Como todas las mañanas, Tomás salió de su casa para dar unas vueltas corriendo por unas pistas de tierra que hay cerca de su urbanización y que la parcelaria creó para dividir unas fincas en forma rectangular muy similares en tamaño. Daban la imagen de un laberinto por el que es fácil perderse si no lo conoces lo suficiente.
A los lejos observó la silueta de una chica haciendo estiramientos para empezar a correr también. Era alta, de 1,70 m, delgada, pelirroja y con el pelo recogido en una coleta, y no aparentaba tener más de 18 años.
Tomás, que ya era un cuarentón, casado y con dos hijos, no le dio la menor importancia. Era una chica fitness más de tantas con las que se cruza a diario. La saludó al encontrarse con ella y siguió su ruta. Pero notó algo inquietante en la mirada de la chica, algo que le despertó sus instintos sexuales dormidos a esa hora de la mañana. La chica lo miró con deseo, Tomás lo tenía claro, su radar nunca le falla.
El caso es que pasado ya un tiempo, como una hora, se la vuelve a cruzar en una de las pistas. Ella venía corriendo, sudorosa. Lo para y le dice:
—Perdona que te interrumpa pero es que me olvidé de traer bebida y tengo mucha sed. ¿Te importa si bebo un poco de tu botella?
—¡Qué me va a importar, mujer! —contestó Tomás—. Cógela tú misma de la mochila. Como por aquí no suele haber fuentes suelo traer una botella de litro y medio aunque sea incómodo para hacer footing. Tú no eres de por aquí, ¿no? No te tengo visto por estas pistas. Yo vivo aquí cerca.
—No. Yo vivo en la otra punta de la ciudad y soy más de gimnasio, pero esta vez me apeteció más correr por zonas de monte.
La chica desabrochó la mochila que Tomás tenía colgando de su espalda, sacó la botella y le pegó unos cuantos tragos.
—El gimnasio me gusta más en invierno pero en plena primavera prefiero el aire puro que me ofrece este bosque –prosiguió Tomás—. Por cierto, yo me llamo Tomás, ¿y tú cómo te llamas?
—Yo me llamo Elizabeth, encantada.
La chica le metió la botella en la mochila, se la abrochó y le volvió a decir:
—Muchas gracias por tu hospitalidad. Si me cruzo contigo otra vez te volveré a molestar, si no te importa, Tomás.
—Tranquila, Elizabeth. No te cortes en pedirme más agua. Yo todavía voy a correr por espacio de una hora más.
Se despidieron y cada uno siguió su camino. Pero Tomás se notaba muy excitado. Le sacaba el doble de edad a la chica, se sentía avergonzado por ello, pero su excitación sexual era superior y no le dejaba reflexionar con frialdad. Estaba deseando encontrarla otra vez pero no la veía por ninguna de las pistas. Corría y corría por todos los lados. Tomás tenía la ventaja de conocer todo aquel laberinto como su palma de la mano y hacía cálculos de por dónde Elizabeth podría estar y se dirigía hacia allí, pero sin éxito.
Después de una insufrible búsqueda, de repente, se la encuentra tumbada en el suelo, cerca de un árbol, haciendo abdominales. Tomás la saluda y le pregunta en tono jocoso si quiere más agua.
—Sí, por favor. Llegaste en el momento oportuno. Ya no podía más. Espera que acabe esta serie de abdominales y me bebo la botella de un trago –y soltó una carcajada.
Elizabeth iba muy sexy. Llevaba unos tenis blancos altos a juego con unos calcetines del mismo color. Un pantaloncito corto ajustado de color azul y una camiseta rosa, que de lo sudada que estaba, dejaba entrever un sujetador muy sensual.
Para no enfriar, Tomás empezó a hacer flexiones, abdominales y estiramientos. Mientras hablaban, él se fijaba en las posturitas que practicaba Elizabeth, que Tomás no dudaba de que ella las exageraba de forma sensual para provocarle.
A medida que cogían confianza ella no hacía más que picarlo diciéndole que él ya no tenía edad para tanto deporte, que se pierde potencia y resistencia. Que la fuerza y la masa muscular menguan y otras cosas por el estilo, hasta que Tomás explotó diciéndole:
—Perdona pero yo todavía me siento como un chaval de 25 años, y en algunos aspectos incluso he mejorado con creces –y le sonrió picaronamente.
—¿En algunos aspectos? Jajaja. ¿A qué te refieres machoman?
La verdad es que Tomás se mantenía bien en forma. Era alto, delgado y marcaba un poco de tableta en el abdomen. Intentaba llevar la conversación por el lado sexual y se tiró a la piscina con esta declaración:
—Pues me refiero a que si quieres comprobar si un cuarentón sirve o no sirve para complacer y no dejar a medias a una chica como tú podemos adentrarnos en el bosque. Seguro que será una experiencia inolvidable para los dos… y sobre todo para ti.
—La verdad es que me pones mucho, pero estoy muy sudada y no lo veo adecuado hacerlo en estas circunstancias.
—Todo lo contrario, Elizabeth. ¿Ves como tienes mucho que aprender de un senior? Si yo soy experto es justamente en hacer cunnilingus y cuanto más sudada esté esa zona más sabor a salado tendrá. Más sabor a mar. Será como degustar una almeja de verdad.
La chica no pudo contener una carcajada y reconoció que, la verdad, podrían pasar un buen rato y comprobar si era todo de boquilla o era un auténtico experto “culinario”.
Se adentraron en el bosque. Como era tan temprano, todavía había mucha niebla, no se veía casi nada a cinco metros. Tomás conocía de un refugio para pescadores que había a 300 metros y se dirigieron hacia allá.
Por el camino se iban besando y acariciando. Él le lamia las orejas y el cuello mientras ella le masajeaba la entrepierna para comprobar si tenía un buen paquete, cosa que comprobó afirmativamente, al notar que la verga estaba inhiesta en todo su esplendor y era de un tamaño superior a la media.
Al llegar al refugio lo primero que hizo Tomás fue encender un pequeño fuego, cerca del cual pusieron la ropa sudada, para que se secara un poco.
Al quedarse desnudos, uno frente al otro, se abrazaron y besaron con pasión desenfrenada. Tomás le masajeaba y besaba los pechos y con su lengua puntiaguda jugueteaba con los pezones de la chica.
Al cabo de un buen rato de estar de pie besándose y magreándose mutuamente, él decidió tumbarse en el suelo sobre unos restos de paja. Entonces, Elizabeth, sin pensárselo dos veces, se colocó en cuclillas sobre su cara apoyando las manos sobre el torso de él.
Al principio dejaba su vulva a unos tres centímetros de distancia del rostro de Tomás, para obligarle a sacar la lengua todo lo que pudiera. Él, con mucho gusto, estiraba su lengua al máximo y se la pasaba por sus labios vaginales de forma relampagueante, con la idea de causarle cosquillas y excitación al mismo tiempo. Como ella estaba totalmente depilada le facilitaba el trabajo muchísimo.
Elizabeth observaba con mucho morbo la verga de su ocasional amante, que más parecía un mástil que un vulgar pene de lo larga, recta, gruesa y dura que la tenía el senior en esos momentos. Ella alargó una mano y la empezó a sobar, comprobando que estaba tan dura como una barra de hierro, pero a diferencia de esta, el miembro viril de su chico palpitaba como si tuviera un corazón propio. La midió estirando su palma de la mano todo lo que pudo, y no consiguió abarcarla entera, quedando el glande y dos dedos de pene sin cubrir. Ella acercó su cara al pene y después de soltarle un importante salivazo, con su mano se lo fue extendiendo por todo el miembro y testículos hasta dejarlos bien brillantes y lubricados.
Elizabeth estaba en el Séptimo Cielo con el cunnilingus tan completo que le estaba proporcionando Tomás. Él no se limitaba solamente a lamerle la vulva, sino que, también como buen experto en la materia, le lamía el orificio anal. Pubis, perineo y trasero (con ojete y raja incluidos), Tomás se los estaba dejando tan limpios y frescos como si Elizabeth estuviera usando un auténtico bidet.
Por fin, ella decidió bajar el cuerpo y aplastar su pubis con toda su fuerza contra el rostro de Tomás. Elizabeth empezó por hacer movimientos de cadera hacia adelante y hacia atrás. A los pocos minutos cambió por movimientos circulares de pelvis. Estos dos movimientos, hacia adelante y hacia atrás y en círculos, los iba intercalando cada pocos minutos. Tomás a su vez, no daba abasto entre lamer, chupar, mordisquear y succionar los labios mayores y menores de la vulva, el clítoris, las profundidades de la vagina, el perineo, el ojete anal y la raja del trasero. Gracias a los jugos vaginales que soltaba a raudales Elizabeth, a Tomás no se le secaba la boca y la lengua no se le convertía en papel de lija. Saboreaba aquellos caldos como si fueran champagne de las mejores bodegas. A veces dejaba la lengua inmóvil en posición vertical, al modo de micro-pene, para que ella con sus movimientos de cadera se fuera dando gusto a sí misma. Otras veces, sobre todo cuando Elizabeth se enfocaba en posicionar el ojete sobre la boca de Tomás, dándole un corto respiro a su coño, él prefería dejar la lengua en forma plana y horizontal para lamer bien en profundidad y en toda su longitud la raja que dividía el hermoso trasero de Elizabeth, aprovechando sus movimientos de adelante y atrás.
Elizabeth hacía un buen rato que se había soltado la coleta y el pelo alborotado le cubría casi toda la cara. De repente puso los ojos en blanco y mordiéndose los labios intentó ahogar un ligero chillido. Se quedó quieta. Unas ligeras convulsiones corporales, palpitaciones en el clítoris y un buen chorreo de jugos sobre la boca de Tomás le hicieron comprender que la chica había tenido un orgasmo.
A los pocos minutos incorporó el cuerpo unos centímetros, lo suficiente para poder descargar sobre la cara de Tomás un buen chorro de orina que él intentó beber en buenas cantidades. Elizabeth una vez caídas las últimas gotas de su oro líquido, aplastó otra vez su pubis sobre el rostro de Tomás para que siguiera lamiendo hasta alcanzar su segundo orgasmo.
Esta vez ella inclinó el cuerpo hacia adelante para poder lamer, chupetear y morrear la cabecita rosada del pollón de su amante. Aquel rabo con sus respectivos cojones entaban empapados de una ingente cantidad de saliva que Elizabeth fue escupiéndoles a lo largo de la sesión de sexo. Con las manos iba masajeando y embadurnando con aquel líquido pegajoso y espumoso aquellos huevos y aquella polla que brillaban como si fueran de mármol.
Elizabeth empezó a gemir fuerte, lo que significaba que el segundo orgasmo estaba cerca. Tomás no dejaba de hacer su trabajo. Esta vez al estar ella inclinada hacia adelante, él no sentía tanta presión sobre su cara de la entrepierna de Elizabeth y pudo trabajársela con más autonomía. Los morreos que Tomás les daba a los labios vaginales, intentando que su lengua llegara hasta el mismísimo útero, consiguieron que Elizabeth estallara en un nuevo orgasmo. Esta vez para reprimir los chillidos se metió buena parte del rabo de su amante en la boca apretando con los dientes parte del tronco del miembro viril.
Una vez que los espasmos corporales y las palpitaciones del clítoris fueron menguando, Elizabeth decidió ir bajando su pubis hasta la altura de la polla de su hombre para follárselo. Pero la sorpresa de Tomás fue grande al comprobar que Elizabeth estaba dirigiendo el falo por el ojete y no en el coño. Lubricación no les faltaba en sus partes a ninguno de los dos, eso era obvio, cosa que se comprobó de sobras al ver cómo se introdujo aquel cacho de mástil por el ano de una sola estocada.
Elizabeth se reclinó hacia atrás apoyando sus brazos sobre el pecho de Tomás. Los pies los colocó sobre los muslos de su chico y comenzó una cabalgada de locura. No era una follada en donde en el fuelle, propiamente dicho, casi no se distingue el cacho de polla que entra y sale. En esta cabalgada Elizabeth introducía y sacaba los 21 centímetros de rabo eréctil de su amante casi al completo, desde la base hasta verse parte del glande rosado. El charco de saliva pegajosa y espumosa que se había formado en la base del falo y en los testículos hacían el característico sonido de chapoteo en una charca. En ocasiones se formaban hilillos de saliva que colgaban del perineo de la chica hasta que se rompían pasados unos segundos.
A este ritmo salvaje de emboladas por la puerta falsa de la chica no pudo aguantar mucho más de diez minutos Tomás y enseguida soltó un gemido que resonó en buena parte del bosque. Elizabeth no bajó el ritmo por ello y siguió con su mete-saca mientras la verga de su hombre siguiera con cierta dureza hasta que, por puras leyes de la física, cuando empezó aquel mástil inhiesto a mostrar cierta flacidez, por sí mismo abandonó la cueva anal y Elizabeth tuvo que cejar en su empeño de seguir bombeando aquella picha que cada vez estaba más flácida y arrugada.
—¿Qué te parecí como amante? Este cuarentón te hizo sudar más que con el footing, ¿eh? —le soltó Tomás.
—El lavado de bajos fue espectacular. Pero no aguantaste mucho en la follada. No me diste tiempo ni a pasármela del culo al coño para obtener mi tercer orgasmo –le espetó Elizabeth con aires de triunfadora.
Al ponerse de pie ella, Tomás observó que del orificio anal le empezaba a salir semen a borbotones que le iba cayendo por los muslos dejándole regueros de esperma que le llegaban hasta las pantorrillas. Elizabeth ni se inmutó y ni hizo tampoco ademán de limpiárselos. Se vistieron, se besaron, se intercambiaron los teléfonos y quedaron en verse otro día para seguir amándose como duendecillos del bosque.