En esta ocasión he de contar un suceso incomprensible a la ciencia. En la religión judío cristiana se le llama posesión demoniaca. Han pasado más de cuarenta años de aquello vivido y aun siendo testigo, es un hecho difícil de creer.
Corría el año de 1978, para entonces mi matrimonio con Elizabeth, se encontraba completamente fracturado. Las desavenencias ocurrieron desde que llegamos a esa casa maldecida en la Ciudad de México. Lo más duro fue cuando ella, en el bolsillo de mi pantalón encontró una perfumada carta de amor, sin firma ni nombre. Por más que juré desconocer al autor de la misiva y menos saber la identidad de quién la introdujo a mi pantalón, enojada me soltó un bofetón que casi me tira de bruces al piso.
Sin esperar opinión mía, de nuestra habitación, pasó todas sus pertenencias al cuarto de invitados. Era tal mi molestia por su trato injusto que por quince días evité dirigirle la palabra. Así inició el infierno. Completamente me hartaba. Me dediqué a tomar horas extras en el trabajo. De regreso a casa el cansancio me llevaba directo a mi habitación a dormir.
Una mañana lluviosa, Elizabeth, enojada tocó a mi puerta. Al abrirle, me gritó
– Rata de dos patas ¿Anoche, quién te autorizó a entrar en mi cuarto?
Desconcertado, le dije
– ¡Estás loca! ¡No tengo interés en ti! ¿Te olvidas que me acusaste de tener amante?
Me reviró
– ¿Ah, sí? ¿Entonces qué persona con sus manotas cochinas me tocaban y acariciaban las piernas? ¡Eras tú! ¡Mendigo libidinoso!
Al ofenderme, le di portazo. Sin decir más, se retiró. Desde ese día, a cada instante se metía en mi cabeza que pronto me llegaría la notificación de exigencia de divorcio. En la madrugada toda la casa era silencio. Después de prepararme un té, subí a mis aposentos. Cuando llegué a mi cama, vi entre las almohadas un escrito que decía
– ¡Ya lárgate de la casa! No vuelvas cerdo flaco. Pito enano. ¡Apestas!
La cólera me invadió. Me dije a mismo
– ¡Esto lo tiene que decir en mi cara!
Salí al pasillo, me dirigí a su estancia, toqué bruscamente la puerta. Al salir ella, le aventé el papel en la cara y le grité
– ¡Dame una semana para encontrar casa y largarme de aquí!
Ella, airosa, dijo
– Ok. Ya veo que has decidido irte con la largatona panzona, ojos viscos que te conseguiste. ¡Hazlo! ¡A mí me vale quesadilla!
Me retiré para mal dormir en mi cama. Durante cinco días visité varios departamentos de alquiler para ver cuál se ajustaba a mí presupuesto. Con Elizabeth, acepté promover un divorcio voluntario para evitar desgastes emocionales en los tribunales.
Dos noches antes de mi mudanza, mientras veía una película, escuché murmullos extraños. Salí al pasillo. Había una peste asquerosa, así que tapé mi nariz. Los ruidos provenían de la habitación de ella. Cerca de su cuarto comprendí que eran gemidos. Por la cerradura se asomé. La vi sobre la cama, desnuda y con las piernas abiertas. Sus cobijas no tapaban el rebote frenético del baile de sus senos. Lo extraño era que no se masturbaba pues sus manos sujetaban los barrotes de la cabecera. Aunque desconcertado para evitarme problemas de que me acusara de fisgón me alejé. Me quedé dormido mientras pensaba en lo que había visto.
Al amanecer, otra vez, recibí fuertes toques en mi puerta. Al abrir Elizabeth, me dijo
– ¿Con qué no eres tú sabandija? ¡Mira como dejaste morados de mis bracitos y piernitas por tus manotas de chango peludo! ¡Mira los chupetes en el cuello! ¿Eres brujo o hijo del chamuco? ¿Cómo lo hiciste sin que me diera cuenta? –
Le contesté – ¡Yo no fui! ¡Te lo aseguro!
Enojada refiriéndose al papel que le había arrojado a la cara, me dijo
– Ah ya leí el papelito que me dejaste. ¿No se te ocurrió mejor forma para quieres a todos justificar que yo te escribí eso? Mira chato, tengo los suficientes ovarios para decirte lo que quiero y pienso en tu cara de ratón lechero. Y lo que me enfurece es que ahora por tu culpa, renacuajo bocón, voy a tener que usar pantalones, blusas de manga larga y de cuello de tortuga. ¡Eres un pervertido!
No pude contestarle nada. Lo que había visto anoche junto con sus moretes me dejaron sin palabras. Sólo atiné a decirle
– El domingo me cambio de casa
Respondiéndome
– ¡Ya sáquese de aquí! ¡Úshcale perro!
Esta vez sus palabras me fueron indiferentes, sabía que algo raro ocurría. Así esperé el anochecer. No dormí. Investigar era mi propósito. En eso escuché un grito desgarrador. Salí como relámpago a la habitación de mi esposa. Al asomarme por la cerradura vi que se movía piernas arriba, parecía que descansaba sus pantorrillas en los hombros de un ser invisible. Por cómo se abría y cerraba su vagina, sin duda, era penetrada dura y profundamente.
Ligeramente flotó en el aire. Quedó en cuatro. Algo la violaba. Ese ente invisible la tomaba con brusquedad de los senos. Los amasaba y jalaba de los pezones. Mi mujer gemía al ser sujetada de su cabello para atrás. La piel de su trasero se tornó colorado. Algo la nalgueaba. Me decidí a tirar la puerta pero parecía de acero. Quedé mudo cuando de la pared de la habitación una sombra helada salió. Eran tan fuerte que al agarrarme de los brazos me lanzó por los aires. Mi cuerpo paró el viaje al chocar con otra pared. A la sombra la vi alejarse. Me incorporé y grite
– ¡Elizabeth, ábreme! ¿Estás bien?
La vi salir toda desguazada. Al barandal de las escaleras fue a recargarse. Cómo pude me levanté. La cargué y llevé al médico para que la atendiera. En el camino, me decía
– ¿Qué fue eso que me violó? ¡Tengo miedo!
El ginecólogo que la atendió, halló un desgarro interno y lesiones recientes. Se limitó a decir
– Joven no sea tan brusco. Casi se la acaba. Es toda para usted pero con calma
Me quedé sin saber que decir pues nadie me iba a creer, lo que en verdad ocurrió. Al regresar a casa la pasé a mi cama. Me quedé vigilando toda la noche. El olor nauseabundo aromatizaba el pasillo. Pensaba en su seguridad. En eso escuché una voz, decirme
– ¡Lárgate pito chico! ¡Vete ya! ¡Déjame a ella! ¡Vete o pagarás las consecuencias! ¡Vete!
Le grité
– ¡Fuiste tú quien eso la carta! ¡Quién me hizo creer que ella me estaba echando! ¡Miserable ser que te escondes en las sombras!
En risas, contestó
– ¿Quieres verme?
La puerta se abrió, frente a mis ojos había un infernal y horrible Incubus. Su cuerpo era la de un enano gordo peludo. De pene erecto pero descomunal. Orejas puntiagudas. Hocico de cerdos. Sus dedos eran garras y sus pies pezuñas. De voz cavernosa y rostro feo. El ser me agarró de la solapa y dijo
– Tu mujer es mía. No te doy permiso a que la mires menos a que la toques. ¡Es mía!
En el aire dibujé un semicírculo hasta estamparme en el piso. Desde ahí lo vi jalar de los pies a mi cónyuge. No tuvo empacho en desgarrarle toda la ropa. Su pene brillante como brasas ardientes era descomunal. Le abrió las piernas, penetrándola con fuerza y rabia. Elizabeth, gritaba de miedo. El demonio le sujetó de la cintura. Su lengua de casi dos metros de largo resbalaba centímetro a centímetro por el blanco cuerpo de ella.
Mi mujer gemía. Su rostro dibujaba un sinfín de emociones. A veces se veía dolor, placer, deseo de seguir y despreció. No podía luchar contra ese ser. Su cuerpo se balanceaba al empuje de la pelvis demoníaca. Sus pezones erectos eran absorbidos en demenciales chupadas. La vagina le quedaba grandemente abierta en los embistes de ese miembro viril exageradamente grande. Tuvo varios orgasmos que la noqueaban. Al recuperar conciencia Elizabeth, trataba de golpear a la bestia con manos y pies. Como carretonera lo insultaba. Al monstruo tal solo le causaba risa y no paraba. Me levanté, de mi bolsa de golf, alcance un palo y con fuerza me fui sobre la criatura. A cada golpe que recibía con cinismo me decía
– ¡Qué rico aprieta! ¡No la supiste aprovechar! ¡Aprende a tratar a una hembra estúpido!
No había heridas en su cuerpo y cabeza. Entre gemidos paró. Se separó de mi esposa y me dijo
– Qué delicia llenarla de mi abundante leche. Última advertencia. Vete. ¡Ella se queda conmigo!
Se fue y en automático abracé a Elizabeth que lloraba. Le dije
– Hoy mismo nos vamos
La voz del ser se escuchó decir
– ¡Ella se queda!
El amanecer surgió en el cielo. Se vistió y salimos de la casa. Corrimos al primer hotel lejano que encontramos. Todo el camino se fue temblando de pies a cabeza. Me decía
– ¡No me dejes! Perdona todo lo malo que te dije anteriormente, es que siempre has sido bien resbaloso y estaba muy celosa pero por lo que más quieras ¡No me dejes!
Una vez que pagamos el alquiler, fuimos a desayunar. Necesitábamos ayuda. En una banqueta del parque, tristemente sentados en ella, se acercó un hombre de barba larga, traje negro y cabello medio cano con maletín chico en la mano. Daba migas a los pájaros, al vernos nos sonrió. Nos preguntó
– ¿Qué les ocurrió?
Sin mi permiso, separó la tela de la blusa de mi mujer. Observó en ella, las lesiones en sus hombros y pecho. Luego fue sobre mí. Me vio la espalda. Sacó de su maletín unas gazas y líquidos. Al ponerlos en mi piel, sentí mucho calor y alivió. Luego me dijo
– Pon el remedio en todo el cuerpo de la joven
Se quejaba Elizabeth pero sus lesiones iban desapareciendo. En un envase pequeño me dio más cura, diciéndome
– Hazle lavativas vaginales a tu mujer con esta esencia que te doy. Por las marcas y olor que percibo noto que fueron atacados por un ser diabólico. Debes curarla o morirá en medio de espantosos dolores. Con esa bestia debo ajustar cuentas. Sin duda es la misma a la que vengo siguiendo desde hace tiempo. ¿Dime dónde encontrarla?
Le di los pormenores y llaves de mi casa, así mismo, la dirección del hotel, al que habíamos llegado para salvarnos. El hombre, me dijo – Voy a tu casa. Cazaré a la bestia
Regresamos al hotel y procedí a curar a mi esposa en su vientre. Nos llegó la noche. Dormíamos apaciblemente creyendo que estábamos a salvo. Sentí que de mi tobillo se aferraba una garra que me sacó de un tirón de la cama. A mí vista estaba el Incubus, que me decía
– ¡Te dije que ella es mía!
Me aventó sobre los muebles del cuarto de alquiler. Casi pierdo la conciencia. Elizabeth, quiso lanzar un grito de terror pero el monstruo se lo impidió. Le arrancó y destrozó con fuerza la blusa y el sostenedor y la tanga. Desnuda la echó al pasillo de la recámara, quedando ella en cuatro. Así la montó, metiéndole los dedos en la boca y penetrándola sin piedad. Las garras se le aferraban en los hombros impidiéndole zafarse. Ella aunque suplicaba y luchaba no podía moverse. El ensarte era completo. Su vagina quedó ajustada como anillo al dedo. Le provocó grandes orgasmos. La bestia, decía
– ¿Verdad que te gusta? ¡Dile a tu marido lo rico que sientes ahora que te lo hago! ¡Zorra eres mía para siempre! Ah, siente mi semen caliente abrazar todo tu vientre. Siente el placer que ningún humano podrá darte –
Ella, cómo hipnotizada, contestó
– Sí, eso es. Así, así. Me gusta. Házmelo más fuerte. Dame. ¡Qué rico! Me gusta. Sé duro con tu zorra. Soy tuya, tuya. Hazme venirme delante de mi esposo!
En un momento de lucidez con desesperación y furia, dijo ella
– Déjame en paz inmunda asquerosidad. Si te agarro de los huevos te desmadro. Mugre mono jorobado
Comenzó la Bestia con su larga lengua a enrollar los senos de mi cónyuge como a un juguete de trapo la levantó. Le separó las piernas y contra la pared siguió taladrándola, sin dejar de sujetarle de los senos. Cada que el engendro empujaba para arriba, todo el cuerpo de mi esposa quedaba en el aire para luego caer ensartándose en el pene. Combinaba ella lágrimas con muecas de placer, haciéndola víctima de nuevos orgasmo no deseado. Tan concentrada estaba la bestia en su violación que no esquivo el que la envolviera en una cobija. Desaté mi furia, asestándole una cascada de golpes. Le gritaba
– ¡Maldito deja en paz a mi esposa!
Mis manos quedaron pegadas a la cobija que lo cubría. Parecía un imán. No podía separarla del ente. Comencé a sentir un gran dolor. Me iban a estallar. El Incubus, se descobijó, cacheteándome me tomó del cuello y me estrelló en la pared. Alguien tocó a la puerta, diciendo
– Por favor. No hagan tanto ruido. ¡Molestan a los demás visitantes!
Era claro que nadie sabía la masacre que dentro de la habitación había. Quedé noqueado. El animal diabólico, volvió sobre Elizabeth. La llevó frente al espejo. La obligaba a verse desnuda. Le decía
– ¡Ve los chupetones que dejo en tus tetas!
Con sus dedos en tijera le presionaba los pezones, hasta parecer que los haría estallar. Luego bajo su mano a la vagina para sobarle hasta hacerla completamente humedecer. Elizabeth, sin voluntad era seducida de mala manera. Una víctima de esa cosa horripilante que nunca se llenaba. Controlada mentalmente, ella decía
– Mmm no puede ser. No puede ser qué sea tan excitante. Nunca pares. Déjame siempre pegada a tu mástil. Quiero verme igual a los perros trabados. Métemela toda. Seré tuya para siempre. Oh Dios"
Al escuchar yo, la santa palabra "Dios", llorando me arrodillé. Con fervor recé
– Yo nunca creí en ti, oh Dios, arrepentido estoy, por favor ayúdanos. No nos abandones
Golpes se escucharon en la puerta. Era un hombre que decía
– ¡Abran, abran!
Reconocí la voz, era del mismo que en la mañana nos había curado. Arrastrándome llegué hasta el cerrojo y abrí. Aquel hombre entró rápidamente. A la bestia arrojó un líquido que le quemó la piel. Aullando el demonio, dijo
– Creí haberte matado. ¡Es hora de que mueras!
Se lanzó sobre la humanidad de aquél hombre que con daga en mano, le recibió propinándole certeras puñaladas. El Incubus aullaba de dolor. Con prontitud el hombre lo roció con agua. El demonio entró a espantosos dolores. Arrinconado, gritaba
– ¡Maldito, maldito! Mi consuelo es, qué hice mía a tu mujer. ¿Recuerdas como la viole? ¿Recuerdas como murió en medio de orgasmos? Aunque muera eso te dejaré de recuerdo
La bestia desapareció en medio fuego. Trabajadores del hotel auxiliaron para apagar el incendio. Llamaron a la ambulancia para trasladarnos al hospital. Antes dio tiempo al hombre de negro de limpiar el vientre de mi esposa evitando que el veneno de la bestia la matará.
Le pregunté
– ¿Cómo sabías que ese demonio iría al hotel por nosotros?
Contestó
– Al no encontrar al incubus en tu casa, presentí que los seguiría y vine en búsqueda de usted. Desde que mató a mi mujer, me volví sacerdote y cazador de demonios
Después de esa traumática experiencia nunca más volvimos a Ciudad de México. Hasta la fecha conservamos amistad con el sacerdote. Ahora somos religiosos creyentes de fe verdadera.