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Vidrieras de la catedral
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Viernes por la tarde otoñal, un día gomoso, triste, aburrido y gris.  Una tarde desaprovechada, un día perdido. Estaba en la plaza de mi pueblo, acababa de tomar café y dándole vueltas a la cabeza recordé que en el maletero del coche tenía una maletita con la ropa justa para un fin de semana. Ni triste ni perezoso fui hasta el coche y a la carretera. No tenía conciencia de dónde ir y tampoco que hacer, pero me parecía importante que ante el desánimo y el aburrimiento hay que dar un paso adelante. Salí a la carretera, fui siguiendo indicadores que me parecían prometedores hasta llegar a León. Por el camino en un área de servicio busqué una habitación, llené el depósito y carretera y manta.

Cuando llegué a León el día anunciaba su final, el cielo era gris plomizo con nubes amenazantes, vamos lo que vienen siendo los ingredientes de la tristeza. Hasta el céntrico hotel, dejé mis cosas, saliendo a estirar las piernas e hincar el diente que el estómago daba síntomas de protesta. Entré en varios tascos, tomé algunas tapas, unos vinos que entonaron mi cuerpo y el espíritu. Ya veía las cosas de otra manera. Pero los ojos anunciaban mi cansancio de los dos días anteriores de mucho trabajar y poco dormir, me estaban pasaban factura, pues a la cama y mañana será otro día.

Por la mañana me dediqué a pasear por la calle Ancha y avenida del Ordoño, la visita obligada que es la catedral, debería haberla puesto con mayúsculas. Debajo de esas bóvedas, las crucerías. Abobado viendo vidrieras pasé dos aprovechadas horas, erotismo del saber y del conocimiento. Esos colores, esas estructuras ayudan a entender la belleza, las rectas y las curvas imposibles. Así que habíamos hecho ganas de comer algo y me encaminé al sublime barrio húmedo. Soy mucho de picar aquí y allí, probando vinos, viendo a la gente, escuchando. Es uno de mis vicios, como indio en la pradera.

Entré a una tasca pedí un crianza y un plato de pimientos que me dieron al ojo, asegurándome que picaban. Soy muy de picante. Salí con la vajilla a la calle, para seguir mirando, y como pude me acomodé en una barrica, al lado de una chica que estaba de espaldas que se estaba metiendo entre pecho y espalda un trozo de morcilla, decorada por una tira de pimiento que supuse también picaría, en caso contrario dónde está la gracia. Al dejar el vaso en el tonel ella diose la vuelta.

Bueno, bueno, bueno qué belleza de mujer. Me impresionó ver esos ojos maquillados perfectamente en negro, resaltando su propia luz, la cara era perfecta enmarcada por unos pendientes grandes muy llamativos. Ella tenía la mirada en el plato, y ni tan siquiera me miró. Es lo normal teniendo en cuenta que estoy evolucionando al llamado cuerpo de escombro, a la indiferencia de las miradas ni en mujeres de cierta edad, de las jóvenes mejor no hablamos.

La mujer de los cuarenta y pocos estaba tirando del pellejo de la morcilla que se le resistía, mientras mascullaba difícil de entender.

– ¡Cojones, como pica el puto pimiento!

Mantenía en la mano un pedazo de pan con pimientos maniobrando para que entraran en mi boca. Haciéndome el machote le dije.

-Ahí va, no será para tanto, te cambio por los mío que tenemos, los labios como para un morreo de pasión.

Ellas soltó una carcajada atragantándose, tosiendo con gran movimiento de brazos. Me acerqué a ella, dándola dos palmaditas en la espalda.

-¡Mujer, toma un traguito de vino para que pase!

Se relajó y continuaba con carraspeo varios, para poner la garganta a tono. Mientras la miraba con detenimiento. Llevaba un jersey amplio de pico, que dejaba ver el comienzo de sus tetas, que se adivinaban poderosas y en su sitio, era mas bien alta, una melena suelta de color negro intenso, cortada a vetas. Labios grandes, boca amplia de perfectos dientes blanquísimos. Una minifalda sin ser exagerada de grandes cuadros de colores perfectamente armonizados. Se intuían piernas largas, armoniosas que estaban embutidas en medias negras. En ese instante me acuerde de los jamones de pata negra.

Al instante reponiéndose, se colocó el pelo y sacando un pañuelo de su bolso para retocarse los ojos y el maquillaje.

-Eres exagerada – dije- tosiendo por un pimiento de nada. Por poco te vas del mundo y no nos habíamos presentado.

Riéndose, una risa brillante, esplendorosa y hasta sexy me atrevería a decir, me dijo que se llamaba Mariola. Estuvimos un buen rato hablando de las cosas habituales en estos tiempos, ya saben fruslerías varias. En un momento corte en seco, elevé un poco más la voz y le dije:

– ¿Y si visitamos otra parroquia y tomamos otro vino? Por cierto no me he fijado ni marca, ni denominación de origen.

– Parece mentira – contesto ella- será denominación de origen León de la variedad prieto picudo, son de mucho color y alta acidez.

Por el barrio dimos unos paseos bien regados en una conversación amena y divertida, aliñada con muchas risas y anécdotas de nuestro trabajo y vidas. Nos caímos bien.

Por una de esas calles, comente que era hora de comer en serio, eras las tres pasadas y se empezaba a notar cansancio y hambre, entramos en un restaurante llamado El Besugo donde compartimos alguna cosa y después los dos coincidimos en un bacalao excelente.

Sentados en la sobremesa nos tomamos unos orujos y la conversación fue cogiendo otros derroteros. Confesó que era soltera, igual que yo, que no había tenido pareja formal nunca, que vivía sola muy bien. Su trabajo, coincidíamos, era de gestión en una mediana empresa.

– Buenos no tendrás problemas para buscar con quién enrollarte una temporada o un ratito, eres guapa, y tienes porte, vistes bien, tienes conversación, humor y un cuerpo de escándalo para perder el sentido.

Su contestación fue una risotada sin contestación, levantándonos para dar un paseo y bajar la comida.

La noche fue echándose, seguíamos bebiendo y ya estábamos algo desinhibidos en el buen rollo. Paré un momento para atarme el zapato, ella continuó caminando, con elegancia marcando los pasos, un contoneo estudiado e insinuante.

En ese momento mientras la miraba, una bendita racha de viento levanto de sopetón su falta totalmente, dejando ver sus contoneadas y apetitosas piernas, y su culote blanco de fino encaje que abrigaba unas nalgas perfectas, altas, redondeo de cine.

Ella se dio la vuelta mientras se bajaba la falda mirándome fijamente, guiñado un ojo y con una sonrisa cómplice.

– Lo que he visto, con ayuda de algún ángel, es lo mejor del día. Estás mejor que el bacalao ese que hemos comido.

En aquella estrecha calle vino hacia mí agarrándome del brazo con fuerza, dándome un sutil beso húmedo en los labios.

– ¿Te ha gustado- preguntó- quieres más? Me estás tentando con tu forma de ser, y tu carácter.

Tiró de mi hacía un estrecho callejón donde me beso con fuerza, y ganas a la vez que emitiendo un sonido de satisfacción y ganas. Empujando con su lengua dentro de mi boca y su mano izquierda se situó en la nuca, como evitando que me apartara.

Estaba un poco confundido, mi imaginación no contemplaba esa acción, apenas balbucee algo parecido a qué rico, o un insípido me gustas, mientras mis manos rodeaban su espalda.

En ese momento de calentamiento y chispazo, su mano se deslizó a mi entrepierna, empezando un movimiento de masaje sobre mi despistado miembro, ni por asomo el amigo pequeño tuvo presente.

Mi cerebro se hacía mil preguntas, estábamos él y yo perplejos. Con una mano acaricie sus tetas por encima de su chaqueta, mientras mi lengua se abrió paso hasta la suya. Con dificultad y por el pico de jersey de cachemira negro, introduje mi mano, ella me ayudo sacándose las tetas del sujetador. Por la oscuridad no pude apreciar la forma de su pezón, al cual besé, y tampoco tamaño y menos color.

Trasteando ella con habilidad y delicadeza, bajo la cremallera de mi bragueta, soltó el botón de pantalón que se sujetaba por el cinto. Bajando el bóxer sacándome al exterior, lo que viene siendo la picha, al aire que en ese momento empezaba a ponerse contenta y ufana. Fue paulatinamente agachándose mientras sus manos recorrían mi cuerpo. A la vez que con destreza apartando para atrás mi prepucio besándole con cariño la cabeza del pene. Empezó con mi cacharro un movimiento de vaivén con diferentes ritmos, pausas y sus gemidos sensuales que eran dignos de una grabación

En un momento la incorporé, y levantando su falda, y magreando sus nalgas, y bajando su ropa interior que era de un tacto agradable, como una segunda piel. Con la otra termine de bajarle el culote acariciando con mimo su Monte de Venus, que estaba algo hinchado por la excitación. Era molludo, muy poblado, adivinando que estaba bien cuidado y recortado. Con el índice viole su hendidura, que estaba glotona y mojada, empezando una gimnasia rítmica con mi dedo por el capuchón del clítoris, era de tamaño normal pero muy receptivo a los estímulos.

Ella puso mi virilidad entre su ropa interior y su vulva, apretando con sus piernas de una manera magistral. Agarrando mi nuca puso sus labios en los míos, mientras seguía con su movimiento entrenado y sorprendente. Note como se corrió por el bramido gutural, que obligó a mirar a algunos viandantes que pasaban por la calle al fondo de nuestro escenario.

Note como la presión de sus muslos aflojaba, como sus fluidos empapaban su blanco inmaculado de la ropa interior. Apreté fuertemente sus nalgas, lo justo para poder dar unos vaivenes decididos para correrme. Así fue. El sudor de mi frente, notaba como caía por el rostro. Ella abrió su bolso, sacando un pañuelo estiloso que recorrió mi cara y frente, a continuación, bajo a su entrepierna y limpio aquel bienaventurado mejunje. En un gesto decidido arrojo el pañuelo al suelo.

– El pobre ha quedado inservible ha muerto de una manera épica- otra vez sonó esa risa cautivadora.

Subió su ropa, ordenándose con rapidez y decisión, lo mismo hacia yo con el pantalón y la bragueta. Al tiempo avanzó dos pasos al frente, volvió la vista.

– ¿Estoy por atrás ordenada y la falda en su sitio y las medias sin arrugas? – Mientras se atusaba la melena.

Al llegar a la plaza me detuvo en seco. Esgrimió la mejor de las sonrisas acariciándome la cara con el dorso de su mano anunciándome.

– Es la hora que las chicas buenas vayan a la cama.

– ¿Te acompaño?, pregunte con una adormecida y tenue voz después del esfuerzo.

– ¡No! Me apetece estar sola, ir pensando hasta el hotel.

-¿Desayunamos mañana? – interrogue

– Perfecto- fue su rápida respuesta- a las diez en la plaza de la catedral.

Me levanté, era un domingo agradable para principios de otoño. Me perfumé al salir de la habitación con Thierry Mugler mi habitual perfume, cerré la maleta dejándola en el coche, encaminando mis pasos hacia la plaza. En una mesa apartada, en la mesa más extrema de las terrazas, que no tenían muchas mesas, otoño y León es lo que tiene, atisbando bien el escenario.

Tome tres cafés y mas de un cruasán, no aparecía nadie. De ella me quedó su nombre sin apellidos, una sonrisa inolvidable, unas nalgas de infarto y un olor único. No tenía ni su nombre, ni apellido y apenas que estaba en un pueblo al lado de Valladolid. Bien poco para intentar su búsqueda, que por otro lado ella no deseaba.

Sólo el polvazo fugaz en un callejón en penumbra, incómodamente de pie, un orgasmo más pero sin disfrutarlo con calma y relax. Querida Mónica quedas en mi recuerdo. Levantándome me fui despacito, con pena, hacia el vehículo, en el camino, sin proponerlo me di cuenta del callejón, ahora luminoso. Crucé de acera hasta el mismo, allí seguía en el suelo. Recogiéndolo me lo llevé a las narices oliéndolo fuertemente. Estaba su olor. Me parecía poco higiénico metérmelo en el bolso semejante recuerdo, siguió apretado por mi mano hasta la papelera más cercana.

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