– “José me invitó a cenar, simplemente para recordar viejos tiempos. Me dejás?
– “A mi lado nunca dejaste de ser libre. Yo no tengo que autorizar ninguna actividad que desees realizar. Ahora, si me pedís opinión sobre esa cita, creo que no conviene que vayas”.
– “Por qué, acaso no nos tenés confianza?”
– “A vos sí, a él no lo conozco. Te doy una solución, decile que sí, que podemos salir a cenar en familia, él con su esposa y vos conmigo. Si no tiene segundas intenciones seguramente va a aceptar”.
– “No tengas miedo, soy fuerte y si intenta algo lo sabré parar”.
– “Te garanto que no tengo miedo. Lo que no desearía es perderte. No dudo de tu fortaleza pero todos los humanos tenemos nuestro momento de debilidad. Muchas fortalezas hay caído en un abrir y cerrar de ojos”.
José y mi esposa, Ana, habían tenido un noviazgo de unos nueve meses, que finalizó cuando él fue sorprendido con otra. Tiempo después la conocí, congeniamos, no enamoramos y resolvimos casarnos. La nuestra fue una buena relación, con los altibajos naturales, cimentada en la mutua confianza, lo que permitió llegar sin problemas a estos ocho años de matrimonio.
Ella trabaja en una empresa de buen nivel, tiene un puesto de cierta jerarquía con muy buena remuneración. Yo, Alejandro, tengo un taller de electrodomésticos en sociedad con mi hermano y mis ingresos me permiten una vida holgada, con posibilidad de ahorrar algo, aunque gane un poco menos que mi esposa. Vivimos en una casa que heredé de mis padres antes de casarnos y no tenemos hijos, por ahora.
Hará unos cuatro meses reapareció José, justo en un cargo gerencial en la empresa de Ana, quien me lo contó apenas sucedido. No le di mayor importancia pues ella tiene una personalidad bien afirmada y es capaz de poner en vereda a cualquiera. De todos modos, sabiendo los antecedentes del sujeto, le advertí que no sería raro de parte de él algún avance, tratando de superar lo meramente laboral. En caso de darse esa posibilidad le aconsejé no permitir acercamiento alguno, porque cuando la pendiente es pequeña pero continuada, uno, de golpe, se da cuenta que está donde no quiere y de donde le resulta casi imposible regresar. Más aún, en caso de asedio persistente, le pedí avisarme sin demora y ahí me encargaría de hacerle saber, manera contundente, que no debía molestarla.
Cuando me hizo la consulta sobre salir a cenar, los dos solos, supe que mis sugerencias, consejos y advertencias habían caído en saco roto, y el fruto estaba maduro para que el paciente recolector se lo comiera de un bocado.
Eran las tres de la madrugada cuando llegó. Yo miraba televisión cambiando canales, pues en nada lograba concentrarme. Su cara denotaba cansancio y el saludo fue atípico, ya que no existió el beso acostumbrado.
– “Por fin estoy en casa”.
– “Cómo te fue en la reunión?”
– “Muy bien, nos demoramos porque fuimos a tomar una copa a otro lado”.
– “Me alegro por vos. Y cómo le fue a nuestro matrimonio en ese encuentro?”
A esa pregunta sorpresiva le correspondió una respuesta vacilante y dubitativa, que me cayó como un balde de agua helada, y mi estado de ánimo se reflejó en una sonrisa a todas luces forzada.
– “… Bien, por qué esa expresión?”
– “Porque siento que te perdí”.
– “Cómo me vas a decir eso justo que vengo con ganas de que hagamos el amor”.
– “Te agradezco la buena disposición pero tengo la sensación de que ya no somos matrimonio. Por supuesto, debo reconocer, que es sólo un sentir. De ninguna manera supone una certeza. Espero que esta angustia no tenga asidero real y que los días venideros confirmen mi error. Hasta más tarde”.
Me di vuelta como para dormir, sabiendo que difícilmente lo lograría.
Naturalmente, en los días siguientes, concentré mi atención buscando cualquier indicio que denotara infidelidad por su parte.
Si bien hubo un leve incremento de salidas con amigas y regresos más allá del horario habitual de trabajo, nada resultaba concluyente, hasta que un sábado, respondiendo el teléfono, la escuché decir:
– “No te basta lo que hacemos en el trabajo que necesitás llamarme durante el fin de semana?”
Esa tarde lo vi a mi hermano, le expuse la situación y mi necesidad de dilucidar cuanto antes esta cuestión tristísima. Hasta que terminara yo no asumiría ninguna responsabilidad en el negocio común.
Mi tarea de encontrar la manera que empleaban para mantener esos encuentros me llevó algo más de quince días. Uno de lugares de reunión era la casa de José, pues su esposa pasaba largos períodos cuidando a su madre enferma. Nunca llegaban juntos, generalmente era Ana quien aparecía antes y entraba por la puerta ubicada al lado del portón para vehículos. Al rato ingresaba él por la puerta principal. Alrededor de una hora después se retiraba ella, por donde había entrado, y esta rutina se repetía entre una y tres veces por semana.
Habiendo resuelto cómo llevar a cabo mi venganza, solo me quedaba conseguir la forma de saber, con algo de antelación, el momento elegido por ellos. Para eso recurrí a una señora, que trabajaba en la misma empresa que Ana, y con la que trabamos amistad a lo largo de estos años. Me animé por ser ella una persona íntegra, con la que me unía un respetuoso y sincero afecto. Cuando le expuse llanamente mi problema, ella me respondió que en el trabajo todos lo sabían y que lamentaba mi dolor, aceptando de inmediato ayudarme.
Su aviso me llegaba cada vez que Ana salía y yo, disfrazado de anciano indigente, me sentaba en la verja al lado del ingreso habitual. Tres veces esperé en vano, la cuarta hubo suerte.
Esperé a verla insertar la llave para, de dos zancadas, ubicarme a su espalda y, apenas abrió la puerta, la empujé hacia adentro, cerrando a mis espaldas.
– “¡Sorpresa!”
La palidez de su cara era evidencia suficiente de estar sorprendida y no gratamente. Obviamente las palabras estaban de sobra, así que la tomé del pelo arriba de la nuca para hacerla caer de espaldas.
– “Esto sí que no lo esperabas querida”.
– “Dejame, que enseguida viene José y ahí vas a tener problemas”.
Ya en el suelo, la inmovilicé con mis rodillas sobre el pecho y el puse cinta ancha en los labios.
– “Ahora vamos a caminar hacia el lugar que usan habitualmente para retozar. Mientras andamos vas a ir sacándote la vestimenta y sembrando el recorrido. La última a dejar será la bombacha”.
Así llegamos a un dormitorio con cama enorme. Totalmente desnuda la acosté sobre el lecho, uniendo brazos y piernas con cinta a la altura de las muñecas y de los tobillos. Tomé su cartera y revisándola en detalle saqué el dinero y dejé el celular a mano. Estimé que hasta la llegada del dueño de casa me quedaba poco tiempo así que me enfoqué en lo programado.
– “Qué lástima querida, si me hubieras dicho que ya no querías seguir conmigo, nadie hubiera salido lastimado. Ahora no tengo más remedio que sacarme la bronca que me consume”.
Tomé la fusta que había llevado a propósito y le asesté un golpe en la cara, luego dos cruzados en el pecho y otros dos cruzados en las piernas. Habiendo provocado cinco líneas de carne viva, me senté a un costado de la puerta a esperar el arribo del galán, teniendo como sonido de fondo el llanto y lamentos de mi esposa, un tanto apagados por la cinta que tenía en la boca. Obviamente me cubrí con capucha sin mostrar parte de mi cuerpo alguna.
Cuando un ruido de pasos me indicó la cercanía del amante empuñé la pistola aprontándome. Apenas cruzó la puerta vio a Ana.
– “¡Querida, qué pasó!
– “Nada que puedas remediar”.
Mi voz le causó tal sorpresa que, al mirar hacia donde yo estaba, mostraba sus facciones totalmente pálidas.
– “Tenés dos opciones, recibir un tiro o seguir mis indicaciones. Presumo que preferirás la segunda opción”.
Me respondió con un movimiento afirmativo de su cabeza
– “Da frente hacia la ventana, colocá billetera y celular sobre la cama y sacate zapatos y medias. Luego pantalón y calzoncillo”.
Cumplida esa parte le ordené acostarse boca abajo y cruzar las piernas a la altura de los tobillos, lugar elegido para inmovilizarlo con cinta resistente. Luego de hacer que quedara con torso denudo seguí el mismo procedimiento de maniatado, a la altura de las muñecas, con los brazos en la espalda. Al revisar la billetera saqué los pocos pesos que tenía y todas las tarjetas incluido el documento que metí en la cartera de Ana.
– “La teoría indica que un tipo de tu posición no anda con estos pocos pesos disponibles. Donde tenés el resto? Una sugerencia, no me mientas. Mirá lo que le pasó a tu mujer por no hablar. No te golpearé, pero tenés doce articulaciones donde iré disparando hasta que me indiques dónde buscar”.
– “En el fondo del primer cajón del placard. Además no es mi mujer”.
En el lugar señalado estaban dos fajos con el precinto del banco. Era una buena cantidad.
– “Encontrado lo que buscaba, hablemos. Cómo es eso de que no es tu mujer?”
– “No lo es. Depende de mí en el trabajo”.
– “Y por qué supuse eso? Ah, ya se. Es que la vi abrir la puerta como si fuera su casa y además la alianza en el dedo”.
– “Es casada pero no conmigo”.
– “Entonces estoy hablando con un conquistador nato. Si tiene marido te habrá costado un perseverante asedio seducirla”.
– “Solo me costó conseguir la primera cita, que fue salir a cenar solos. Después fue coser y cantar. Iba el mozo caminando, después de tomar el pedido, que por debajo del mantel ya le tenía metidos dos dedos en la concha empapada de flujo”.
– “Entonces es fácil”.
– “Más fácil que la tabla del uno. Con decirte que ni comimos postre. A pesar de haberle provocado un orgasmo antes del primer plato, estaba urgida de más placer”.
– “O sea que es una máquina de gozar”.
– “Ya lo creo, en el hotel, no terminé de cerrar la puerta que me había desprendido la bragueta y chupaba la pija como si en ello le fuera la vida. Cinco minutos después bebía su primera ración de esperma”.
– “Ahora, este bombón tiene un culito precioso, se lo pudiste probar?
– “Es lo que más le gusta. La primera vez lloró porque estaba sin usar y fui un poco bruto, sin querer la desgarré. Después le agarró el gusto. Con decirte que las mejores corridas le suceden cuando, teniéndola clavada sin que me quede nada por meter en el recto, le retuerzo las tetas”.
– “Y el marido ni figura?”
– “Pobre tipo, estúpido, impotente y cornudo. Parece que no puede, y esta yegua necesita pija todos los días.
Con decirte que por las mañanas va a mi despacho buscando su cuota de verga”.
– “Bueno, te felicito. Como me has caído simpático te sugiero mantenerte quieto diez minutos más. No quisiera tener que volarte la cabeza. Me voy porque tengo otra casa en vista y hay que seguir trabajando. Lamento preciosa no haberme dado cuenta antes de la clase de mujer que sos”.
En el lapso de la conversación con el seductor irresistible entraron al celular de Ana dos mensajes y dos llamadas, prevenientes de mi teléfono móvil operado por mi hermano, de manera que las antenas registraran la localización de cada aparato.
A ella le saqué la cinta de la boca y, dejando la puerta entornada, me quedé para controlar por el resquicio lo que ellos hacían.
– “José, gran conquistador, sabés quién nos robó”.
– “Ni idea”.
– “O sea que tampoco te imaginás a quién le contaste que soy más fácil que la tabla del uno, que todos los días mendigo mi ración de pija, que mi marido es un estúpido, impotente y cornudo. Pues bien, el que estuvo aquí hasta hace un momento es el esposo de esta puta. Si a mí me hizo esto, a vos te va a hacer algo igual o peor. No creo que se vaya contento y suelto de cuerpo. De todos modos, en cuanto pueda hablaré con tu mujer”
Habiendo escuchado lo suficiente tomé las tres botellas de alcohol que había llevado. Una la metí con tapa floja en la cartera de mi mujer con los dos celulares y tarjetas. Con las otras dos rocié los asientos de la camioneta del dueño de casa, dejando la cartera adentro y le prendí fuego. Sin capucha, pero con anteojos oscuros y boina, salí por donde había entrado, tomando el taxi de un amigo que esperaba en la cuadra siguiente. Mientras andábamos haciendo tiempo me cambié y paramos en la esquina de la casa en cuestión. El vehículo había explotado sacando de cuajo el portón de la cochera y en ese momento un bombero acompañaba a la pareja hasta una ambulancia, mientras un móvil de televisión registraba el evento. Ya en el taller, un café grande y un cigarrillo me acompañaron en la relajación antes de regresar a casa.
Sesenta minutos después del horario habitual en que Ana llegaba a casa le mandé mensaje.
– “Querida, necesito hacerte una consulta. Te vas a demorar mucho?”
Una hora más tarde hice otro envío de similar tenor y rogándole que contestara. Y unos pocos minutos después llamé por teléfono a la hermana. Julia estaba con Ana en una clínica donde iba a permanecer hasta el otro día en observación. Cuando le dije que iría a verla me contestó que había recibido instrucción expresa de no permitir mi entrada a la habitación donde se encontraba y que no volvería a casa. Las pertenencias de mi mujer serían retiradas por la propia Julia en un momento a convenir.
Esa tarde y noche los noticieros de televisión mostraron con frecuencia el incendio y la salida de la pareja escoltada por un bombero. Presumo que alguien de la gerencia general o del directorio de la empresa donde ambos trabajaban lo habrá visto y hecho las averiguaciones correspondientes, porque a los pocos días los dos fueron reemplazados.
Por mi parte, calculando que Ana ya habría sido dada de alta, hice la denuncia de abandono de hogar y solicité el divorcio.
Solucionado el problema y con la tristeza en franca disminución enfoqué la mirada hacia el futuro.