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Verónica, la enfermera enérgica y sumisa
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Verónica es enfermera y tiene cuarenta años. No es la típica uniformada de relato erótico sino, una profesional de carne y hueso que habita los hospitales en el conurbano bonaerense. No supera el metro sesenta, cuerpo triangular, tez trigueña y pelo negro lacio a los hombros y siempre recogido con coleta cuando cumple de guardia. Su rostro es ovalado, con pera casi en punta; las cejas denotan carácter fuerte que confirman ojos oscuros y grandes; la nariz aguileña y los labios delicadamente rellenos, siempre me recuerdan a Scully de “los expedientes X”. Precisamente, con unos pocos kilos más y cinco centímetros menos, mi amante es la versión “fotocopia no color” de Gillian Anderson.

La conocí en un gig en un bar en Banfield. Éramos unos cincuenta parroquianos, todos amigos y familiares del artista; ella me llamó la atención por el brillo de sus pantalones de cuero en la penumbra. Se le notaba enérgica pese a su altura y me propuse seguir con la mirada aquella figura bruñida; pronto concluí que no tenía pareja o al menos no la acompañaba aquella noche) y que paraba con otras dos mujeres, algo más grandes en edad y volumen.

De aquella tríada de enfermeras, Verónica destacaba en presencia; en un claro de luz verdosa pude ver sus pechos firme y en punta, la remera clara traslucía el sostén a tono. Me acerqué y charlamos, sus compañeras facilitaron el contacto entre risas cómplices: soltera, un hijo, vive con los padres en Lomas de Zamora. Su casa quedaba de paso y me ofrecí a alcanzarla hasta su hogar; en la salida del local nos zarandeamos para besarnos y acariciarnos contra un pilar de luz. Estuvimos quince minutos apretando, escurriendo manos y labios por toda superficie. Sus senos además de hermosos, eran firmes, jugando le desprendí el sostén y los pezones rebotaron como en una helada. Subimos al auto y nos dirigimos a un telo por la zona; ella durante el camino me acarició la entrepierna, lo cual casi nos cuesta un roce con otro automóvil.

Entramos entre carcajadas a la habitación y nos recostamos en la cama; sus tetas me pesaban, el roce de mi pecho con sus pezones enhiestos me excitaba al punto que terminé por lamerlos. Verónica se quitó el pantalón y fui arriba. Intenté penetrar pero faltaba lubricación – despacito, despacito -susurro Verónica apretando los labios hermosos en pucherito. Por fin, pude abrir paso dentro de la cavidad húmeda y tibia; quise quedarme a vivir pero el deber llamaba y comencé a mover la pelvis enérgicamente con golpes circulares, directos y expansivos a cada milímetro de la vulva. Sentí el clítoris duro y me concentré en aquella zona, mi compañera me apretó los brazos exclamando -¡¡que rico!!, ¡ahí, así!. Luego de unos minutos, ella estiro las piernas contraídas. Terminamos y como premio recibí un beso húmedo.

Mientras descansamos extendidos en la cama y viendo nuestro reflejo en el techo a sonrisa descolgada, tome nota de la fuerza de aquel diminuto cuerpo acostumbrado a levantar y mover personas mucho más pesadas y grandes en el hospicio: Verónica era, fundamentalmente, un derroche de energía. Nos pusimos de costado, frente a frente y ella sonrió picara, apretando los labios. carnosos. Sus patas de gallo y pequeños surcos en la frente, visibles por los foquitos led en el respaldo, desmintieron el ímpetu juvenil de mi compañera.

En circunstancias comunes, Verónica me hubiera pasado desapercibida y claramente, ella se encontraba de alguna manera obnubilada por su conquista. Yo era un gringo alto y con modos de clase acomodada, lo cual me resultaba culposamente patético pero imposible de ocultar. Verónica susurro algo e instintivamente puse mi mano sobre su boca, apagando el habla. Ella no se amilanó e insistió, a lo cual respondí incrementando la presión. La enfermera miró abajo y comenzó a masajear el pene visiblemente erecto.

Intento de nuevo emitir palabra y no pudo; sonrió nuevamente picara y continuó con la maniobra hasta que por fin, contrariada, corrió la cara y preguntó -¿queres taparme la boca? Asentí, incómodo en la intemperie . Verónica se estiró hasta su cartera y tomó una pañoleta brillosa con la cual cubrió su boca y luego anudó al cuello. Ella me ofreció la espalda y entonces, la penetré por detrás. La enfermera acomodo mi pene en su vagina y arremetí con el mayor esfuerzo.

Su reflejo en la pared espejada me excitaba. Amordazada, sus expresiones de goce y dolor se extendían hasta las pupilas dilatadas; los gemidos y suspiros entrecortados volvían todo más placentero hasta desvincularme de aquel ensamble de cuerpos en un furioso apretón de manos. Nuevamente estábamos enfrentados, Verónica gimió brevemente, sugirió con los ojos negros que le retirara la mordaza, lo cual hice amablemente. En un movimiento ágil y rápido, la mujer se colocó delante mío en cucharita. Puse mi pene apagado entre sus nalgas; ella tomó mi mano y la posó sobre su boca y así dormimos hasta la mañana siguiente.

Nos mensajeamos durante la semana, ella derrochaba interés y yo apatía; cuando yo estaba a punto de liquidar la conversación, Verónica encendía el chat recordando la mordaza y las mil y una ideas que tenía para un próximo encuentro. Me comentó como una mujer tan enérgica y frontal encuentra placer en verse dominada.

Pase con el auto a buscarla al hospital y me costó reconocerla: con el cabello recogido y el ambo celeste cubierto por una campera de cuerina no había destellos de la persona de aquella noche en Banfield. En zapatillas era mucho más baja de lo que podía recordar. Mi amante subió al auto y nos besamos. ¿Qué contas gringo perverso?- susurro mirándome divertida; ¿como le va la enfermera juguetona? -conteste.

Verónica me ofreció muñecas y una pañoleta en mano. Ate fuerte el nudo simple y seguimos viaje entre miradas y chascarrillos. Detenidos frente al semáforo, en el torpedo vibraba un lápiz: cuando tomé el grafo, mi compañera adivinó mi intención y lo mordió delicadamente. Continuamos quince minutos entre gemidos y miradas cómplices.

Entramos al hotel y estacionamos en la cochera individual junto a la puerta de la habitación. Verónica se recostó sobre mi regazo y desprendió mis pantalones ofreciendo una felatio de las más dulces de mi vida. Esa mujer sabía mover la lengua y prensar los labios, cuando acabé, ella trago a conciencia los restos. Estaba tan satisfecho que podría haber puesto la reversa y volver a casa.

Mi compañera me miró midiendo mi semblante. Veni, mira, en mi cartera tengo algo para vos, yo no puedo abrirla porque estoy amarradita- dijo exhibiendo sus muñecas enlazadas. Encontré un esparadrapo blanco, corte un pedazo y lo aplique sobre los labios de mi amante. Di la vuelta, abrí la puerta del auto y tomé a mi compañera de los brazos; cargada sobre mis hombros, entramos a la habitación.

Arroje a Verónica sobre la cama, ella sonrió, quiso decir algo pero la mordaza se lo impedía. Los labios aprisionados en el rectángulo translúcido solo despedían gemidos secos. Levanté a mi compañera y ella se apoyó sobre la mesada; entonces, bajé su ambo. Verónica, bombacha entre los tobillos estaba totalmente húmeda. Costo nada penetrarla, a medida que aumentaba el vigor de mis intervenciones, la mirada desfigurada por placer de mi amante volvía sobre mi desde el reflejo de la pared espejada. Los gemidos y alaridos doblegados por la cinta poderosamente ceñida sobre la boca nos excitaba a ambos.

Cuando terminamos, ambos éramos un charco de sudor, pero la mordaza, firmemente adherida seguía allí.

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