Nunca me han gustado los instantes previos a volar. Esos en los que hay lidiar con uñas y dientes ante el asedio de decenas de pasajeros agolpados intentando ocupar un asiento, como si en realidad, alguien fuese a quedarse sin él. Es uno de los inconvenientes de viajar en clase turista, que hay que ir buscando huecos donde los haya y donde te dejen. En ese sentido es mejor viajar sola, ya que, maldita gracia que debe dar el viajar en asientos dispersos.
Al cruzar la puerta de embarque la azafata nos va saludando de forma individual. Soy de las últimas en entrar, y como era de esperar, ya no quedan asientos libres, excepto uno al lado de una madre con su hijo de ocho años, por lo que maldigo mi suerte, maldigo a la madre, pero sobre todo, al hijo, habida cuenta de que, si ya de por sí aborrezco a los niños, el hecho de viajar con ellos me provoca ansiedad. De ahí que, si no quería caldo, ahí van tres tazas.
Trato de acoplar mi maleta de mano en el compartimento, pero no lo logro por falta de espacio. Al parecer soy la única que queda por hacerlo y percibo que cada una de mis acciones está siendo analizada, como si fuese yo la atracción del lugar, después de superar ese instante de estrés en el que cada cual ha batallado por hacerse con su sitio. Seguidamente, le sucede ese otro momento que nos indica que ya podemos respirar tranquilos porque no nos vamos a quedar en el suelo. Es entonces cuando ya podemos echar un vistazo a nuestro alrededor para fijarnos en quienes son nuestros vecinos y qué hace cada uno de ellos. Nos cambia la cara y el rictus mortis le entrega el cetro a las risas distendidas.
En cuanto a mí, sigo peleándome con la maleta de mano sin lograr encastrarla, y viendo mis infructuosos esfuerzos, la azafata acude en mi ayuda, de tal modo que cambia la ubicación de algunas bolsas de mano para que encaje todo como en un tetris, y después de agradecérselo, ocupo mi lugar junto al pasillo, al lado de la madre de un niño que parece ahora interesado en mirar por la ventana en espera de que el avión levante el vuelo. Me mira un instante y me sonríe con un gesto que a mi me resulta maquiavélico, pues me hago una idea del viaje que me espera.
Intentando ver la parte positiva, (si es que existe), mi butaca está al lado de su madre. La saludo con un “buenas tardes” y ella me responde al saludo acompañándolo con una amable sonrisa que a mi me cuesta gran esfuerzo devolverle, dadas las circunstancias.
Por fin estoy en mi poltrona. Ahora es a mí a quien me toca hacer ese reconocimiento visual. Miro a mi alrededor. Todo el mundo parece dichoso, pendientes de que el avión despegue. La azafata nos informa de los pasos a tener en cuenta en caso de que hubiese algún incidente, aunque, siempre he pensado que, en caso de que el avión se venga abajo, de poco, o de nada nos servirían los consejos de la encantadora azafata, pero es el protocolo y todos escuchamos atentamente.
Minutos después estamos volando y en pocos segundos las ciudades se empequeñecen hasta que poco a poco se convierten en pequeños puntos luminosos. Me coloco los cascos para evadirme del revuelo que está armando el mocoso, así como del bullicio de esos primeros compases, y poco después, la música relajante me ayuda a conciliar el sueño, pese al alboroto existente.
Al cabo de una hora abro los ojos y compruebo que ya es noche cerrada y que la calma se ha adueñado del lugar. El ambiente está en penumbra, iluminado tan sólo por la luz mortecina de los pilotos. Parece que ha dejado de reinar el caos y es el silencio el que toma el relevo, roto únicamente por el amortiguado ruido de los motores y determinadas respiraciones de algún que otro pasajero.
Vuelvo la vista a mi derecha y me doy cuenta de que un hombre de unos sesenta años me mira, asiente y me sonríe. Yo le devuelvo el saludo escoltado por una afable sonrisa. Su mujer duerme plácidamente al otro lado con la boca abierta con el consiguiente peligro de que una intrépida mosca se aventure al interior. Después me doy la vuelta, enciendo mi e-book y retomo el capítulo donde lo dejé la última vez.
Hago un inciso en la lectura y caigo en la cuenta de que mañana cumplo cincuenta y con toda seguridad, seguro que en casa ya tengo una fiesta preparada para la ocasión, tanto por parte de mi marido, como por la de mi hija. Con el ajetreo de la feria, no he tenido mucho tiempo de echarlos de menos. Es ahora cuando tengo ganas de abrazarlos, sobre todo a mi esposo y estoy deseando celebrarlo por todo lo alto. Un poco de jazz para amenizar la velada, una copa de vino para enardecer el ánimo y unas velas para que nos envuelvan en esa atmosfera romántica que tanto echo de menos. Es lo que pulula por mi cabeza cuando algo me lleva a voltearla y contemplo a mi vecino observándome con descaro, sin apartar su mirada y sin dejar de sonreírme, y eso me causa cierta incomodidad, pero no hago demasiado caso, lo ignoro y retomo la lectura sin acordarme de lo que había leído con anterioridad a causa del acoso visual al que sigue sometiéndome ese individuo. Me volteo de nuevo, movida por la indignación, pero también por la curiosidad, y advierto como se está sobando la entrepierna a través del pantalón, al mismo tiempo que su observación ha pasado de indiscreta a ser lasciva, y tengo que apartarle de nuevo la mirada, abrumada por la perturbadora situación. Decido no montar en cólera, ni otorgarle excesiva importancia al suceso, e intento centrarme en lo mío, aunque me resulta difícil, pensando que seguramente el degenerado seguirá con sus tocamientos.
Es un tipo de lo más normal, de pelo canoso y unas pronunciadas entradas con las que pronto tendrá que hacer malabares para tapar la coronilla. Lleva pantalones de pinzas de lo más clásicos y una camisa en tonos grises. No es ni alto ni bajo, ni guapo ni feo. Es un tipo de aspecto bastante ordinario, diría que con poco gusto y escaso refinamiento. Luce una ligera panza, propia de su edad, y su mujer, ajena a la conducta de su marido, disfruta de un sueño profundo e insondable.
Escucho el ruido de su cinturón e intuyo lo que eso significa, y no doy crédito. No quiero darme la vuelta, ni seguirle el juego a ese degenerado. Estoy a punto de llamar a la azafata para advertirle del comportamiento irrespetuoso del pasajero de al lado cuando oigo una especie de siseo llamándome. En un primer momento lo ignoro hasta que lo hace reiteradas veces. Entonces me doy la vuelta y observo como balancea su miembro de un lado a otro, y no sé si apartar la mirada o recrearme viendo el vaivén de aquel péndulo oscilante. Mi sentido común hace que me decante por lo primero. Pienso que la osadía del gachó no tiene parangón. Su conducta la considero pueril, pero de nuevo, mi curiosidad, y por qué no decirlo, también el morbo, me obliga a darme la vuelta otra vez.
El hombre me observa con mirada impúdica. Me saca la lengua en un gesto obsceno sin dejar de masajear su polla. Mi mirada se descuelga hasta ella y advierto lo gorda que es. No es excesivamente larga, pero su diámetro es el de un obús con una cabeza morada y completamente descapullada. El sujeto se la coge de la base y me la muestra en toda su magnitud. Es una polla adornada de gruesas venas y otros capilares menores que se ramifican a lo largo del tronco. A continuación, el fulano aprieta la bolsa que le cuelga haciendo gala de unos desmedidos huevazos similares a dos pelotas de pin pon.
No sé que cara debo de haber puesto, si de sorpresa, de fisgona voyeur, o de zorra hambrienta porque ahora está masturbándose para mí a modo de ofrecimiento, de tal modo que parece que he pasado del repudio al morbo, y del morbo a querer coger ese pedazo de carne que me hace olvidar que soy “vegetariana”, hablando en términos conyugales. El sesentón aparenta haberse percatado de ello y enfunda su herramienta, se abrocha el cinturón y se dirige al lavabo haciéndome una señal para que lo siga.
Me quedo un instante indecisa sin saber qué hacer, pues nunca me he visto en una tesitura tan surrealista como ésta. Hace un instante estaba pensando en celebrar mi aniversario con romanticismo, y ahora, la desfachatez de un individuo de lo más ordinario y diez años mayor que yo me ha puesto cachonda exhibiendo un puntal que bien podría abrirme en canal. Me debato entre mis instintos primarios y la cordura y conduzco mi mano por dentro de la falda hasta alcanzar mi sexo para comprobar que mi dedo patina por la regata y alcanza el botón, y como si al tocarlo hubiese pulsado el mando de arranque, me levanto movida por el deseo, obviando por tanto la sensatez que me mantenía pegada a mi asiento y soslayando el romanticismo. Cojo mi bolso y enfilo con paso vacilante hasta el lavabo. Miro hacia atrás y compruebo que todos duermen, a continuación echo la cortina y golpeo la puerta con suavidad. Inmediatamente se abre y el extraño me hace pasar al reducido espacio. Después la cierra, me sienta en el trono y desabrocha su pantalón mostrándome de nuevo el garrote. Ahora me da la impresión de que viajo en zona vip y tengo asiento de primera fila con un primer plano de la polla nervuda. El fulano coge mi mano, observa el anillo y una ladina sonrisa se le dibuja en la cara. Imagino lo que piensa, pero no dice nada, en su lugar, la conduce al tronco y yo lo aferro con decisión. La tiene tan dura que puedo apretar sin temor a lastimarle. Mi mano viene justa para aferrar el perímetro del cilindro y empiezo a menearlo sin dejar de mirar cada vena y cada relieve de la vigorosa polla. Mis fosas nasales se embriagan de su aroma y abro la boca deseosa.
El hombre contempla con cara desencajada como le masturbo, y al mismo tiempo que le miro, paso mi lengua por la cabeza morada para saborearla unos instantes. A continuación, abrazo el glande con la boca e inicio una mamada, mientras con una mano aferro el tronco desde la base y con la otra aprieto sus huevos hinchados, emprendiendo una felación digna de la mejor profesional, hasta que en un arrebato es él quien quiere tomar las riendas. Me coge por detrás de la cabeza y empieza a follarme la boca con vehemencia, como si pretendiera desencajarme la quijada, con lo cual, las babas resbalan de mi boca sin contención.
Mi coño hace aguas y noto como mis flujos impregnan mis bragas. Abandono la felación, muy a mi pesar porque debemos actuar con premura antes de levantar sospechas. Me incorporo. Sé que es una locura, pero el paso ya está dado y no hay vuelta atrás. Ahora lo que deseo es que me penetre, y el sesentón parece adivinar mis pensamientos. Me da la vuelta de forma brusca, me levanta la falda y me baja las bragas hasta las rodillas. Yo me las termino de quitar con los tacones. Me apoya contra la pared del reducido espacio, apoyo mi brazo en la puerta y con la otra mano me sujeto la falda e inmediatamente me coloca la polla entre las nalgas mientras tira de mi cabello y me habla al oído.
—¡Pídeme que te folle, zorra! —me dice.
No me gusta como me habla, pero tampoco quiero renunciar a que me la meta, de modo que ignoro sus insultos y le sigo el juego al degenerado solicitándole que lo haga.
No se hace mucho de rogar. Posa el glande en mi raja e inmediatamente lo noto horadándome y tratando de abrirse paso hacia las profundidades. Yo separo ligeramente las piernas e inclino mi trasero para facilitarle la labor. Apoyo mis manos en la puerta y apalanco mis pies. La abundante lubricación de mis flujos permite que se adentre por completo, aun así, la sensación es la de que me va a partir por la mitad, pero nada más lejos de eso. Poco a poco, mi coño se adapta al calibre y empiezo a gozar de las embestidas del energúmeno bufando como un toro en celo. Por mi parte, intento refrenar mis jadeos. Siento la necesidad de jadear, de gritar y dejarme llevar por el placer, sin embargo, no puedo explayarme como me gustaría.
Muerdo mi mano para no gritar y el resopla en mi oído como un miura embanderillado. Siento la presión de su cuerpo aprisionándome contra la puerta, del mismo modo que mi cara está completamente perpendicular, de tal manera que el exaltado energúmeno me muerde y me besa, presa del delirio, en tanto que su polla pistonea de forma despiadada una y otra vez dentro de mi coño, en consecuencia, siento unas ganas de orinar apremiantes combinándose con la gestación de un orgasmo que empieza a irrumpir en mis bajos, y en pocos segundos invade mis sentidos, de manera que tengo que morderme la mano con saña para no gritar de gusto, en tanto que mi atacante empieza a soltar lastre entre resuellos y un extenso repertorio de improperios.
Noto su leche golpeando en mi útero y mi placer se intensifica, con lo que siento la necesidad de sacarme la polla que me va a reventar las entrañas, y en un movimiento brusco me deshago de ella, y por ende, la orina se me escapa de forma incontrolada, al mismo tiempo que el orgasmo se prolonga durante unos segundos más entre temblores de piernas y gritos contenidos que intento atenuar con la mano.
La descarga ha sido salvaje e irracional. No sé si por haber estado un mes en dique seco, por el morbo implícito o por el garrote que casi me parte en dos mitades. Lo cierto es que no me tengo en pie y me veo obligada a sentarme en el W.C. y con ello vuelvo a tener un primer plano de la polla nervuda a la altura de mi cara, pero esta vez perdiendo su consistencia. Está pringosa y reluciente de tantos fluidos y el hombre la restriega por mi boca con el propósito morboso de que se la limpie. Lo hago de modo somero porque el morbo y el entusiasmo ya se han esfumado. Paladeo la mezcla de sabores y se me queda un regustillo acibarado. Ahora quiero abandonar el mugriento lugar y alejarme de ese sujeto.
Limpio el estropicio entre mis piernas con papel y una toallita húmeda, me pongo las bragas, cojo mi bolso y salgo la primera del servicio sin decir nada. Al regresar constato que, afortunadamente todos siguen durmiendo y nadie ha reparado en la contienda que ha tenido lugar en la popa. Vuelvo a mi asiento y compruebo que la mujer de mi follador sigue respirando fuerte ajena a las actividades indebidas de su esposo.
Un minuto después regresa ufano el marido. Me mira con complicidad y se sienta al lado de su esposa como si tan sólo viniese de orinar y con cara de no haber roto nunca un plato, con lo que, cada cual sigue a lo suyo hasta que la agitación invade paulatinamente el lugar pronosticando el inminente aterrizaje.
Es mi hija la primera que corre a mi encuentro y me abraza. A continuación lo hace mi esposo y me estrecha entre sus brazos, dándome un beso caluroso y moderado a la vez. Él coge la maleta grande y mi hija la pequeña. Tenemos mucho que contarnos y son ellos los que me asaltan con sus historias. En ese instante pasa por mi lado mi follador junto a su esposa. Nuestras miradas se cruzan y me quedo un momento absorta haciendo balance de lo acontecido en el avión, mientras escucho taciturna a mis seres queridos sin prestar atención a sus palabras, hasta que mi marido me saca de mi abstracción.
—¿Quién era ese? —me pregunta.
—¿Qué? —respondo.
—¿Qué quién era ese? —repite.
—Nadie, —respondo retornando a la realidad.