Cuando llegaste a la ciudad yo estaba esperándote como te había dicho. El viaje había sido largo y tu cansancio se notaba en tu rostro, era una lástima, pues durante la siguiente semana no tendrías mucho tiempo para descansar.
Te sujeté del cuello y te besé apasionadamente, penetrando con mi lengua tus labios y tomando posesión de tu boca. Correspondiste suavemente aceptando la repentina invasión.
Tomé tu mano y deposité en ella una bala vibradora mientras te indicaba donde estaba el baño más cercano y tu asumías la orden tácita que acompañaba el gesto. Cuando saliste y desde el interior del bolsillo activé el mando a distancia, el pequeño sobresalto y tu grito ahogado me confirmaron que el aparato cumplía su función perfectamente.
Subimos al primer taxi libre de camino a casa y yo seguí jugando con el mando, alternando entre las diferentes funciones. El chofer por el retrovisor veía cómo te sonrojabas mientras tus pezones se erguían y tu pantalón empezaba a marcarse por tu flujo. Intentaste cerrar las piernas, pero un gesto mío te lo impidió y te dio a entender que serías exhibida a placer.
Al llegar a casa te ordené guardar tu equipaje y quedarte en ropa interior, mientras estemos solos ese o la total desnudez será tu estado natural. Uniendo las manos detrás de la cabeza y separando levemente las piernas estabas lista para la inspección, en la cual me entretuve comprobando tu sensibilidad ante mi tacto y la humedad natural de cada uno de tus orificios.
Satisfecho con mi inspección hice que te arrodillaras con un gesto, y sin decirte nada te di una bofetada que hizo girar tu cabeza. Me miraste con sorpresa y dolor, no entendías tu error. Lo cierto es que no habías cometido ninguno, fue solo otra forma de remarcar mi total dominio sobre tu cuerpo.
Te ordené que dejaras libre mi pene y con el azoté tu cara de la forma más humillante posible mientras te repetía que eras una puta sumisa que solo servía para ser usada a placer.
Tirando de tu pelo y en cuatro patas te guie hasta mi cuarto, te sujeté a la cama con las cadenas que previamente había preparado, y metí en tu boca la ropa interior que hasta hace poco mojaban tus flujos. Luego sacándome el cinturón de cuero que me vestía azote tu cuerpo, haciendo especial énfasis en tu vagina, senos y nalgas.
Cuando consideré que había sido suficiente liberé tu boca solo para volver a ocuparla con mi miembro, penetrando una y otra vez hasta provocar arcadas, reflejo que debías corregir.
Con el pene estoico, lleno de saliva y ordenando que te pusieras en cuatro sujeté tus marcadas nalgas y te penetré hasta fondo de una estocada. Tu grito de satisfacción expresó cuanto habías deseado ese momento.
Una y otra vez te penetré sin prisas, pero sin pausa y siempre profundamente mientras vos aullabas como perra en celo.
Hacer que ensalivaras mis dedos fue lo previo a introducírtelos en el ano mientras seguía bombeando tu vagina. Cuando consideré que la dilatación era la suficiente para provocarte dolor sin lastimarte cambié repentinamente de orificio ante tu sorpresa. Naturalmente intentaste repelerme, una nalgada bastó para que relajaras el esfínter y mi aparato pudiera continuar su camino sin problemas.
Lo apretado de tu cavidad anal produjo que poco después sacara mi pene para volver a colocarlo en tu boca (a pesar de tu expresión de asco) y regara mi semilla directo a tu garganta, con el correr de los días te acostumbrarías al sabor.
Me levanté de la cama y te observé como un artista que contempla su obra de arte. Cansada, sudorosa, marcada, dolorida y con el rímel corrido por la saliva y las lágrimas lucias satisfecha y en paz.
Te habías ganado tu collar de perra, pero la semana recién había comenzado y esto había sido solo la introducción.