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Una relación laboral
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Tiempo de lectura: 11 minutos

Fui trasladado a la ciudad capital para ocupar un cargo administrativo en una oficina de ingenieros navales. Xiomara era una de las personas que laboraba allí junto con otros compañeros. El equipo de trabajo estaba conformado por diez miembros, ocho hombres y dos mujeres. Xiomara, ingeniera industrial, y, Nora, secretaria, eran personas muy colaboradoras y diligentes, y aportaban el toque femenino en un trabajo centrado en la dirección y control de actividades de mantenimiento a gran escala. La esencia del trabajo era el manejo de grandes volúmenes de información, reportes de todo tipo, orientados a la distribución equitativa de recursos para mantener en operación diferentes tipos de buques.

Desde el principio noté que el ambiente de oficina era algo tenso y las relaciones interpersonales no eran las mejores que digamos, así que me propuse integrar a todo el equipo y tratar de hacer de aquella oficina un lugar agradable para trabajar. Poco a poco me fui relacionando con cada uno de los compañeros y, pasados unos pocos días, al parecer, ya me aceptaban como si hubiese estado con ellos de tiempo atrás.

Parte de las tensiones surgían porque los hombres de aquel grupo delegaban su trabajo en aquellas dos mujeres, principalmente en Xiomara, de manera que al cumplirse los límites para la rendición de informes y resultados, era común que algo no estuviese a tiempo y se generaran enfrentamientos. Parte del problema es que Xiomara, con la idea de ser productiva y profesionalmente reconocida, no sabía decir no y establecer límites en su trabajo. Todos recurrían a ella para resolver sus propios proyectos, dejando su trabajo en último lugar, por lo cual se ganaba constantes reprimendas.

Claramente se veía que Xiomara no estaba a gusto en lo que hacía, pero no tenía el carácter suficiente para tomar el control de las situaciones y gestionar las cosas de otra manera. Y, en esas circunstancias, me relacioné con ella. Traté de empoderarla para que cumpliera prioritariamente con su trabajo y que, si quedaba tiempo y estaba dentro de sus capacidades apoyar a otros, pero sin ningún tipo de compromiso más allá que servir de complemento al trabajo de los demás. ¡Claro!, estas intervenciones fueron vistas por los demás como un tipo de preferencia e interés por ella, generándose comentarios que nos vinculaban sentimentalmente.

En el comienzo no había nada de eso sino el interés de colocar las cosas en orden y darle a cada quien el lugar que correspondía para el cumplimiento de sus funciones. Parte del problema era que Xiomara era la única persona que dominaba los programas para manejo de bases de datos y elaboración de informes, razón por la cual los demás acudían a ella para dar resolver situaciones propias, así que se organizó un tiempo para que ella, diligentemente, instruyera a cada cual sobre lo que tenía que hacer, pero ahora cada quien respondía por lo suyo.

No de muy buen agrado se empezó a recurrir a ese tipo de estrategia para mejorar los resultados, que no eran otros que eliminar los enfrentamientos y reclamos que a diario se presentaban, porque los hombres delegaban todo su trabajo en ella y se desentendían por completo de sus responsabilidades. Eso, por una parte, le resultaba benéfico a Xiomara y elevaba su imagen como funcionaria ejemplar, pues estaba al tanto de casi todo lo que ocurría en aquella oficina, pero, por otra parte, le generaba mucha tensión, ansiedad y malestares que ya evidenciaban síntomas en su cuerpo.

Cuando estaba muy estresada, ella se rasguñaba la quijada y el pecho a tal punto que lograba abrir su piel en aquellos lugares donde lo hacía con mucha intensidad. Para camuflar los efectos de este comportamiento, utilizaba base de maquillaje y cubría las pequeñas heridas que ella misma se auto infligía, producto, en muchos casos, de la preocupación por cumplir y no quedar mal ante los jefes, uno de los cuales era yo, quien coordinaba el aporte de todos los miembros para elaborar los informes finales y las recomendaciones para la selección de alternativas.

En un principio, haciéndole consciente de lo que yo observaba, me ofrecí para apoyarle y resolver aquellas situaciones conflictivas que estuviera experimentando en su vida, empezando por gestionar todas las situaciones relacionadas con su trabajo, de otra manera, buscando eliminar, poco a poco, aquellos aspectos que le generaban tensión. No fue bien recibida mi oferta de apoyo al comienzo y sentí cierto recelo y desconfianza en sus respuestas, así que me limité a decirle que, independientemente de lo que ella estuviese pensando, estaba totalmente dispuesto a propiciar cambios que le ayudaran a mejorar en su desempeño personal y profesional o, al menos, tratar de intentarlo y buscar, si ella lo prefería, alguien que la apoyara en ese proceso.

La señora, pues era una joven casada, era un tanto testaruda y me indicó que ella sola podía resolver su vida y que, por lo general, ella hacía lo que le parecía. Yo, tratando de ser conciliador, le decía que aquello estaba bien, pero que el hecho de que se preocupara, al extremo de causarse daño, era un síntoma que indicaba que algo no era coherente entre su discurso, lo que me decía, y lo que realmente hacía, su comportamiento. Y para nada le caí simpático conversando sobre estos temas, pero tomé la decisión de hacer algo para que aquella situación mejorara.

Me dediqué a estar pendiente de ella, a reconocer sus logros, a valorar su trabajo, a ser objetivo en las observaciones sobre aquellas cosas a mejorar y apoyarle para que los resultados fueran mejores. Me propuse invitarla a almorzar casi que diariamente, espacio durante el cual conversábamos sobre ella, su familia, su pareja, sus aspiraciones, sus proyectos, su vida. Era común que ella aprovechara ese espacio para preguntar sobre cosas personales, en un principio muy superficiales, pero, con el paso de tiempo, de mayor profundidad y alcance, como qué hacer para logar que su pareja fuera más especial con ella, porque en muchos momentos se sentía ignorada por él, y cosas de ese tipo. Y, tal vez, acerté en muchas de mis apreciaciones y me gané su confianza porque, pasado un año, su comportamiento con respecto a mí empezó a cambiar.

Un buen día llegó a uno de esos almuerzos bastante vulnerable. Su pareja había sido despedida del trabajo y ella tenía que asumir toda la carga de gastos del hogar, lo cual le parecía bastante injusto. Y lo que más la afectaba era que él le hacía ver que era su responsabilidad aguantar la situación, pues para eso eran pareja y estaban casados. Y ella no encontraba justo que tuviera que someterse ante él en todo sentido. Yo traté de ser discreto para darle a entender que, si no era de su gusto, tenía toda la libertad de reclamar su independencia y gestionar las situaciones de manera diferente. Y, bueno, al final, resultamos hablando de relaciones sexuales.

Era claro que ella se sentía sometida y, literalmente, como un objeto, a disposición de su pareja, tanto afectiva como sexualmente, y no sabía cómo rebelarse, entre otras cosas porque entendía que ella, como esposa, se debía a su marido y que, si había aceptado ser su pareja, debía procurar complacerle en todo. Pero ciertamente había en aquello algo que le generaba malestar e incomodidad. Y alrededor de eso, tratando de buscar el para qué y por qué de lo que estaba experimentando, tuvimos largas conversaciones, donde yo, generalmente, me dedicaba a escucharla para saber qué estaba pensando.

Un buen día, en horas de la tarde, aprovechando que estaba solo, llegó a mi oficina y, sin decir palabra, se acercó para besarme. Cerró sus ojos y se aproximó a mí. Yo no me opuse y le permití hacerlo. Fue un beso tímido, delicado, suave y duradero. Su lengua exploró mis labios y jugueteó con mi lengua por largo rato, indiferente a lo que pasara a nuestro alrededor. Mientras lo hacía su respiración se fue agitando, poco a poco, pero no pasó nada distinto a prolongar aquel beso que, quizá, tanto ella como yo, habíamos estado esperando por mucho tiempo. Tal vez, y sin ambos saberlo, desde el mismo instante en que nos conocimos. Y así como llegó, de un momento a otro, interrumpió aquello y salió sin decir nada.

Aquello me tomó por sorpresa y, claro, me excitó, pero no pasó por mi cabeza aprovecharme de la situación, acariciar su cuerpo o algo así, quizá un tanto prevenido porque no era el lugar ni el momento más oportuno. ¡No sé! Simplemente pasó y yo permití que pasara. Más tarde, cuando las oficinas cerraban y todos salían, nos encontramos en el pasillo, y solo nos limitamos a despedirnos como siempre lo hacíamos. Hasta mañana, Xiomi. Hasta mañana, que estés bien, contestaba. Ya era costumbre hacerlo, casi un ritual. Yo, pasara lo que pasara, siempre iba hasta su oficina tan solo para despedirme con ese “hasta mañana, Xyomi”, recibiendo de ella siempre la misma respuesta. Pero aquella tarde algo pasó. La despedida fue la de siempre, pero yo la percibí diferente.

En los días siguientes aparentemente nada cambió en nuestra rutina. Íbamos a almorzar, conversábamos de todo y de nada, de esto y de aquello, olvidándonos totalmente del trabajo. Era un espacio para los dos, donde el interés estaba volcado en el uno y en el otro, pero nunca, por aquellos días, se tocó el tema de porqué ella había hecho lo que había hecho, de qué seguiría a continuación ni nada por el estilo. Simplemente las situaciones se daban y nosotros, ambos, nos dábamos la oportunidad para que pasara lo que tuviera que pasar. Tampoco nunca planteamos que estuviéramos involucrados en una relación sentimental, o un vínculo especial, sino que nos dábamos la libertad para vivir con entusiasmo aquellos momentos. Y, terminados aquellos espacios, cada uno volvía a la rutina del trabajo donde ciertamente volvíamos a compartir, pero de otra manera, en la rigurosidad del desempeño profesional, donde yo era un jefe y ella una subalterna.

Un viernes en la tarde, pasado casi un año y medio de conocernos y alternar entre lo personal y lo laboral, el jefe de aquella división propuso extender la estadía en las oficinas por un rato más y compartir con sus colaboradores, pues hacía bastante rato que no se propiciaba un espacio de este tipo. Su secretaria, Betty, con la excusa de que no nos durmiéramos, estuvo ofreciéndonos licor en los pocillos que normalmente se utilizan para el café, de modo que, al momento de iniciar el evento, ya todos estábamos bastante motivados, desinhibidos y entusiasmados.

Una vez instalados en la oficina principal, mucho más amplia que la de los demás, Xyomi se sentó al lado mío. Todas las conversaciones giraban en relación a asuntos del trabajo, pero caricaturizando el desempeño de cada cual y hablando de aciertos y desaciertos, pero en tono relajado. El gran jefe aprovechó la ocasión para exaltar el desempeño de algunos de sus colaboradores y fue para todos sorpresivo que dirigiera especiales palabras de agradecimiento a Xiomara por su voluntad de trabajo, profesionalismo y colaboración, reconociéndole que muchos de los buenos resultados obtenidos en aquel semestre se debían a la buena organización, orden, oportunidad y excelente presentación de los documentos que allí se generaban y que habías merecido el reconocimiento por parte de instancias superiores, al final de lo cual, pidió para ella un fuerte aplauso por parte de todos.

En año y medio la situación en aquella oficina había cambiado para bien y Xyomi estaba recogiendo los frutos de ese trabajo. Se la veía contenta, muy emocionada, y la ocasión también daba para que se permitiera estar, también, muy alicorada. La reunión se extendió por unas horas más y, entre charla y charla, bromas y bromas, se fue haciendo tarde. Algunas personas se empezaron a despedir, justificándose con obligaciones familiares principalmente, de manera que, poco a poco, el recinto que estaba concurrido horas atrás, empezaba a vaciarse. Ya, en muy poco tiempo, la reunión iba a acabar.

Y, en esas circunstancias, Xyomi me dice, ¡oye!, antes de que te vayas a tu casa, necesito hablar contigo. Dime, contesté. Me gustaría que estuviéramos a solas en tu oficina, ¿te parece? Así de grave es la cosa, comenté. No, no es nada grave, apuntó, solo que no quisiera que los demás estén pendientes de lo que hablamos. Eso es todo, dijo. Bueno, pues cuando tú quieras, señalé. Despídete, ve adelante y yo llego allá en un rato, Y ¿sabes qué?, no vayas a encender las luces. Me estás asustando, dije. No, para nada, ya tu sabes cómo son de chismosos aquí. Bueno, contesté, nos vemos allá.

Llegué a mi oficina y, tal como ella lo pidió, dejé las luces apagadas y me senté a esperar en mi despacho. Desde allí podía ver, a través de las ventanas, lo que pasaba en la oficina principal. Ella siguió conversando con los demás compañeros y llegué a pensar que se había olvidado de la propuesta, pero, pasados unos interminables minutos, finalmente pareció despedirse y salir de allí. Sin embargo, tardó un poco en llegar a donde yo estaba, lo cual era curioso porque las oficinas estaban ubicadas casi que una al lado de la otra.

Cuando finalmente llegó, simplemente abrió la puerta y entró, Hola, me dijo, casi que no me dejan salir. Es mejor que le pongas llave a la puerta; uno nunca sabe. Así que cerré y eché llave desde adentro. La puerta quedó totalmente asegurada. La invité a sentarse, frente a mí, en una silla, y así lo hizo. Y, sin pensar en otra cosa, empezamos a conversar como siempre. Me dijo que la habían conmovido mucho las palabras del jefe y que aquello era impensable tres años atrás, tiempo en el cual ella había empezado a trabajar allí, y que todo eso que estaba viviendo se debía a mi interés por mejorar las cosas y el apoyo que le había brindado para que la respetaran y que no abusaran de su buena voluntad y deseo de colaboración. Y, con mucho sentimiento, empezó a sollozar.

Yo, realmente, sin saber qué hacer, me limité a dejar que viviera ese momento, sin decir palabra alguna. Al final, se puso de pie y aproximándose hasta quedar frente a mí, me dijo, quiero hacer mi voluntad, agradecerte por lo que has hecho por mí y espero que no me rechaces. Pueda que te parezca extraño, pero es algo que quiero hacer y espero que me entiendas, como siempre lo has hecho. Y, sin decir más, de pie, frente a mí, se despojó de su chaqueta azul turquí. Yo no dejaba de mirarle y ella, sonriendo, hacía lo mismo. Luego fue desabotonando su blusa blanca y, con delicadeza, se la fue quitando, quedando cubiertos sus pequeños pechos con un diminuto y blanco brasier, elaborado en encaje y bordado. Muy bonito.

Luego, de manera muy coqueta y provocadora, se retiró el brasier y, por fin, después de mucho tiempo juntos, pude ver sus pechos desnudo, el color blanco de su piel, la aureola rosada de sus pezones, totalmente paraditos, apuntando hacia arriba. Si yo estaba excitado ante la vista, ella también lo debiera estar por lo que estuviera pensando. Tomó mi rostro entre sus manos y allí, de pie como estaba, se aproximó a mí para besarme, diciéndome, Fernando, acaríciame. Y lo hice. Realmente lo quería hacer. Así que puse mis manos en sus caderas y empecé a acariciar la silueta de su cuerpo, de abajo arriba, hasta llegar a sus pechos. Mientras tanto, ella no dejaba de besarme, como aquella vez, delicadamente, con una respiración entrecortada y jadeante. Yo quise prolongar ese momento y seguí acariciando su torso, sus brazos, su cuello y su espalda.

Ella, a continuación, se retiró dos pasos atrás y, simulando bailar, moviendo sus caderas, fue soltando la cremallera de su falda color blanco, dejándola caer a sus pies. Tenía unas botas negras puestas, pero no tenía medias, así que solo quedaba vestida con sus blancas y diminutas bragas. Ver aquella mujer menuda, de pie ante mí, semidesnuda, era todo un espectáculo. Ella cerró sus ojos y permaneció allí, de pie, de modo que seguí acariciándole, ahora desde sus muslos hacia arriba, tardándome un poquito al palpar sus nalgas, tonificadas, abultadas y duras. La atraje hacia mí, pero ella siguió de pie, por lo cual me dediqué a besar sus caderas, su ombligo, su abdomen y sus pechos, e ir subiendo poco a poco, haciéndole inclinarse para acceder a su boca.

Yo no me atrevía a ir más allá y no quería, respetando su pedido, hacer algo que dañara su ideal de aquel momento. Seguí allí mismo, vestido, contemplando lo que ella, según sus palabras, llevaba a cabo por su propia voluntad. Y también, la verdad, no sentía que aquel fuera ni el lugar ni las circunstancias más propicias para seguir el juego de otra manera, así que me limité a ver que más se le ocurría esta sensible mujer.

Ella, todavía frente a mí, empezó a despojarse de sus bragas. No sé qué gesto habré hecho al verla haciendo esto, que ella, llevándose los dedos a su boca, me hizo la seña de que no dijera nada. Entonces, sin entender, aquello, simplemente observé lo que hacía. Dejó caer sus bragas al piso y se acercó a mí, colocando su sexo frente a mi cara. Ella olía muy bien, olía a sexo, pero era un aroma agradable, así que la agarré por sus nalgas y la atraje hacia mí. Quise besar su sexo, pero ella, con delicadeza, se desplazó un paso atrás, así que me entretuve acariciando sus entrepiernas y frotando con una de mis manos su sexo.

Ella permitió que lo hiciera por unos instantes, pero, a continuación, se arrodilló frente a mí, en medio de mis piernas, y, con diligencia, se dispuso a soltar el cinturón de mi pantalón. Pretendí acelerar la maniobra, despojándome yo mismo de mis prendas, pero ella, moviendo su cabeza, me hizo saber que no lo hiciera y la dejara. De modo que me quedé expectante. Ella soltó mi pantalón, bajo la cremallera, metió sus manos en mis pantalones, llegó hasta mi pene y poco a poco lo expuso, frotándolo suavemente, arriba y abajo. Mi miembro estaba duro y con cada caricia de sus manos parecía explotar. Sin dejar de mirarme, muy coqueta, introdujo mi miembro en su boca y empezó a lamerlo lentamente, por todas partes. Tanta espontaneidad me causaba una emoción inmensa, porque veía en ella tanta devoción en lo que hacía que no le hallaba morbo al momento.

Después de un rato de largo de chupar y chupar mi miembro, se levantó, y sin dar espacio alguno, se acomodó sobre mí e insertó mi pene en su vagina. El contacto de mi miembro con su sexo se sintió húmedo y cálido. Ella, ahora sí, moviendo sus caderas de un lado a otro, permitió que me recreara con su cuerpo, porque yo, presa de la excitación, pasaba mis manos por todo su cuerpo y deseaba sentir el contacto de su piel con todo mi cuerpo, y me sentía incluso un poco inadecuado ya que ella estaba desnuda y yo no.

Se movía juguetonamente sobre mi pene, cada vez con mayor intensidad y, con respiración jadeante me decía, al final, yo siempre consigo lo que quiero. Hace tiempo deseaba hacer esto y hoy lo logré. Te agradezco todo lo que has hecho por mí y el atreverme a esto, en parte, también te lo debo a ti. Soy yo quien decido, me has enseñado. Tú no me has pedido nada, pero yo te he querido dar este regalo. Perdóname si te incomodo con esto. Y cuando trataba de articular palabra para responder algo, volvía a hacerme la seña de que guardara silencio, mientras ella seguía moviéndose sobre mí, sonriente y plena como se le veía.

Poco a poco, el ritmo de sus movimientos empezó a acelerarse y yo, trataba de aguantar lo máximo, hasta que, ya casi a las puertas de darme por vencido, ella me abrazó fuertemente y, besándome, presionó su cuerpo contra el mío por un buen rato. Supuse que su orgasmo por fin había llegado y yo, un tanto tenso, estaba preocupado por no eyacular dentro de ella, ya que no tenía condón y tenía miedo de que aquello resultara en una penosa contrariedad.

Aquello terminó con la misma naturalidad con la que había empezado. Ella simplemente se levantó. Yo no dejaba de acariciarla y contemplarla, pero, con espontaneidad pasmosa dijo, bueno, hora de irse, me esperan en casa. Yo no atinaba a expresar nada, porque aquello me parecía un tanto irreal. ¿Quieres que te lleve a tu casa? Y, mirando su reloj, me dijo, te lo agradecería. Ya es tarde.

Ella, al igual que se había desnudado, se vistió delante de mí, con la misma coquetería con la que se había desprendido de sus prendas minutos antes. Cuando salimos, ya no había nadie en las instalaciones. Fuimos hasta mi vehículo, abrí la puerta y la ayudé a entrar y acomodarse. Y, ya instalado en el puesto del conductor, encendí el motor y conduje hasta su casa. No hablamos durante el trayecto. ¿Qué podía yo decir? Estaba encantado con lo sucedido y a la vez sorprendido porque jamás había pensado que aquello hubiese llegado a pasar.

Al llegar frente a su casa, me dispuse a despedirme, como lo determinaba la situación, pero ella, tan desparpajada como había estado toda la noche, dijo, espera, aún queda algo pendiente. Y diciendo esto se inclinó sobre mis piernas, abrió la cremallera de mi pantalón, sacó mi pene y procedió a meterlo en su boca. Solo te pido un favor, no te contengas. Y empezó a mamar mi miembro con gran intensidad, concentrando sus chupadas en la cabeza de mi pene. La verdad, aquello me excitó tanto, que poco duró la espera y bien pronto eyaculé dentro de su boca que, aun sintiendo que estaba descargando semen, seguía chupando con pasión, terminando la faena poco después.

Bueno, dijo, espero que el Señor, refiriéndose a su esposo, no esté enojado conmigo por llegar tarde. La pasé muy rico. Nos vemos el lunes dijo. ¡Oye!, dije. Todavía hay algo pendiente que quiero hacer. ¿Qué?, contestó ella. Déjame besarte. Quiero agradecerte el regalo que me has dado. No lo voy a olvidar nunca. Y nos besamos, frente a su casa, por un largo rato, pero a ella no parecía importarle. Finalmente me dijo, bueno, ya es tarde, nos vemos el lunes. Se bajó del carro, me mandó un beso con su mano y se dirigió a la entrada de su casa. Esperé hasta que entró y así, dejándola en su casa, acabó aquella noche. Jamás llegué a pensar que aquella relación laboral tuviera los alcances de lo vivido en aquella velada y supuse, con una viva imaginación, que aquello era tan solo el principio. Así que tendría que esperar qué iba a suceder después.

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