Permitan que me presente. Mi nombre es Damián. Quería compartir con ustedes la singular y rocambolesca historia de la que fui testigo trabajando como chico de los recados en la pensión que regentaba la Vda. De García en la calle Jacometrezo de Madrid.
Corría el año 2006, contaba ella por entonces con 60 primaveras cumplidas y llevadas con verdadera dignidad. Hacía 5 que regentaba su negocio en solitario tras el fallecimiento de su marido a causa de un cáncer ‘galopante’ en palabras de la susodicha.
Tras haber superado las penurias y miserias iniciales, llegó a un pacto muy decente y provechoso con el Sr. Laredo, un hombre de 72 años que vivía muy cerca de ella y que gozaba de una posición económica muy ventajosa tras haber ejercido la carrera diplomática. Cabe recalcar que dicho hombre no contribuyó solo a llenar la escuálida despensa de la viuda, sino que también solía hacer las delicias de la señora y sus invitados cuando contaba historias sobre los pintorescos lugares donde había sido embajador.
Decidieron sellar su acuerdo matrimonial al poco de conocerse. Ambos eran muy felices juntos y gozaban de una vida apacible, si bien es cierto que el señor me confesó su insatisfacción en lo que a la vida de cama se refería: al parecer, la viuda, con objeto de hacer que su virtud permaneciera intachable, había decidido no consumar su segundo matrimonio y, desde entonces, dormían los esposos en habitaciones separadas.
Yo ofrecí a mi amigo la posibilidad de recrearse en ciertos lupanares donde era conocida mi reputación y no le faltaría de nada, pero reitero que se trataba de un auténtico caballero.
Sucedió entonces que, recuperada la prosperidad y el prestigio de la pensión, solían acudir atraídos por su aire clásico y decadente, numerosos artistas, aspirantes a escritores, bohemios pintores y, hasta algún músico.
Uno de ellos, fue un joven flautista, que deleitaba a los señores con su música las tardes de otoño.
Quiso el Sr. Laredo contribuir a su causa sufragando los gastos de su estancia allí a cambio de que compusiera una pieza inspirada en su bella esposa.
La señora, a pesar de su edad, mantenía una piel tersa y un cuerpo más propio de una mujer veinte o treinta años más joven gracias a su riguroso estilo de vida, todo ello coronado por una larga cabellera sobre la que aplicaba algunos reflejos rubios para tratar de ocultar a la implacable blancura que amenazaba con hacerse perenne en su frente.
El flautista, cumplió con su palabra y dedicó una muy bella melodía a la viuda, la cual agasajó los oídos de los presentes que estaban allí la tarde que decidió que había llegado la hora de compartirla con el mundo.
Agradecidos y reconfortados por la dulzura de la pieza, aquella noche fueron a dormir tarde después de horas de conversación sobre la desarraigada existencia de aquel músico errante.
De madrugada, el señor Laredo se despertó por culpa de unos golpes que provenían de la otra ala de la pensión. Alarmado, salió al pasillo ataviado con su ropa de noche y armado con un garrote de notables dimensiones, elaborado con madera de un roble perteneciente a su familia. Decidió pertrecharse así pues no era extraño que sucedieran allí altercados en relación con los excesos etílicos de algunos de sus huéspedes.
Siguió los sonidos hasta llegar al origen, que no era otro que la habitación de la viuda. Apoyó su oreja en la puerta y oyó unos quejidos que no hicieron sino acrecentar su alarma.
Se decidió entonces a abrir la puerta y, lo que vio allí, lo dejó petrificado.
Ante él, el cuerpo desnudo de su esposa (al menos en lo concerniente a la legalidad), de espaldas a la puerta, en un movimiento lento y cadencioso sobre el flautista. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz de la vela que alumbraba la estancia, contempló como su esposa subía y bajaba, cada vez más rápido, haciendo que el pene de aquel joven se introdujera en el interior de su vagina, sacudiendo la pelvis para aumentar aún más la excitación de este que, sin poder aguantar más, la volteó sobre la cama y la abrió de piernas para penetrarla profundamente.
Tan abstraídos estaban por el acto carnal, que ninguno de los dos se percató de la presencia del marido.
Lo que vino después fue la demostración de la inclinación salvaje de aquella mujer, aparentemente recatada y pudorosa, por el miembro de aquel joven al que acababa de conocer.
Tras muchos minutos de atraer a su amante hacia sus entrañas con el empuje de sus piernas, este cayó rendido y ella tomó el relevo, cabalgando nuevamente sobre él. No contenta con este primer acto, tras la eyaculación, comenzó a manosear lujuriosamente el miembro de aquel chico y lo chupó con la devoción de quien lleva años sin disfrutar de semejantes placeres.
La segunda erección sirvió para propagar los gritos y gemidos de la viuda por toda la pensión después de que este la cubriera tras ponerla boca abajo y la embistiera con fuerza, primero tumbada, después con el culo en pompa y, para finalizar, se entregaron a la locura con la señora abierta de piernas contra la pared del cuarto, retrepando una y otra vez sobre aquella ansiada verga hasta que volvió a sentir la irrupción del semen de su amante en su interior.
El señor huyó despavorido al lugar de donde había venido tras semejante visión.
Durante muchos días, los desayunos fueron tensos entre los dos, sin cruzar palabra, el señor cada día más ojeroso a causa de la estruendosa forma con la que cada noche, el músico de tez morena, se follaba a la viuda.
Tras un período de reflexión, él se atrevió a recriminarle su actitud, pues se sentía ultrajado tras haber demostrado paciencia y comprensión con las creencias que su esposa ahora había dejado caer a los pies de la cama.
Ella, visiblemente ofendida, le recordó que su matrimonio se basaba en la conveniencia de dicha unión, que ya había aguantado al petulante de su marido durante muchos años y que no estaba dispuesta a volver a sentir el mismo asco que cuando este la tocaba.
Las cosas, siguieron sin cambios durante el tiempo que el músico pernoctó en la pensión. Si acaso, comenzaba a atisbarse un deje de cansancio en el rostro de este, a causa de la frenética actividad a la que era sometido cada noche.
Y quiso la funesta providencia, que el señor de la casa, tras percatarse de que podía ver el interior de la habitación de su esposa desde su ventana, tomase por costumbre masturbarse viendo dichas escenas con una bolsa de plástico transparente cubriendo su cabeza y apretada esta con una soga.
Contemplaba a su esposa abierta de piernas, recibiendo aquel pene colosal entre sus piernas, sus gritos ahogados, su mirada perdida entre orgasmo y orgasmo.
A tal grado llegó su demencia, que una noche apretó demasiado y así lo encontré yo cuando fui a ordenar su habitación.
Desde entonces, se hace llamar viuda de García y Laredo y yo sigo acudiendo cada día, aunque ya no trabajo allí, alimentando la dulce fantasía de su boca recorriendo mi cuerpo para después envolverme con sus piernas y dejar que me pierda en el misterio de su sexo.
Barcelona, 25 de febrero de 2022
Roberto Cechinello