Alfredo era un hombre de piel blanca, cejas pobladas, ojos verdes, ojeras marcadas, cabello azabache, corto y ondulado, barbilla prolija, patillas recortadas, orejas perforadas con aritos, nariz bulbosa, frente desprotegida, mejillas regordetas, labios finos, mentón redondeado, cuello corto, hombros anchos, pecho voluminoso, barriga un poco abultada, nalgas flácidas y piernas cortas. Tenía treinta años de edad y medía un metro sesenta y cinco. Tenía mucho vello en los antebrazos y en las piernas, pero poco en el resto del cuerpo. Tenía una voz medio chillona, casi como la de un enano.
La cuarta semana del último mes del año finalmente había llegado, los trabajadores estaban baldados luego de haber trabajo duramente los últimos once meses, querían tomarse un descanso e irse de vacaciones. Gente de diferentes sectores y diferente posición económica estaba harta de la misma rutina monótona y aburrida, era tiempo de disfrutar un poco la vida.
Fue durante una tarde del día veintidós que Alfredo decidió hacer un viaje relámpago antes del feriado del veinticinco. Su primo Máximo había ido a la casa de sus padres (los tíos de Alfredo), para pasar Nochebuena en familia. Él, en cambio, prefirió salir a divertirse un poco antes de la desdeñosa reunión de fin de año, en la que todos se trataban amablemente (nótese la ironía implícita) y hablaban entre sí como si conformasen una familia unida.
Los padres de Alfredo y su medio hermano Rogelio, eran personas pesimistas, retrógradas, displicentes y antipáticas. Lo único que sabían hacer era criticar, desplumar, decir tacos y resaltar defectos ajenos, algo que, por obvias razones, al hijo pródigo de la familia no le agradaba. La única razón por la que se reunía con sus padres todos los años era por respeto a su queridísima abuela que estaba pisando los noventa años, persona a la que le tenía un especial aprecio.
Alfredo, como todo hombre de su edad, tenía pocos amigos de confianza, la mayoría de ellos se había apartado por cuestiones personales. Casi todos sus amigos eran casados y tenían hijos, lo cual imposibilitaba que se juntaran como cuando eran adolescentes. La diversión entre amigos era cosa del pasado para ellos, no para él que todavía se mantenía soltero y con ganas de salir a divertirse al estilo juvenil.
Dentro de la reducida lista de amigos disponibles, estaban tres personas que quería mucho: Gonzalo, un fanático de la fórmula 1 y el motociclismo que vivía en el quinto pino; Román, un repositor que trabajaba de lunes a sábado en un mercado ubicado en el centro de la ciudad; Tomás, un peluquero y estilista con un gran futuro en la industria de la moda. Ellos tres eran un año menor que él y tenían vidas tranquilas, o al menos eso parecía.
Román era un hombre extrovertido, confiable y puntual. Su piel porosa tiraba a moreno, sus ojos eran color café, su extenso cabello rizado de color bruno parecía un conjunto de resortes, sus cejas gruesas le cubrían la parte alta del rostro, sus orejas grandes y su nariz ancha eran llamativas, no así su boca que no tenía nada de raro. Tenía extremidades gruesas y vientre medianamente inflado, con rollitos de grasa debajo del pecho. Los músculos de la espalda y los hombros los tenía bien desarrollados. Tenía un metro ochenta y uno y su voz era grave.
Tomás era un hombre atractivo, de buena fama y voz de seductor. Tenía piel blanca, ojos celestes, cabello rubio recortado en la parte de atrás y con flequillos caídos en la parte frontal, cejas finas, nariz pequeña, orejas diminutas, labios pálidos, una comisura bien marcada, mejillas rojizas, barbilla rectangular y sin vellos, una nuez de Adán apenas visible, cuello enjuto, pectorales firmes, abdomen definido, cintura angosta, brazos de tenista, glúteos carnosos, muslos rígidos, pantorrillas delgadas y manos huesudas con uñas limadas. Su cuerpo estilizado estaba depilado e impecable. Tenía un metro sesenta y siete.
Alfredo se había contactado con Román para pedirle que lo llevara hasta el casino de Concordia, que quedaba a nueve kilómetros del barrio en donde vivía. Román no tuvo ningún inconveniente en decirle que sí, aceptó la petición sin problema. A eso de las ocho menos cuarto, sacó el viejo carro de la cochera: un Peugeot 306 de color azul, de finales del siglo XX. A pesar de tener varios años de uso, el automóvil parecía nuevo por lo bien cuidado que estaba.
Alfredo se puso la mejor ropa para aparentar que tenía algo de dignidad. Un pantalón vaquero de color negro, una camisa gris a rayas, calcetines blancos y zapatillas de color azul marino fue lo que se puso, sin contar el perfume de mediana calidad que se echó en el cuello y en las axilas para disimular el olor a traspiración. Se miró en el espejo decenas de veces para cerciorarse de que lucía elegante, podía darse la oportunidad de toparse con una bella damisela que le invitase un trago.
La casa que compartía con Máximo era pequeña, con ventanas enrejadas de un metro por un metro, puertas metálicas, paredes manchadas, techo con goteras y pisos de cerámico rugoso. Había un baño, una cocina, un living, dos habitaciones, un lavadero y un sótano en el interior; había un patiecito con sendero asfaltado que iba desde la entrada hasta la maltratada vereda, que estaba pegada a una pedregosa calle en pésimo estado. Era la vigésima tercera casa dentro de un barrio residencial en el que todas las viviendas eran parecidas.
Salió a estirar las piernas cinco minutos antes, tomó el celular, ingresó a internet, chequeó la distancia a recorrer y los atajos en el mapa de Google. Se apercibió de que la mejor forma de llegar al casino era tomando la avenida Sorvieri, la más extensa y estropeada de la ciudad, y luego doblar por una calle en pendiente hasta meterse en el área baja del distrito comercial, atiborrado de lujosos locales que vendían productos de excelente calidad. Dado que no había dónde estacionar, tenía pensado bajarse a tres cuadras del casino.
Conocía la avenida Sorvieri, más que nada por lo inmunda que era y porque parecía una ruta. Ésta atravesaba algunos barrios poco habitados y zonas boscosas que parecían formar parte de un parque nacional. Sabiendo que no serviría de nada ponerse a buscar caminos alternativos, lo mejor era tomar esa avenida como fuese. De todas maneras, él sabía que el coche de Román aguantaba los caminos más duros, viajes anteriores lo habían demostrado.
Cuando el reloj marcó las ocho en punto, el vehículo apareció desde la izquierda, estacionó a pocos metros de la esquina y bajó las ventanillas. Alfredo se apresuró por subirse, tras hacerlo se llevó una gran sorpresa; un invitado extra se había sumado al viaje sin previo aviso. Cruzado de piernas y con el cinturón de seguridad puesto, Tomás se encontraba sentado al otro lado del asiento trasero. Fue extraño volver a verlo luego de tanto tiempo.
Román tenía una chomba azul, pantalón vaquero del mismo color y zapatillas deportivas. Tomás tenía una camisa amarilla ajustada al cuerpo, pantalón vaquero de color blanco y un par de mocasines marrones. Se notaba a la legua que el primero no tenía planes de salir mientras que el segundo sí. Ambos olían muy bien y se veían contentos.
Alfredo los saludó con cortesía como siempre, se acomodó en el asiento, cerró la puerta, se colocó el cinturón de seguridad y se puso a hablar con el pasajero que tenía al lado. Después de casi medio año de no ver a Tomás, se sentía muy feliz de tenerlo cerca de vuelta. Él le inspiraba confianza y siempre lo hacía reír. Pese a la clara diferencia de gustos que había entre los dos, el lazo de amistad se mantenía intacto.
Tomás había salido del clóset hacía varios años, fue durante su vigésimo primer cumpleaños que se llevó a cabo en el departamento de su expareja. Les confesó a todos sus amigos que le gustaban los hombres y que no tenía ningún deseo de ser menospreciado por ello. Para los demás la noticia había resultado inesperada, aunque no inquietó a nadie. Consideraban que siempre y cuando él fuese feliz, podía hacer lo que quisiera con su vida.
Alfredo aprovechó esa oportunidad para hacerle varias preguntas en privado, sin ánimos de ofenderlo. Tomás no tenía ningún problema en decirle lo que sentía por su mejor amigo (expareja) ni por lo que sentía por los demás hombres que formaba parte de su círculo de confianza. A sabiendas que de nada servía ocultar la verdad, le contó todos sus secretos esa misma noche. Él era pasivo, delicado y cariñoso. Le atraían los osos y los tipos fortachones. Su sueño era convertirse en un estilista de renombre.
Alfredo se lo tomó con calma, admiró la osadía de Tomás al decirle la verdad. No le importaba en lo más mínimo que él se excitase con otros hombres o que se calentase metiéndose objetos fálicos por el ano, eso era lo de menos, lo importante era que aquel hombre era un buen amigo y merecía todo el respeto del mundo.
La parte bochornosa fue cuando Alfredo le confesó sobre un extraño sueño húmedo que había tenido con él, días antes de la fecha del cumpleaños. Al enterarse de eso, Tomás se echó a reír y le dijo que no se preocupara, que eso era normal, que no pondría en peligro su frágil masculinidad ni que cambiaría su orientación sexual por una somera fantasía. A él le había pasado algo similar con el secretario (un hombre transgénero) de su primer jefe.
Alfredo se sintió más relajado luego de confesarle aquella fantasía abstrusa que había tenido durante una noche confusa, pero que por alguna razón no le pareció una escena desagradable. No era la primera vez que soñaba que tenía sexo con uno de sus conocidos más cercanos, ni tampoco sería la última. Lo distintivo de aquel sueño fue que se excitó con otro hombre, algo que no tenía sentido siendo que él era (supuestamente) heterosexual.
Durante el largo viaje, Tomás y Alfredo hablaron como si no se hubieran visto en un lustro, intercambiaron todo tipo de anécdotas y chascarrillos. Román no hablaba, sólo escuchaba lo que ellos decían. La enorme paciencia del conductor se mantuvo hasta que un problema en un neumático trasero hizo que el vehículo se bamboleara y casi se saliera del carril. Viró a la derecha y frenó como pudo. Estacionó el auto al costado del camino, en la interminable avenida llena de roturas y cráteres.
Al descender del auto, vio que se había pinchado la goma izquierda de atrás, la que había cambiado poco tiempo atrás. Se puso furioso por un momento y maldijo sin timidez. Se agarró la cabeza y suspiró enarbolado. Sacó del baúl una caja de herramientas para poder retirar el neumático de la llanta. No era la primera vez que le pasaba eso, ya sabía cómo arreglárselas.
—Era de esperar que esto sucediera —comentó Tomás con tono mordaz y echó un vistazo a su teléfono.
—No entiendo por qué nunca arreglan esta avenida. ¡Es un desastre! —se quejó Román y se acuclilló para meter mano en el neumático pinchado.
—¡Espera! —Alfredo bajó del auto y se dirigió a él—. No te apresures en arreglarlo. Mejor llamemos a Gonzalo para que nos dé una mano. Él está libre los sábados a la noche.
—Conozco un sujeto que tiene la gomería a dos kilómetros. Iré a pedirle que me cambie la goma.
—A esta hora no creo que trabaje —musitó con el ceño fruncido, mostrando incredulidad.
—Es que el tipo me debe un favor. No será problema para mí.
—¿En serio no quieres que llame a alguien?
—Prometí que te llevaría y eso haré. —Le dirigió una mirada seria e intimidante, como queriendo decirle que no lo fastidiara con más estulticias. Se negaba a romper sus promesas, y con más razón tratándose de amigos de confianza.
Román estuvo unos cuantos minutos para sacar el neumático de la llanta, lo acomodó sobre su hombro derecho y les avisó que volvería por ellos cuan pronto pudiese. Les pidió que no se desesperaran y que lo esperasen dentro del auto. Alfredo y Tomás confiaban en que volvería en algún momento, no les molestaba esperarlo un rato. Al fin y al cabo, eso era lo único que podían hacer.
Alfredo se sentía culpable por haber escogido el peor camino, Tomás le convenció de que no servía de nada echarse la culpa por esa tontería. Tarde o temprano, alguno de los neumáticos se pincharía. Y aunque fuese el vehículo de otra persona, la posibilidad de que ocurriera eso era grande.
—Nos quedamos varados en medio de la nada —mencionó Alfredo, tratando de ver entre tanta frondosidad—. Ni un poste de luz hay aquí.
—En esta región no vive nadie y ya veo por qué —habló Tomás y bebió un poco de agua de su botella transparente de medio litro.
—Hay una luz en la parte del fondo —dijo y señaló con la mano derecha hacia el costado del camino—. Debe ser de algún terreno con dueño.
—Al menos es algo —farfulló Tomás y salió del auto—. Esto es una boca de lobo los días sin luna.
—Vayamos a echar un vistazo. Hace mucho calor dentro del auto.
Dejaron el vehículo atrás, caminaron por la oscura avenida a trancas y barrancas, tratando de no pisar ningún bache. Circularon como cualquier transeúnte por el averiado asfalto hasta que pisaron el pastoso sendero, rodeado de sauces llorones, que conducía hacia un poste con una lámpara incandescente en la parte alta. Un muro de concreto y un tejido firme separaban la parte tupida del terreno, de uno de los lugareños que moraba en quién sabe dónde.
—Debe ser una parcela que alguien compró. Es muy pequeña para ser una finca completa —murmuró Alfredo y se cruzó de brazos frente a un viejo árbol carcomido por insectos xilófagos. La copa del mismo cubría el cielo en su totalidad—. Es la primera vez que vengo aquí. Nunca me fijo en el entorno.
—No pasa nada —le dijo y manoseó los bolsillos del pantalón buscando su teléfono. Al no encontrarlo, retornó al auto de inmediato, dejando solo a su compañero de viaje.
Desde ese lugar, apenas se veía la parte trasera del auto. Como no vivía nadie en los alrededores, era muy difícil que alguien apareciera para robarse el vehículo o alguna de sus partes como sucedía en los barrios bajos. La casa más cercana estaba a doscientos metros de allí. El silencio y la paz eran abrumadores, casi insoportables. Para un noctívago como él, esa noche era ideal para salir.
Apoyó la espalda sobre el muro, manoteó el teléfono y vio que no habían pasado ni cinco minutos desde que Román se había ido. Sintió la vejiga hinchada y se aproximó al árbol de al lado para vaciarla. Se bajó la bragueta, saco su verga flácida y orinó sobre el oscuro pastizal que rodeaba las raíces de ese árbol de áspera corteza. Se le cruzó por la mente un recuerdo morboso del pasado y volvió a mirar el teléfono. Exploró la galería y seleccionó fotografías de actrices porno que lo enloquecían.
Las mujeres rubias, de cadera ancha, pechos abultados y nalgas gordas, eran sus favoritas. Soñaba con cogerse alguna culona con dotes angelicales, anhelaba tener de celestina a una de esas mujeres hermosas, o al menos conocerlas en persona. Para un pobre diablo como él, eso sería imposible teniendo en cuenta que apenas le alcanzaba el dinero para comer.
Al cortar el chorro de orina, sintió un leve cosquilleo en la ingle y decidió hacerse una paja rápida, de esas que dan poco placer. Guardó el teléfono en el bolsillo, sujetó la verga con la mano derecha y la sacudió hasta hacerla crecer. En menos de un minuto, su oscura longaniza se puso tiesa y alcanzó los diecinueve centímetros de longitud. Apoyó la mano izquierda en el árbol y se pajeó como quien no quiere la cosa. El grueso pedazo de carne se iba poniendo más tenso a medida que se la jalaba.
Cerró los ojos por un instante y se imaginó una escena de sexo entre dos lesbianas cachondas para que la excitación fuese mayor. La temperatura corporal aumentó y los deseos de eyacular también. Estaba cerca de conseguir lo que quería, sólo tenía que seguir haciendo lo mismo con toda la tranquilidad del mundo. Cuando sintió que se iba a venir, escuchó un ruido y giró la cabeza para ver. Tomás estaba a pocos metros de distancia, viendo cómo se la jalaba.
Aun sabiendo que estaba haciendo algo indebido en un lugar público, le importaba un comino que alguien apareciese para decírselo. En ese caso, la persona que había aparecido era alguien de confianza que jamás lo mandaría al frente por masturbarse en la vía pública. Alfredo no sabía que a Tomás no le molestaba en lo más mínimo ver a otros hombres autoestimulándose, ni mucho menos hombres que conocía personalmente.
La mirada sicalíptica de Tomás hablaba por sí sola. Ver a su amigo masturbándose como si nada no sólo le intrigaba, sino que también le producía cierto encanto. Desde aquella noche del cumpleaños en la que le había hablado sobre ese sueño húmedo con él, supuso que muy dentro de su corrompida mente masculina, Alfredo quería hacer realidad esa fantasía homoerótica en algún momento. Esa noche era perfecta para concretar dicho deseo.
—No podía esperar menos de ti —le dijo de forma tajante—. Aprovechas la circunstancia para pajearte.
—¿Te molesta? —le preguntó y se detuvo.
—Todo lo contrario —le respondió y se acercó a él—. Me excita.
—Hombre, no seas cínico. Dime que no te gusta y ya.
—¿En verdad crees que a un gay le disguste ver lo que estás haciendo? —le preguntó y se rio.
—Tú eres una vainilla. No te comportas como los machirulos que conozco.
—Yo también soy un hombre sucio —aseveró y puso la mano derecha sobre la verga dura—. Masturbar a otros es algo que me gusta hacer.
Alfredo se dejó llevar por la vigorosa lascivia y le dio el visto bueno para que le masturbara. Las manos de Tomás eran suaves como las manos de una mujer; él sabía muy bien cómo masturbar a otro hombre. Le demostró que otro macho podía brindarle el mismo placer que una mujer libidinosa, o incluso más placer.
—Admito que tienes talento —se lo dijo a modo de broma—. Se nota que tienes práctica en esto.
—Y espera a ver lo que sigue —le respondió al instante, lanzándole una mirada misteriosa que guardaba un oscuro secreto. Alfredo sospechaba que algo raro estaba tramando aquel hombrezuelo de rasgos atrayentes.
—Oye, no esperarás que yo te haga lo mismo ¿cierto?
—Eso sería mucho pedir —le dijo. No quería que pensara que lo estaba extorsionando para que luego le hiciera lo mismo—. Aunque pensándolo bien, me vendría bien una buena cogida. Hace una semana que no me masturbo con ninguno de mis juguetes. Mi novio todavía no ha vuelto de su último viaje. Estoy más caliente que nunca.
—Se nota.
Dada la excitación constante y la acuciante vehemencia, Tomás se puso en cuclillas, le desabrochó el cinturón, le bajó el pantalón y el calzón, y colocó la verga en su boca. La saboreó para ver qué tan sabrosa era. Hacerle garganta profunda puso a cincuenta grados a Alfredo, quien no tenía palabras para expresar lo que sentía. Uno de sus mejores amigos estaba dándole algo que siempre había querido sentir, sólo que él quería que fuera de parte de una mujer.
Tomás le chupaba la pija a su novio todos los fines de semana, sin excepción alguna. Como se había quedado solo por una cuestión de viajes de negocios, omitió la escena erótica que tanto disfrutaba con él. Tragarse el semen de su pareja era algo normal para él, pero no lo hacía con extraños, de modo que no permitía que otro hombre hiciese lo mismo. Debía haber mucha confianza de por medio para que él hiciese eso.
Alfredo sentía que el momento más crítico llegaría en cualquier momento, presentía que la corrida sería exquisita como lo había soñado desde joven. La forma en la que Tomás se la chupaba no se comparaba con nada que había sentido antes, ni las vaginas artificiales ni los anillos vibradores le generaban tanta delectación carnal como esa riquísima felación.
Antes de que saliese la leche, Tomás se hizo a un lado, se puso de pie, tomó un condón de su pantalón y una botellita de lubricante que llevaba en el bolsillo izquierdo a fin de pasar a la siguiente etapa. Con rapidez y sin dar vueltas, quitó el envoltorio plástico, puso el condón sobre la verga ensalivada, le untó el fluido transparente encima y alrededor, se desabrochó el cinturón, se bajó el pantalón y el calzón hasta los tobillos, puso las manos sobre el árbol e inclinó el tren superior hacia adelante, levantando la cadera.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —Alfredo le preguntó, viendo que él no daría brazo a torcer por más que le pidiese que desistiera.
—Te recuerdo que tú fuiste el que me provocó, ahora haz lo que tu mente te pida.
—¿Piensas contárselo a alguien?
—No. Nadie lo creerá de todas formas.
—¿No te preocupa serle infiel a tu novio?
—Somos hombres, la infidelidad es parte de nosotros. Además, él ni siquiera es celoso.
—Ten en cuenta que yo no tengo experiencia en esto.
—¡Descuida! Es mucho más fácil de lo que crees —le dijo para calmarlo—. Hazlo con cariño, no te apresures —le aconsejó—. Mientras más rápido empujes, más pronto acabarás. Tenemos tiempo de sobra así que no desaprovechemos la noche.
—Hablas como si hubieras planeado todo esto.
—Ah, qué perspicaz eres —dijo y se rio—. Ya te diste cuenta.
—Eres un maldito desgraciado —fingió estar enfadado—, pero como eres mi amigo no te defraudaré.
—Venga esa vergota que estoy ansioso.
Al no tener otra opción, Alfredo se la metió por detrás como lo había pedido. Lo hizo despacio, explorando el interior de ese apretado orificio anal que parecía estrangularle la verga con vasta presión. La intemperancia no era deseable dada la poca resistencia del hombre de antebrazos velludos, sí la búsqueda de la fruición. Con las manos en la cintura del joto, desplazó la cadera hacia atrás y hacia adelante, lo cual era exigido por la penetración anal.
Metérsela en el culo a otro hombre no era muy distinto de metérsela a una mujer en la concha, la única diferencia era la escasez de lubrificación, el resto era prácticamente igual. El estímulo anal era muy intenso gracias a la presión que ejercía el miembro cada vez que rosaba la glándula prostática durante el ingreso por la puerta trasera. Ningún hombre, sin importar su orientación sexual, podía resistirse a la estimulación anal.
Como Tomás ya estaba acostumbrado a introducirse (o a que le introdujeran) objetos por el recto, no sentía más que un somero masaje interno que lo ponía tenso y ansioso. Obtuvo una erección con el estímulo de atrás y manoteó su corta verga de diez centímetros para jalársela. Se rehusaba a emplearla para sodomizar a otros, prefería mil veces que otros lo sodomizaran a él. Era una pasiva asaz orgullosa de su sexualidad.
Los leves resuellos, inevitables durante el coito anal, se iban volviendo más intensos a medida que la penetración se aceleraba. Con un socotroco como el que tenía Alfredo entre las piernas, podía darle a su presa un placer supremo. Como a un animal acorralado, le dio con fuerza a ver cuánto resistía. Tomás tenía el culo de acero, aguantaba hasta las cogidas más despiadadas y no se quejaba, sólo gozaba.
—Estoy en el límite…
—Agarra mi verga y sacúdemela —le pidió—. Quiero que nos corramos juntos.
Alfredo hizo lo que le pidió, estiró el brazo derecho, agarró una corta manguera con prepucio a la vista y la sacudió como se lo había solicitado. Era la primera vez que tocaba los genitales de otro hombre, y, a decir verdad, no le pareció tan desagradable como había imaginado. Le hizo la paja que se merecía por haberle dado la oportunidad de cogérselo.
En cosa de nada, la tensión muscular se apoderó de las piernas del penetrador, el intenso placer se concentró en la entrepierna, el blancuzco fluido salió de los testículos, cruzó los conductos deferentes, ingresó a la próstata y fue expulsado con fuerza hacia la punta del condón que protegía el miembro viril. Tomás se vino justo después que él, lo disfrutó de la misma manera, sólo que con más intensidad ya que sus dos extremos estaban siendo estimulados al mismo tiempo.
—Nada mal, eh —musitó Tomás y lanzó una sonrisa picarona.
—Menos mal que me pusiste el condón a tiempo. Si no lo tuviese puesto, te habría inundado el culo.
—La primera corrida siempre es brusca.
Tratándose de un hombre virgen, la primera corrida siempre era la más esperada y la que más duraba. Las demás corridas producían el mismo placer que la primera, con la diferencia de que eran menos duraderas. No obstante, la última corrida era la más épica de todas, la que dejaba deslumbrado al eyaculador. El problema era que no todos los hombres tenían el mismo aguante durante el sexo, algunos apenas aguantaban cinco rondas como mucho.
—¿Quieres más?
—Eso no hace falta preguntar.
Como la ansiógena escena de amor había resultado tan relajante, prosiguieron al mismo ritmo que al principio. Alfredo estaba encantado con el resultado, había hecho bien en decirle que sí a su amigo de confianza, que era más fresco que una lechuga y más lujurioso que un bonobo. El sexo gay no era más que otra forma de expresar amor entre hombres.
Alfredo sentía el cuerpo más caliente y húmedo que antes, el sudor y la alta presión arterial eran partes inevitables del sexo. Las contracciones musculares y la vasodilatación hacían que su cuerpo fuese una máquina de transpirar. Sentía que tenía las piernas de plomo y un cacho de cemento en la entrepierna, y eso le generaba seguridad. Todo indicaba que estaba haciendo bien su trabajo, al menos lo estuvo haciendo bien hasta ese momento.
Tomás, atrapado entre la espada y la pared, no podía hacer otra cosa más que gozar. Después de haber estado tanto tiempo sin estimularse la zona anal, cualquier pija le veía bien. Lo bueno era que había encontrado una que se adaptase bien al incontrolable deseo que tenía. Y no era poca cosa la que había hallado. La rigidez producía más dolor, pero generaba más deleite. A mayor tamaño, más dolorosa resultaba la penetración.
Alfredo tocó con sus tibias manos, temblorosas como las manos de un anciano, el bello cuerpo del atractivo hombrezuelo aprisionado. Los dedos recorrieron parte del abdomen y el pecho, le rozaron los pezones y el ombligo. Tenía la sensación de que estaba abrazando a una damisela, cuando en realidad estaba abrazando a una pasiva bien cuidada. Aquellas temblonas manos pronto bajaron a la zona más interesante y exploraron de aquí para allá. Tomás le susurró algo que él no alcanzó a oír por estar distraído.
La verga seguía haciendo estragos en ese culito apretado que había pasado muchos días sin divertirse. Al entrar y salir, el movimiento provocaba los espasmos más agradables del mundo, tanto así que parecían calambres en potencia. Alfredo no se detuvo en ningún instante, lo hizo cuando llegó al punto de no retorno. En ese momento tan confuso e intrincado, las sensaciones percibidas eran una mezcolanza de emociones que emergían en lo más hondo del cerebro.
Al hacer erupción por segunda vez, masturbó a Tomás para que se viniera con él. No se tuvo que esforzar mucho para que él se corriera de nuevo. El rígido miembro con piel de sobra largaba un viscoso fluido de aroma penetrante. La expulsión de semen era inevitable con la alígera jalada y la persistente estimulación anal. Los cuerpos de los dos segregaban sudor y emitían gemidos desde la boca. Las manos de Alfredo quedaron pegadas a los laterales de la cadera de Tomás, sin moverse.
—Lo has hecho fetén —le dijo y lo tomó de las manos—. Qué bien coges, compañero.
—¿Es normal que quiera seguir haciéndolo?
—Cuando uno es virgen, lo único que busca es acabar lo más pronto posible —le aseguró. Eso lo sabía por experiencia propia—. Por mí está bien que prosigas. La estoy pasando bomba.
—Yo también.
La humedecida nariz del activo rozaba la cerviz del pasivo, el cálido aliento acariciaba los romboides y los deltoides, los labios saboreaban la tierna carne de la espalda, los ojos entrecerrados estudiaban la anatomía externa y la inquieta lengua anhelaba lamer ese frígido cuello. Las manos subieron por debajo de la ropa, palparon los pectorales y los abdominales de un momento a otro, uñaron con delicadeza los oblicuos y rasparon la piel de las axilas.
Tomás mencionó que le estaba haciendo cosquillas con tanto manoseo innecesario. Si bien no le disgustaba lo que el hombre de atrás estaba haciendo, tampoco le excitaba mucho que digamos. Prefería que usara las manos para frotar la zona baja, desde la ingle hasta el periné. Le guió tomándole de las manos para que le tocara el paquete, para que sintiese la carne masculina que estaba estimulando al metérsela por detrás.
Alfredo ya le estaba tomando el gustito, imaginaba que esa escena era con una mujer y se comportaba como si él fuera el amante dominante. Al cerrar los ojos y olfatear la volátil libídine del corderito arrinconado, se imaginaba a sí mismo como un lobo feroz dispuesto a devorar a la presa a dos carrillos. Unidos por la carne, la concupiscencia era ineluctable. El deseo por alcanzar el pico más alto del vicio, empujaba a los dos a tocarse como si fueran pareja.
La insistente sodomía trajo aparejado un sinfín de reconfortantes contracciones musculares e ineludibles exhalaciones que pusieron en manifiesto la poca resistencia que les quedaba. Alcanzaron el orgasmo casi al mismo tiempo; se dejaron llevar por el entusiasmo y la ansiedad. Estaban agitados y necesitaban tomar un poco de aire antes de seguir adelante.
—Me preocupa lo excitado que estoy —murmuró Alfredo con la verga tiesa de Tomás entre las manos—. No debería excitarme tanto con un hombre.
—Has descubierto la pólvora, compañero —balbuceó y se rio—. ¿Acaso pensabas que sólo era rico hacerlo con mujeres?
—No te lo puedo confirmar al no tener experiencia en eso.
—Ya es tiempo de que te vayas despidiendo de esa recalcitrante virginidad que te ha esclavizado durante tantos años. Es hora de mandar todo al demonio y disfrutar el momento juntos.
—Tengo unas ganas terribles de chuparte la boca.
—Eso tiene arreglo —le dijo, dobló el cuerpo, apoyó el antebrazo derecho en la corteza del árbol, subió la pierna izquierda, giró la cabeza y le apuntó con los labios hacia adelante—. Acércate más que no llego.
Intercambiaron una extensa serie de besos apasionados, lengüetazos frontales y mordisquitos inofensivos. Alfredo mantenía los ojos cerrados, imaginaba que estaba besando a una mujer cachonda y no a un marica. También intercambiaron sensaciones y emociones propias del sexo consensuado, lo cual los llevó a la lubricidad. No eran más que dos amigos pajeros haciendo algo que les gustaba hacer, en el sitio menos esperado.
Tomás se reacomodó: extendió las piernas hacia los costados, levantó la cadera, dobló la espalda para quedar en una posición de cuarenta y cinco grados, se aferró al árbol y suplicó por más sexo. Lo que Alfredo le había dado hasta ese momento había sido sólo una pizca de lo que acostumbraba hacer con su novio en privado. Si el culo no le quedaba ardiendo, no era una buena culeada. Había que seguir sí o sí.
Al adentrarse en el mundo de los placeres carnales, la concupiscencia los llamaba desde el más allá, desde lo más hondo del libertinaje. Querían que el placer durase una eternidad, no unos pocos minutitos. Anhelaban experimentar el confort que compartía una pareja durante la accesión, como si sus cuerpos se unieran y formaran uno. La erección de Alfredo se mantenía intacta aun luego de haberse corrido con fugacidad en las rondas anteriores. La corrida que se venía tenía la misma intensidad pero menos cantidad de fluido espermático.
Superada la barrera de tensión carnal, volvieron a eyacular con emisiones sincronizadas y resuellos fuertes. Las cálidas manos de Alfredo descansaban sobre los dorsales de Tomás, cuyo tren inferior se mantenía enhiesto como un poste de cemento. Se había masturbado a sí mismo para venirse, lo había logrado sin ningún problema.
Intercambiaron palabras que describían cómo se sentían en ese momento y cuán ansiosos estaban por acabar. Pese a la nula experiencia sexual de Alfredo, demostró que podía ofrecerle una buena azotaina de pijazos a su amigo. Obviamente, un hombre como Tomás no iba a exigirle que actuara como una estrella del cine porno, sabiendo que ni su orientación sexual ni sus experiencias personales ayudaban en lo más mínimo.
Alfredo retomó la acción de socavar el orificio trasero, la enterró en lo más hondo sin miedo y buscó la mejor forma de hacer que los fluidos volviese a salir. En el caso de Tomás, lo que lo llenaba de placer era el movimiento constante. Sabía muy bien que una verga quieta, aun estando en lo más profundo del culo, no generaba satisfacción en absoluto. Al entrar y salir, provocada una sensación inenarrable que sólo podían describirla aquellos que lo habían experimentado en carne propia.
La sodomía continuó unos minutos más hasta que sus órganos sexuales dijeron basta. Se vinieron por quinta vez, disfrutaron la sensación estando quietos, pegados el uno con el otro. Presentían que ya no les quedaba mucha gasolina en el tanque, por lo que sólo había una sola oportunidad para terminar el juego. Querían que la última ronda fuese la más brutal, la que los condujese al clímax en un santiamén, la que los dejase extenuados.
Alfredo agarró a Tomás con los brazos, lo acercó al árbol y le dijo que le daría con todo para ver cuánto podía resistir. Estaba dispuesto a partirle el culo con tal de experimentar una corrida monumental como las de las películas que tanto le gustaba mirar. Al tener un poco de experiencia penetrando un agujero apretado, suponía que no tenía que esforzarse mucho para venirse de vuelta.
Dicho y hecho, se la metió como si su vida dependiera de ello. Tomás notó la rudeza de la penetración y gozó más que nunca. La temperatura corporal iba en aumento y también el sudor que les mojaba la ropa. Entre resuellos y gemidos, se iban aproximando poco a poco al final. No querían que la última parte fuese algo tenue, querían algo que fuese memorable.
La resistencia de Alfredo no aguantó ni dos minutos y se vino. Se la jaló a Tomás para que también se viniera. Ambos quedaron muy satisfechos con el resultado final, no les había costado casi nada alcanzar el último orgasmo. Las vergas perdieron rigidez y se debilitaron, quedando flácidas. Alfredo se la sacó del culo, retiró y el condón lleno de semen y lo arrojó al pastizal. De todas formas, nadie iba a descubrir lo que él había hecho allí a menos que se lo contara a alguien.
Tomás había largado el semen sobre las raíces del árbol, dejándolo a merced de su incontinencia sexual. Poco le importaba ensuciar un árbol que quedaba en medio de la nada y que a nadie le afectaba. Lo que sí cuidaba era su salud sexual, no tenía deseos de contraer enfermedades de transmisión sexual ni fastidiosas infecciones, por eso utilizaba métodos higiénicos para protegerse. El único momento en el que no usaba condón era cuando se la chupaba a su novio.
Se subieron la ropa interior y los pantalones, guardaron sus genitales, se cerraron la bragueta, agitaron sus camisas empolvadas, exhalaron por última vez y retornaron al vehículo como si no hubiera sucedido nada. Caminaron juntos y se sentaron en sus respectivos asientos. Lo que habían acabado de hacer no podía ser ignorado, tenían que hablar sobre ello.
—¿Qué tal estuve? Sé sincero conmigo —Alfredo le preguntó, clavándole la mirada más inocente.
—Estuviste muy bien —le dijo con la mano en el corazón—. Ni parecía que lo estaba haciendo con un tipo virgen. Me has dejado satisfecho.
—No sabía que podía sentir eso contigo, quiero decir… con otro hombre. Tú sabes como soy.
Algo en su interior no dejaba de producirle reticencias. Creía que aquella experiencia íntima con Tomás lo volvería un marica de un día para otro, cuando en realidad eso no era posible. En prisión, hombres de toda clase cogían entre ellos y eso no afectaba su orientación sexual ni sus gustos. Lo que había acaecido debajo de ese árbol fue sólo un experimento para lidiar con la calentura contenida durante tanto tiempo.
—Ah, no pasa nada. No te volverás gay por coger con un hombre.
—¿Crees que podríamos volver a hacerlo en algún momento?
—Claro que sí —asintió con una dulce sonrisa—. Me gustaría volver a sentir lo mismo que sentí hace un rato.
—Pensé que ibas a terminar odiándome por esto.
—¿Por qué iba a odiarte? Yo fui el que te convenció de hacerlo.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Para qué planificaste todo esto?
—Es que no quería que siguieras siendo virgen, cariño. Merecías saber cómo se siente el sexo.
—¿Planificaste todo esto sólo para que dejara de ser virgen?
—Para eso son los amigos ¿no? —le dijo y le dio un beso en la mejilla.
—Mereces que te rompa el culo un millón de veces más.
—Cuando quieras. Sabes que siempre estoy disponible para juegos sucios.
Román regresó a los pocos minutos con un neumático nuevo. Se dirigió a la parte trasera del vehículo, cambió el neumático en cuestión de minutos, guardó las herramientas en el baúl, se acomodó en el asiento del conductor y se puso el cinturón de seguridad. Arrancó el motor, prendió el estéreo, puso música retro, sacó el freno de mano, pisó el embrague para meter el cambio, aceleró y siguió el viaje.
Él ya sabía lo que había pasado entre los pasajeros que llevaba, pero hacía como que no estaba al tanto de ello. No le importaba en lo más mínimo lo que sus amigos hicieran con sus genitales ni tampoco lo que sintiesen el uno por el otro. Él sólo se encargaba de llevarlos al otro lado de la ciudad.