Eran como las tres o cuatro de la tarde cuando recibí un mensaje de mi casera avisándome que más tarde pasaría por la renta y que por favor no olvidara nuestra última conversación.
Por supuesto no había olvidado nada de ese intercambio, que tenía poco de conversación y mucho de ultimátum. He de decir que por cuestiones personales no había podido pagar en tiempo y forma y que, al ya estar retrasado tres meses, había dejado de contestar las llamadas de la señora Rocío, por lo cual se había presentado en persona la semana pasada a decirme que si el pago no estaba listo el día de hoy me echaría a la calle.
No tenía el dinero. De hecho lo que había logrado juntar apenas sobrepasaba la mitad de lo que debía y, si lo entregaba todo, no tenía claro cómo iba a sobrevivir las siguientes semanas. En mi mente repasaba desordenadamente las cosas que le diría, variaciones francamente mediocres de líneas que ya le había dicho en ocasiones anteriores: que me comprometía, que por favor, que la próxima semana… En eso escuché tres impacientes golpes fuertes en la puerta.
Al abrir vi a la señora Rocío que venía acompañada de Julián, su asistente que más parecía guardaespaldas o de plano matón, que secretario.
Sin esperar a que la invitara a pasar, la señora Rocío entró con pasos prepotentes, sus tacones rojos resonando sobre el piso de mi departamento, o mejor dicho su departamento, cosa que ella no me dejaba de recordar, seguida de Julián, que en todo el rato no había dicho palabra ni modificado su expresión de cabeza Olmeca.
La señora Rocío era una mujer extrañamente intimidante para su corta estatura. Tenía unos cincuenta años y, según tengo entendido, era abogada, aunque su forma de vestir más bien la hacía parecer secretaria: una falda roja entallada que le llegaba a las rodillas, un saco rojo quizá demasiado apretado y una blusa blanca, coronada por un collar de perlas de fantasía. No era una mujer que yo hubiera considerado atractiva, pero debo decir que siempre me llamaron la atención sus enormes pechos, que fácilmente le llegaban al ombligo, y que más de una vez me sorprendió mirando. Su maquillaje era sencillo y algo corriente: un labial rojo casi anaranjado que contrastaba con su piel morena, pestañas pintadas e involuntariamente decoradas con alguno que otro grumo de rímel aquí y allá, todo ello enmarcado por su cabellera negra alaciada.
Procedí, una vez más, a explicar mi lamentable situación económica, a hacer promesas que no tenía manera de cumplir, pedir más segundas oportunidades, y fui interrumpido por un “A ver, ya cállate” de la señora Rocío.
—Ya me cantaste, me dijiste, me pediste y todo muchas veces antes, —dijo en tono impaciente —ya tuvimos una conversación la semana pasada y parece que, o no entendiste lo que se te dijo, o de plano me quieres ver la cara, abusando de mi buena voluntad.
—Señora Rocío, —intenté interceder, pero me interrumpió.
—Nada. No hay nada que me puedas decir para conseguir otro plazo más. Así que por favor ve agarrando tus cosas que aquí Julián va a sacar todos tus muebles a la banqueta.
—Señora, por favor… Haré lo que sea…
Al decir eso noté que algo cambió en su mirada. Apareció una sonrisa maliciosa y un cierto brillo en sus ojos que denotaba una especie de suave crueldad lasciva.
—¿Lo que sea? —preguntó, sabiendo muy bien que yo no tenía el poder de objetar a ninguna petición que ella me hiciera.
—Lo que sea. —dije intentando sonar a una de esas personas que cumplen su palabra, cosa que nunca he sido.
—Muy bien, —dijo ella, y lo siguiente que hizo fue probablemente lo que más me ha sorprendido en mi vida entera: se subió la minifalda hasta la cintura, se acostó en el sillón (el único sillón), levantó las piernas e hizo a un lado sus bragas. En esa posición, volvió a hablar con la misma prepotencia.
—Chúpamela. Chúpamela hasta que me venga y si lo haces bien podemos ver si te concedo otro plazo para que me pagues lo que me debes.
No sé cuánto tiempo pasó, seguramente unos pocos segundos, pero para mí fue eterno. Comprendí que no tenía ninguna otra salida y que si quería sobrevivir, no solo tenía que hacerle sexo oral a esta mujer, sino que tenía que hacerlo lo suficientemente bien como para hacerla venirse. Sin decir nada me puse de rodillas y comencé a chupar.
Inicié lentamente dando suaves lengüetadas superficiales desde el perineo hasta la punta de su clítoris, el cual aún se encontraba oculto entre sus densos vellos negros. Repetí esto varias veces abriendo muy gradualmente su vagina con cada nueva chupada. Debo decir que olía bastante bien, como si se hubiera bañado hace relativamente poco tiempo. La seguí chupando con un poco más de constancia, a veces moviendo la lengua cerca de la entrada de su vagina, a veces centrándome un poco más en el clítoris y escupiendo un poco ocasionalmente. Gradualmente fui notando cómo su clítoris se fue poniendo duro y escuché unos leves gemidos. Me decía “vas bien, qué rico”.
Decidí subir un poco la intensidad metiendo mi lengua en su agujero vaginal para luego continuar como lo venía haciendo pero más rápido y con más energía, ocasionalmente deteniéndome a succionar su clítoris. Entré a un ritmo en el que succionaba el clítoris mientras lo estimulaba con la lengua y luego lo abandonaba para chupar el resto de su vagina, sus labios menores y el interior de su agujero. Fui haciendo esto gradualmente con mayor intensidad, fuerza y velocidad. Me demoraba cada vez más segundos en el clítoris y las interrupciones para chupar el resto fueron cada vez más breves hasta que de pronto me encontré únicamente succionando y chupando el clítoris con toda mi energía.
Ella gemía constantemente, tenía sus manos agarrándome la nuca y de pronto, casi como fuera de sí, me dijo “¡méteme los dedos!”. Entonces introduje mis dedos índice y medio en su vagina y los comencé a mover dentro de ella para estimular su punto G, todo mientras seguía succionando su clítoris con todas mis fuerzas. Ella se sentía como un animal, completamente perdida en el placer. Movía su cadera y no soltaba mi cabeza, sus uñas se enterraban en mi cuero cabelludo.
De pronto escuché que dijo “ay”, y en ese momento sentí cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Sufrió varias convulsiones sin emitir ningún sonido y de pronto comenzó a gritar emitiendo los gemidos sexuales más indecentes, excitantes y soeces que he escuchado en mi vida.
Cuando acabó de venirse, yo saqué los dedos de su vagina y me limpié sus jugos de mi boca con el brazo izquierdo. Entonces me quise parar y caí en cuenta de dos cosas. Primero me di cuenta de que tenía una erección palpitante debajo de mi pantalón y segundo, que Julián se nos había quedado viendo y se estaba masturbando.
Julián era un tipo grande. Posiblemente medía un metro con noventa centímetros, muy musculoso y muy feo. Además, cosa que acababa de aprender, tenía un pene enorme, no circuncidado, con un glande redondo y brilloso, seguramente por haberlo lubricado con saliva.
—Ahora te toca chupárselo a Julián. —dijo la señora Rocío, que después de haberse venido había recobrado su tono autoritario, pero ahora se la escuchaba más relajada, aunque su tono de malicia permanecía intacto.
En un triste afán de conservar lo que me quedaba de dignidad, hice como que me rehusaba a sabiendas de que era inútil y que a estas alturas no tenía más alternativa que hacer exactamente lo que se me ordenaba.
Entonces me puse de rodillas frente a Julián y comencé a chupar su pene enorme. Intentaba imaginar que mi boca era una vagina y trataba de cubrir, aunque fuera, el glande y un poco del tronco. Lo hacía con movimientos constantes, no muy rápido y no muy lento, mientras masturbaba la base con mi mano derecha. Al igual que lo había hecho la señora Rocío, que para este momento ya se había sacado sus enormes senos de su saco y su blusa para pellizcar sus grandes pezones con una mano mientras se masajeaba el clítoris con la otra, Julián agarró mi cabeza con su mano derecha y comenzó a bombear moviendo su cadera suavemente.
Yo pensé que sería como con la señora Rocío y que lograría hacer que Julián se viniera y finalmente acabaría todo esto, pero de un momento a otro Julián se detuvo y me empujó hacia el sillón.
—Quítate la ropa, —me dijo la señora Rocío. Al hacerle caso, mi pene, que seguía completamente erecto, quedó al descubierto. Ella continuó:
—Mira nada más. Conque te está gustando. Así que te excita que te sometan y te violen. Pues si tanto te gusta, te vamos a complacer.
Me hicieron ponerme a cuatro sobre el sillón y Julián puso su glande en mi ano. Gradualmente, haciendo presión y escupiendo en mi agujero, fue introduciendo su enorme pene en mí. Cuando finalmente entró el glande completo yo sentí que se me rompía el ano, me dolió tanto que grité y entonces la señora Rocío comenzó a darme de nalgadas.
—¡Toma! ¡Pa que grites!
Y Julián se comenzó a mover poco a poco más rápido y poco a poco más profundo. Para ese momento yo sentía mucho placer anal y mi pene rebotaba aun completamente erecto. La señora Rocío se colocó frente a mí y me puso sus senos en la cara.
—¡Chúpame las tetas! ¡Chúpamelas mientras te cogen por el culito!
Julián ya se estaba moviendo muy rápido y su enorme pene se deslizaba por mi ano como mantequilla. Yo sentía un placer intenso en todo mi interior y chupaba como enloquecido los enormes pezones de la señora Rocío. Chupaba, succionaba y mordía aquellos pezones. En ocasiones chupaba a lengüetazos grandes las enormes tetas desde la base y desde el lado hasta la punta. Todo mientras mi ano era destruido por este animal. Yo sentía una especie de fuego de éxtasis que me llenaba todo el cuerpo desde los movimientos brutales del pene de este hombre.
De pronto sentí a Julián venirse. De un momento a otro me la metió hasta el fondo en embestidas duras y rítmicas y sentí su cremoso semen derramarse en mi interior. En ese momento comencé a venirme yo también: mi pene que había permanecido completamente erecto, de pronto comenzó a despedir chorros de semen que manchaban el sillón. Sin embargo yo sentía que me venía de todo el cuerpo, desde el ano al estómago, a las piernas que me temblaban.
Todavía al acabar de venirnos, Julián dejó su pene unos momentos en mi ano y luego, lentamente, lo sacó dejando escapar un pequeño gemido y unas gotas de semen que gotearon de mi culo hacia el sillón.
La señora Rocío se vistió y finalmente me dijo:
—La próxima semana vuelvo a venir por lo que me debes. Si no pagas, ya sabes…
Se fueron sin decir una palabra más.
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