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Vecina con ganas de follar
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Vivo en soledad elegida libremente, en un apartamento céntrico, tercer piso. Salgo de casa bastante temprano, regresando muy tarde, por lo tanto el pisito está vacío alrededor de quince horas al día. No me conocen los vecinos, yo tampoco a ellos, ni suelo acudir a esas reuniones infumables, soy el vecino desconocido, el antisocial, apodo de las chismosas. El piso está cerrado a cal y canto incluidas las ventanas. Cuando el tiempo es bueno, suelo abrirlas un rato, las que dan a la calle, para la ventilación, por motivos de higiene y salud, o ese es el consejo de la gente que sabe, aireación.

Una de las habitaciones da a un patio interior de luces, las ventanas enfrente a la mía ya es otra propiedad. En esta habitación transcurre la mayor parte del tiempo que permanezco en la casa. En ella están los libros, papeles, ordenador, con una mesa amplia donde voy acumulando todas las láminas, documentos, o libros que estoy en su lectura.

Cierto día al regresar a casa, ya en la noche, entré en el piso, sin encender la luz, el cuarto que les hablé primero, está a la entrada del apartamento. Abriendo la puerta y cuando con las manos buscaba el interruptor vi la habitación del piso de enfrente a mi ventana, habrá tres o cuatro metros, puede que alguno más, en todo caso la distancia es mínima. En este momento mi espíritu de portera o voyerista, se despertó como el resorte automático de un mecanismo. Viendo a una chica con melena larga y mechas californianas enfrente de una pantalla de ordenador, mis urgencias en ese momento eran otras. Cerré la puerta del piso pausadamente, también la habitación, yendo al cuarto de baño para finalizar mi urgencia, total una cálida y larga meada.

A continuación en el microondas de la cocina puse dos filetes de lomo de cerdo adobados, con una loncha de queso Caserío y una cucharadita de mayonesa Musa, entre dos rebanadas de pan. Sentándome encendí la radio, como siempre a esas horas fútbol, y fútbol y más fútbol. De repente me acordé de la ventana. Apagué la radio y fui ligero y de manera decidida hasta mi estudio.

Ella, todavía no sabía su nombre, seguía frente a la pantalla. Vestía un cómodo vestido lencero, muy liviano, pudiera ser lino, de colores que compaginaban perfectamente los cálidos y fríos. Realmente llamativo y estiloso con glamour. Seguía concentrada en su pantalla, ni por un momento pudo imaginar que era observada desde la ventana enfrente a la suya, su despreocupación era total. No encendí la luz para no llamar su atención, tampoco el ordenador evitando los reflejos. Me movía con total sigilo hasta encontrar el taburete, situándolo en la oscuridad a una distancia prudencial de la ventana. Absorto estaba contemplando el panorama, me parecía escena de calentura brutal, miraba con atención absoluta sin parpadear para no perderme nada.

Ella seguía con los movimientos del ratón, la pantalla desde mi puesto no la veía, ella en actos reflejos, con la mano izquierda recolocaba su espectacular melena, o se acariciaba las tetas, por encima del liviano vestido. Tuve que levantarme para buscar la gamuza con que limpiar las gafas, al trasluz la porquería quitaba precisión del espectáculo, no quería perder ningún detalle.

A cuatro metros de mi ventana estaba sucediendo un espectáculo erótico de primera categoría. Permanecía totalmente estático, silencio absoluto, nada de movimientos que pudieran delatar mi presencia. No creía la situación, la visión de un espectáculo auténtico, real e íntimo. En un momento giró la cabeza hacia la ventana, viendo por primera vez su rostro. Era preciosa, guapísima a rabiar, recordaba la imaginería de las vírgenes sevillanas. Sinceramente muy guapa.

Con un gesto decidido se acomodó cambiando la postura, levantándose de la silla una miaja, justo para levantar su vestido hasta sus caderas, en ese gesto pude ver la braga de elegante encaje, su color verde botella. Comenzó acariciándose la cara interior de sus torteados muslos. Empleaba una técnica sosegada, apacible, alternando de una pierna a la otra. La lengua recorría el entorno de la boca, humedeciendo sus carnosos labios, sus ojos empezaban a dilatarse, otra luminosidad muy distinta. Desde la distancia no podía apreciar su color, pero eran negros ojos, firmes y verdaderos.

Con cierto gesto, intuyendo costumbre, los mojaba en la saliva y los llevaba al recóndito rincón, con el ánimo de lubricarlos. En gesto incontrolado cerraba los ojos, viendo como su nariz se hinchaba y la boca se entreabría, imaginaba sonidos guturales saliendo de manera incontrolada por la garganta.

Acelerando frenéticamente el ritmo de sus habilidosos y largos dedos, durante la particular coreografía de placer, alternaba los movimientos entre arriba, abajo y los circulares. Momentáneamente paró, su cuerpo convulsionaba descontroladamente, su cabeza se desplomó sobre la mesa de imitación a madera. Perezosamente sacó sus dedos de la ropa interior. Veía un hilito de sus fluidos que se distinguía a contraluz, desde la vulva a los dedos, jugando con la textura hasta su nariz, oliéndolos despacio, para seguir a su boca, con deleite los rechupeteo. En un momento levantándose de la silla, fue hacia la puerta. Abrió y a la vez apagando la luz de la estancia, una vez en el pequeño pasillo prendió una llamativa lampara de forja dorada. Desde el disimulado observatorio advertía una puerta al final del mismo.

Entendía que era su dormitorio, allí mismo se soltó el vestido, dejándolo caer a sus pies en forma displicente, para continuación bajarse la braga que dejo encima mismo del vestido colorista. Salió nuevamente al pasillo, esta vez con una camisa azul clarito con amplio pantalón corto del mismo color. Hizo recorrido visual para ver que todo estaba correcto.

Fin del espectáculo, me dieron ganas de gritar: ¡Todos queremos más! No me pareció adecuado en ese instante.

En la misma postura de sentado, incorporándome lo preciso, baje mis pantalones hasta los tobillos. Agarré de manera decidida la verga, estrujándola con fuerza y ganas, sometiéndola con precisión y energía a un vaivén rítmico acompasado. No llevaría diez sacudidas cuando brotó un chorro caliente de lefa, chocando con mi pierna. Respirando hondo, dije para mis adentros que era la hora de dormir. Mañana será otro día.

Llegué al día a casa a una hora inusual, al llegar al portal y después de palpar los diferentes bolsillos comprobé que no tenía las llevas. Vaya incordio pensé. Mientras estaba en mi devaneo, me di cuenta que al lado mío estaba una persona. Una sorpresa, era la vecina de la noche inolvidable, la protagonista de la gran película y de mi inspiración. Era ella.

– ¡Hola! Me llamo Mariola y vivo en este portal, ¿Podrías abrirme, no tengo la llave?, vivo en el tercero.

– Pues no -fue mi contestación a bote pronto.

– Desde luego no eres el rey de la simpatía y amabilidad.

En ese mismo momento me eché a reír con una gran y sonora carcajada y a la vez recomponiendo mis ropas, mis bolsos y la figura.

– Me llamó Arturo, vivo en el tercero también, y me has interpretado mal la contestación o me he explicado de puta pena, que es lo mas seguro. Es qué tampoco tengo llaves.

Ella también comenzó a reírse, una sonrisa cautivadora, fresca también. Es para mi concepto de guapeza, el rostro perfecto. La melena enmarcaba su rostro a la perfección, dientes blancos, ojos negros vivos, cejas pobladas y perfiladas, nariz respingona, largas pestañas sin exageración y labios bien marcados, pintados con un labial discreto, agradable a la vista, un rojo luminoso. Llevaba una camisa de color rojo cereza, con unos pantalones negros ceñidos de corte ejecutivo, conjuntada con un sujetador rojo, se adivinada al principio del escote en uve de la camisa. Su pecho estaba proporcionado, de cintura marcada, pierna larga con unos glúteos altos y tentadores. El conjunto lo completaba con unas sandalias de alto tacón, cartera de ejecutivo color cuero viejo. En su brazo y perfectamente doblado una gabardina ligera de doble botonadura. Todo esto era la foto sin flash, en diez segundos.

– Vamos hacer una cosa Mariola -intentando caer bien-, como soy fantástico y no antipático voy a ir al coche a por las llaves, que están en la guantera. Mientras espérame en esa cafetería de ahí, Venecia se llama. El garaje es el Moderno, que de aquella esquina hay cincuenta metros mal contados, ¿De acuerdo?

– El planazo me parece de rechupete – mientras una sonrisa iluminaba su cara – pues voy para Venecia y te espero.

Al regresar estaba en la barra acomodada, en un taburete sentada con las piernas cruzadas, en otro perfectamente colocada la gabardina con su maletín.

– Veo o intuyo que has madrugado hoy

– ¿Por qué lo dices?, majo.

– Por la gabardina –respondí- esta mañana aparte de rasca, el día amenazaba lluvia.

-Muy observador -respondió con una sonrisa muy agradable.

Tomamos algo manteniendo una conversación intrascendente por las llaves y el vivir solos, sin saber muy bien dónde dejar una copia para casos de urgencia y verdadera necesidad. Coincidimos los dos con tener una segunda copia en un cajón de nuestro despacho. Pagando la consumición, nos levantamos y a la vez que ella escribía en su Apple un mensaje.

-Te invitó a comer –dijo ella con decisión– en mi casa. Acabó de encargar una pizza margarita, y tendré en el frigorífico alguna pichorradica más, ¿Hace?

– Dos condiciones pongo. La primera si tienes Tabasco o alguna salsa picante y la otra un vino aceptable.

-A ninguna de las dos puedo contestarte afirmativamente –fue su contestación

– Perfecto, mientras preparas la mesa voy a mi piso, me quito el traje de currante, y recojo las condiciones impuestas, ¿Okey?

– Perfecto -contesto en plan resorte- también me pondré algo mas cómoda que la ropa de oficina.

Me vestí con una amplia camisa azul Bilbao, y un vaquero. Visité la cocina y puse en mi bolso una botellita de Tabasco, y una botella de un crianza riojano, concretamente un Muga. Con cierto nerviosismo, abandonando el apartamento me presente en la puerta del suyo.

Era evidente que se había peinado, había corregido el maquillaje, perfume agradable. Llevaba una camiseta con una estampación con la imagen de Santillana del Mar, totalmente pegada a su cuerpo, y una minifalda blanca, parecía una tenista de Roland Garros.

-Que sorpresa –dije animadamente cuando abrió su puerta, obsequiándola con un par un besos en cada mejilla.

Gesticuló cierto mohín agradable, un picaron abre y cierra de sus párpados. Inmediatamente sonó el timbre y por el interfono se oyó la voz firme del repartidor de las pizzas.

– Si molesto me voy -dije para intentar crear un ambiente distendido, soltando a la vez los dos una risotada.

En ese momento para recoger el dinero para pagar al repartidor, se agachó hasta un cajón, en el gesto observé con total detenimiento la redondez de sus nalgas, la marca de las diminutas bragas debajo de la faldita.

-¿Tendrás descorchador, servilletas, cubiertos y vasos, no?

– No me toques los cojones -fue se escueta contestación.

Tuvimos una comida asombrosa, muy alegre, con grandes risotadas, comentarios chistosos, en proporción directa al vaciado de la botella.

Con cierta candidez, con sonrisa insinuante, con su dedo índice entre los dientes abandonó la silla caminando con cierta provocación. Se acercó hasta la puerta de la cocina, puso una mano a cada lado del marco, con un brutal y sexy movimiento de cadera, su falda se deslizó por sus piernas hasta los tobillos.

Mis ojos hicieron chiribitas, tuve cómicamente que frotármelos. Ante mi estaba su trasero, adornado con una preciosa braga blanca con un encaje delicado y transparente. Era un culo voluptuoso, con ganas de morderlo o comértelo, o perder la cabeza. Dándose la vuelta se mostró con toda la rotundidad el resto de la anatomía. No era necesario imaginarse nada, movió las curvas en su escorzo incitador, mostrándome su concluyente hechizo. Tras su ropa íntima trasparente podía ver su pubis, arreglado, con un triángulo preciso de su matojo negro.

-¿Vas hacer algo muñeco, o lo hago yo todo?

A un servidor estos poderíos me desarman, me vuelvo indeciso, no sé muy bien, al casi no conocerla, si arrancar de largo como un santacoloma o volverme pastueño como un domecq entre manso y bravo.

Dando un brinco, como un resorte, me acerqué hasta su persona, puse la mano en su entrepierna, mientras la besaba apasionadamente. Aparte la braga, mis dedos se hundieron en ella. El surco estaba lubricado salvajemente, sus bragas estaban mojadas de manera perceptible. Di la vuelta empezando abrir cajones de la cocina, hasta encontrar un mantel que extendí como si dibujase una revolera en el suelo.

Allí mismo tumbándola, me puse encima de ella, desabrochando el cinturón y el pantalón.

-¿Te follo aquí mismo, o te llevo a la cama? -Pregunte.

Como contestación apagó sus ojos. Silencio total. Incorporándome lo necesario bajé mi ropa hasta las rodillas, sacando la chorra, mojando con mi saliva su coño, se la hinqué con ganas metiendo los riñones con ganas.

Mariola se corrió como una loca, sin gritar, sólo jadeos. Respiró lentamente, incorporándose marchó de la cocina hasta el cuarto de baño. Al regresar, yo estaba sentado, me besó con todas sus ganas

-¿No tienes casa?

Fueron las últimas palabras que la oí pronunciar. A la mañana siguiente encontré una nota, introducida por la puerta. Era escueta, caligrafiada con letra francesa refinada:

“Mañana vendrán a recoger mis cosas, ayer fue mi último día en este lugar. Voy a otra ciudad. Eres un encanto”

Al final de la misiva la firma era unos labios rojos que había estampado.

Nunca he vuelto a verla, tampoco sería muy difícil localizarla, pero ¿Para qué?

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