Bellísima y maltratada Venezuela.
Golpeada y escupida.
Insultada, pateada y despreciada Venezuela.
Nación malnutrida
por la ignorancia y el fanatismo ideológico,
y salvajemente torturada
por la avaricia de poder.
Las lágrimas que derramaron y derraman
tus actuales desterrados y exiliados
llegaron a superar
toda la superficie de cuenca del Río Orinoco.
Estoy perdidamente enamorado
de una de tus hijas Venezuela.
Tanto,
que quisiera besarla
hasta desgastarme los labios,
abrazarla
hasta que me duelan los brazos,
y sostener fuertemente su mano con las mías
como si mi existencia pendiera de ello.
Acostar mi cabeza en uno de sus hombros,
haciendo un gesto como intentando rogarle
que sea parte de mi vida.
Colocar uno de mis oídos
en su pecho,
escuchando cómo le retumba.
Poner mis labios en su frente,
o en su preciosa y alargada nariz,
o en una de sus mullidas mejillas,
o en su cálido cuello,
además de ponerlos en su boca,
mientras estoy haciendo el amor con ella
como un poseído,
no por una maldición o un hechizo,
sino por la gran ilusión que me hace sentir,
tenerla cerca mío.
La quiero tanto,
que he soñado y me he emocionado
con la sola idea
de convertirla en mi mujer,
deseando ayudarla, en consecuencia,
a cerrar todas sus heridas emocionales de la infancia
con mis mejores recursos.
Quiero cuidarla,
hacer aquello que por razones de causa mayor
tú no puedes hacer,
aunque te mueras de ganas
y estés sufriendo mucho
la distancia entre ella y tú,
querida Venezuela.
En estos momentos,
siento que lo peor que podría pasarme en la vida,
es que ella me tuviera a mí
dentro de sus peores deseos,
de sus disgustos
y de sus resentimientos,
por más que esa posibilidad
se vea más lejana que el suelo
y el punto más alto del pico Bolívar.