno me da la vuelta en un arrebato. Echa la caja al suelo, me inclina sobre la mesa, me levanta el vestido, me baja las bragas de un tirón y hunde su cabeza entre mis nalgas olisqueando, lamiendo y deleitándose con mis caldos.

—Menudo culazo tienes, joder, —oigo por lo bajo.

Abro las piernas para facilitar la labor de su lengua y noto un dedo hundiéndose en mi raja. Ésta empieza a segregar fluidos que van deslizándose en su mano. Noto la presión de otro dedo que se une a la fiesta y un tercero que me hace exhalar un leve, pero placentero grito. Mientras tanto, su lengua recorre mi ano al tiempo que con las tres extremidades me folla con insistencia, y sé que si sigue así me correré rápido. Mis gemidos me delatan. Mi compañero de vuelo se pone en pie, se baja los pantalones, me da dos enérgicos azotes en las nalgas, posiciona su verga a la entrada de mi sexo y me penetra despacio, por lo que exhalo un elocuente gemido al mismo tiempo que la barra de carne avanza impertérrita hacia las profundidades.

Siento como me llena por completo. Mis carnes se abren para albergar el obús y le pido que me folle. Sus manos se aferran a mis caderas y empiezo a sentir las acometidas de mi empotrador. Muevo el culo inducida por el placer y nuestros gemidos se tornan en gritos lujuriosos e impúdicos. Los sonoros azotes en mis nalgas se convierten en hostias con saña con la pretensión de dejarme las nalgas en carne viva. Me gusta su rudeza y los improperios que salen de su boca alimentan mi morbo, de ahí que estalle en un grito al que le suceden otros muchos sin que mi follador se detenga. No puedo parar de correrme, ni tampoco dejar de gritar. No sé si estoy con el mismo orgasmo o si los estoy encadenando de forma ininterrumpida.

Levanto la cabeza y veo que el joven está a dos metros de mí masturbándose mientras contempla la pornográfica escena. Ni siquiera puedo procesar el hecho de que me estén observando mientras follamos. Al dueño del establecimiento tampoco parece importarle demasiado su presencia y sigue empitonándome como si le fuera la vida en ello, y en vista de nuestra pasividad al respecto, el voyeur se me acerca y me planta su enhiesta verga en la boca. Debería reaccionar, oponerme al menos, pero no puedo, de hecho, tampoco quiero. El morbo me atrapa en sus fauces y tampoco quiero que me suelte, pues la insensatez ya ha traspasado el umbral de la decencia.

Ahora me es difícil explayarme con mis gemidos y mis gritos, puesto que la verga del joven pretende follarme la boca sin contemplaciones. Con sus manos sujeta mi cabeza impidiendo que me zafe. Empiezo a salivar y a emitir sonoros chasquidos con el miembro del chaval adentrándose en mi gaznate. Noto los pollazos en mi coño, los azotes en mis nalgas y los vergazos del joven en mi boca, y con todo ello, el sonido de la lujuria rebota en las paredes revelando el desenfreno de tres depravados.

Reparo en una mayor presión de las manos del muchacho en mi nuca al tiempo que se acrecientan sus movimientos pélvicos, y con ellos, la presión de su polla en mis tragaderas. Los gritos le delatan y dispara su leche directamente en mi estómago. No puedo contener la sustancia y me libero de la verga que sigue arrojando esperma como si el depósito hubiese estado meses sin vaciarse. El semen impacta en mi cara reiteradas veces hasta que al joven se le aflojan la piernas.

En éste momento puedo gemir y gritar con libertad con la tuneladora golpeándome los bajos. Los bufidos de mi compañero de vuelo se unen a los míos e incluso se intensifican anunciando la inminencia de su clímax. Siento los embates del toro desbocado que arremete en mi retaguardia y temo que de un momento a otro la desvencijada mesa se venga abajo conmigo encima. Su leche caliente me quema por dentro y sin dejar de embestirme me uno a él en mi enésimo orgasmo. Quedamos un instante recuperando el resuello en la misma posición. A continuación percibo como se desinfla el miembro dentro de mi cavidad y escapa de ella con un sonoro ruido. Seguidamente me da una nalgada como si fuese su yegua y con ello diese por concluida la cabalgada, pero me coge por la nuca y me planta un morreo que me sorprende, dado que mi cara y mi boca rebosan todavía del esperma del muchacho, lo cual me da que pensar. Su vibrante lengua se enrosca con la mía haciéndole partícipe de la ambrosía. Después hace presión en mi hombro haciéndome descender el rostro a la altura de su verga morcillona. Quiere que se la limpie igual que lo hicimos en el avión a modo de ritual. Me la introduzco en la boca iniciando la labor de limpieza relamiendo la mezcla de fluidos hasta que me retira dando por finalizada la gesta.

No nos decimos nada. Ambos sementales se visten mientras yo me limpio la cara y mis partes íntimas con pañuelos. Después me pongo las bragas y me adecento un poco.

Debería sentirme miserable por mis actos, pero no es así como me siento. Imagino que los dos especímenes que están abrochándose en estos momentos la bragueta piensan que soy una casada y hambrienta zorra caliente que ha venido en busca de rabo, y no andan lejos de la verdad. Me da igual lo que piensen, no obstante, me detengo un instante a reflexionar y a valorar esas supuestas opiniones. Tanto mi compañero de vuelo como yo estamos en la misma tesitura moral y tanto él como yo sabíamos lo que queríamos, en cambio, en esta avanzada, pero machista sociedad, uno hará una muesca en la empuñadura de su verga y la otra tendrá esa misma muesca en su reputación de mujer y esposa. No puedo cambiar eso, ni tampoco lo pretendo. He cumplido una fantasía con sorpresa incluida. Será mi secreto y también mi motivación para alimentar una relación que va viento en popa.

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