"Pues sí, tu vecina está para comérsela, qué culo, qué tetas", dijo Ricardo a Juan cuando hacían ejercicio, mientras corrían; "Te refieres a la madre, ¿verdad?", dijo Juan; "Me refiero a quien me dé la gana", contestó Ricardo adelantando su cuello, su cabeza hacia Juan; "No te creía tan pervertido, la hija tiene diecisiete"; "Perdona, dieciocho, dieci-ocho", dijo Ricardo, antes de darle la espalda a Juan y alejarse de éste a buen trote por un carril del parque, que a esa temprana hora estaba vacío, rápido, más rápido. "¡Espera!, ¿cómo lo sabes?", llamó Juan sin poder seguir el ritmo a su amigo; se detuvo, inclinó su torso apoyando las palmas de las manos en las rodillas; resopló; pensó: "Se la ha tirado, el muy cabrón se la ha tirado".
Juan regresó solo a su bloque. Abrió el portal, llamó al ascensor, subió y accedió al rellano. "Hola, vecino", oyó que le llamaban. "Ah, hola, Rosa", contestó girando su cintura. Ahí estaba Rosa, como siempre, tremenda mujer de larga melena, fumando junto a la ventana. Rosa iba vestida con un pantalón corto de hombre y una camiseta de tiras blanca, y calzaba unas pantuflas de andar por casa. Las piernas de Rosa eran rollizas; su cintura, carnosa, pero muy femenina, formaba una pronunciada curva, la justa para sujetarse, y sus tetas eran como calabazas. Rosa tendría unos… cuarenta y tantos. "Juan", dijo Rosa, "ese amigo tuyo, Ricardo…, dile que deje ya en paz a mi Maricarmen, que no me gusta que la niña ande con tíos tan mayores, que ya se sabe, que se aprovechan de las pobres inocentes regalándole paparruchas…, ayer le regaló un móvil a la niña, ese Ricardo, anoche mi Maricarmen llegó a las tantas de la madrugada…, está muy feo eso, Juan, que Ricardo dobla en edad a la niña…".
Juan se quedó, al principio, pasmado ante tamaña bronca expresada con mucha tranquilidad, pero con un tinte de drama familiar; después, reaccionó: "No te preocupes, Rosa, Ricardo es buen muchacho, de todos modos le avisaré"; "Gracias, vecino, gracias, Juan", dijo Rosa, y arrojó la colilla al ojo patio. "Bueno", dijo Rosa, "vuelvo a mi cueva, ahora me desnudaré…". Al oír "me desnudaré", Juan se empalmó, dijo: "Como Eva"; "¿Qué has dicho?"; "Oh, no, nada"; "Has dicho "como Eva", sí, la de Adán, sí, pero yo estoy más gorda"; "Me gustas, Rosa", no lo pudo evitar, lo dijo. Rosa reaccionó acercándose a Juan. "Bésame", pidió. Juan atrajo la cabeza de Rosa hacia sí y la besó largamente, con un beso húmedo, de tornillo; sus lenguas chocaron, se unieron, jugaron, mientras sus sexos palpitaban bajo sus ropas. Rosa, despacio, se separó. Juan la observó sin poder ocultar su mirada de deseo, bien posándola en las tetas de Rosa o bien en sus macizos muslos. Rosa cerró la puerta de su casa tirando de la manija y dijo: "Juan, en tu casa, Maricarmen duerme".
El sol de mediodía, filtrándose a través de los estores, iluminaba la carne sudorosa, esforzada, de ambos. Rosa, montada sobre el regazo de Juan gritaba de placer a cada movimiento de sus caderas, a cada empuje proveniente desde abajo; sus tetas vibraban grávidas sobre el torso de Juan; su melena castaña ondulada, ondulaba en el aire cálido del dormitorio. "Aahh, Juan, aahh, qué bien me haces, qué me gusta", suspiraba Rosa; "Rosa, oohh, creo que me voy a correr", avisó Juan; "No, quieto", susurró Rosa, sacándose la polla del coño; acto seguido, se tumbó sobre el colchón con la cabeza entre las piernas de Juan, se metió la polla de éste en la boca y chupó, lamio y mamó hasta que el chorro de semen coronó sus muelas. "Oohhg", rugió Juan.
Se fueron vistiendo dándose besos en los labios, en las caras, en los brazos: no deseaban separarse, diríase que se querían, pero, por ser la primera vez que se probaban, no quisieron tentar más al amor. Juan acompañó a Rosa hasta la entradita, se apretó a su cuerpo enlazándola por la cintura y la besó, después murmuró: "Compraré condones", y Rosa rio. Juan abrió la puerta; salieron al rellano. Rosa dijo: "No llevo mis llaves, despertaré a mi Maricarmen, que me abra". Rosa dio al timbre. Una. Dos veces. "Qué raro", soltó Rosa. "Espera, Rosa, saltaré de mi balcón al tuyo, total es una segunda planta, no me da miedo", propuso Juan. Juan entró de nuevo a su piso, salió al balcón, saltó y entró en el piso de Rosa. Lo que vio, nunca se lo contó a Rosa durante el tiempo que estuvieron casados, lo que vio ni él podía creerlo. Tomó a Ricardo de los hombros, le propinó un fuerte puñetazo y, a patadas, lo hizo salir de casa de Rosa. Rosa, al abrirse su puerta y ver salir de ella a Ricardo, profirió un agudo grito y se desmayó. Fue una suerte. Juan tuvo el tiempo suficiente para adecentar a Maricarmen, dejarla en su camita, dormida, como ya estaba, limpiar los restos de lo que allí había sucedido y volver a salir para reanimar a Rosa. "¿Qué ha pasado, qué ha pasado?", preguntó; "Nada", dijo Juan; "¿Estaba Ricardo en mi casa?"; `No se atrevería", tranquilizó Juan.
La policía detuvo a Ricardo por posesión de drogas justo el día en que Rosa y Juan se casaron. Maricarmen, gracias a la influencia de su padrastro, se lo pensaba mejor antes de aceptar proposiciones que aludiesen a una buena vida exenta de esfuerzos. Rosa y Juan seguían follando bien, con ganas. Una noche, a Juan se le olvidó ponerse el condón y se corrió dentro del coño de Rosa. Resoplando, con su cabeza hundida en la canal de Rosa, entre sus grandes tetas, Juan dijo: "Me he corrido dentro", a lo que Rosa le contestó risueña: "Bueno, me quedé estéril después de tener a Maricarmen"; "¡Por qué no me lo dijiste el primer día!".