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Un príncipe azul
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"Nunca he estado con un hombre", susurró Fátima bajo el peso del cuerpo de Marcos; "No te preocupes, tú déjate hacer", recomendó Marcos, un poco antes de mordisquearle las tetas.

Fátima, una mujer ni joven ni madura, trabajaba como camarera en un restaurante. Tenía unas piernas provistas de duros muslos, un culo firme que, sin ser grueso, mostraba pliegues bajo las nalgas; las caderas se continuaban en la cintura; eso sí, su busto era espléndido: dos rotundas tetas se adelantaban como el mascarón de proa de un barco. Tenía un fallo, bueno dos. El primero, su cara: no era guapa Fátima, tenía el rostro surcado de marcas de antiguas espinillas mal sanadas; el segundo era crucial: tenía mal carácter, mal genio y, además, era demasiado exigente en sus relaciones, tanto con mujeres como con hombres.

Marcos, un joven y capaz empresario, era su jefe desde hacía tiempo, y quería lo mejor para ella, pues la apreciaba. Sabedor de su escaso, o ningún éxito con los hombres quería ser el responsable de que Fátima follara, a fin de que su comportamiento, tan arisco, se suavizara. Marcos, que estaba casado, se decía: "Si nadie la folla, la follaré yo, es mi deber".

Marcos comenzó pues a acecharla. Una vez terminado el horario, decía a sus cuatro empleados, todos hombres menos Fátima: "Bueno, mientras os cambiáis, iré cuadrando la caja". Pero no lo hacía. Se dirigía hacia la puerta del pequeño vestuario donde Fátima se quitaba el uniforme para vestirse con su ropa de calle y espiaba por una rendija que había en la puerta, hecha por algún golpe recibido durante los habituales transportes de sillas. Espiaba. Y se maravillaba, cuando la camiseta de bregar sacada por su cabeza dejaba ver sus grandes tetas apretadas bajo el sujetador; le encantaba ver a Fátima en esa postura: los brazos alzados, la cabeza oculta bajo la tela, las axilas sin depilar, selva de vello negro rizado, y los bultos elevándose y luego cayendo grávidos y muelles. Turbado, Marcos notaba su polla crecer, engordarse y se tenía que volver rápido a sus quehaceres, no fuera a ser que Fátima se asomara de improviso al notar una presencia y lo viera así, con la polla tiesa como calabaza mallorquina.

Una noche, ya todos los empleados se habían ido excepto Fátima, que se demoraba en el vestuario, Marcos esperó sentado en una silla frente a una mesa del salón de comidas del restaurante. Esperó. Reconoció los pasos de Fátima al aproximarse desde el pasillo que quedaba a su espalda, donde también había una estancia dedicada a almacén, más cercana que los vestuarios: de hecho, desde un extremo del salón se podía ver la puerta. Los pasos de Fátima, sordos, acolchados por sus chinelas blancas. "Fátima", llamó cuando ella pasada por su lado; "Dime, Marcos, ¿necesitas algo de mí?", preguntó Fátima. Marcos se quedó pensativo. Por supuesto que necesitaba algo de ella, necesitaba que fuera suya aunque fuesen veinte minutos, necesitaba oler su rusticidad de hembra indomable. "Sí", dijo; "Venga, dime". Fátima seguía de pie. Marcos la miró. Llevaba esa noche Fátima puesta una camisa ancha que disimulaba bien la curvatura de sus tetas; sin embargo, el hueco de un botón mal abrochado delataba la carne aprisionada bajo la tela fina del sostén. "Óyeme, Fátima, llevas trabajando para mí, no sé, ¿cinco años?, bueno, nunca te he visto con un hombre, es decir, nunca he visto a un hombre que te esperase a la salida del trabajo ni nada de eso, a tus compañeros los esperan sus mujeres, novias, ligues, ¡las que sean!, pero a ti…, nadie", terminó Marcos; "No tengo tiempo para hombres, Marcos, además, todos quieren lo mismo, prefiero reservarme para quien me merezca, ya llegará el momento, el día en que un hombre como tiene que ser llame a mi puerta, ya llegará", explicó Fátima. Entonces, Marcos la miró con fijeza, cambiando su semblante, entornando sus párpados, dicen que así los gatos se confían, y esbozando una sonrisa seductora; luego, alargó un brazo y acarició una mano de Fátima, al final de su brazo, que colgaba lánguido junto a su cuerpo. Fátima se estremeció; de pronto, una idea acudió a su mente: ¿y si era Marcos, su jefe, ese príncipe azul que le estaba destinado, y sí?… El corazón de Fátima se abría como una rosa en mayo. Y si… Bien podría Marcos dejar a su mujer si ella hacía algo para que sucediese. Y se imaginó junto a Marcos: ella y él, viviendo en un chalet de ensueño; ella, ciudadándolo, haciéndole de comer, lavándole la ropa, planchándosela…, dándole hijos, ¡ah, los hijos!, Marcos no tenía, ella se los daría, dejándose preñar, dócil, en la alcoba conyugal. Y Fátima se imaginaba…, ¡nada!, ¡no podía imaginar nada!, puesto que para ella la idea de concebir hijos era todo un misterio. ¿Y si Marcos?…, Marcos…

"Marcos, yo te quiero", susurró Fátima; "Y yo a ti", mintió Marcos.

Entonces, Marcos se levantó de la silla. Acarició con la palma de su mano el feo rostro de Fátima. Se giró sobre sus talones para echar un vistazo a la sala, a esa hora escasamente iluminada, del restaurante; dio un par de pasos y tiró de los manteles de las mesas más próximas, de cuatro, los cuales, de manera descuidada, ya que le pudo la prisa, colgó de su fuerte antebrazo. Después, pidió: "Fátima, por favor, vamos al almacén". Ambos doblaron la esquina del pasillo y entraron en la estancia. Fátima, ya dentro, exigió: "Marcos, no enciendas la luz, y no cierres la puerta". Marcos obedeció.

La suave luz de la sala penetraba en el almacén, una luz lejana que dejaba ver sólo a pocos centímetros de los ojos de cada uno. Marcos, tanteando con las manos, adivinando bultos y obstáculos, extendió los cuatro manteles en el suelo, entre cajas de refrescos, cajas de tetrabricks de leche y de latas de atún y tomate, superponiendo algunos sobre otros de tal manera que, aunque no tuviese la blandura de un colchón, no tuviesen que sentir la dureza del suelo en sus huesos. "Fátima, nos desnudamos", propuso Marcos.

En la semioscuridad, mientras Marcos, en pie, se quitaba la ropa, pudo distinguir la carne pálida de Fátima, las piernas, los brazos, el torso… En la semi oscurudad, las redondas y morenas areolas resaltaban en las blanquecinas tetas. "Fátima, acuéstate sobre los manteles", suplicó Marcos. Por su parte, Fátima que en toda su vida había visto a un hombre desnudo, ni en fotos, sintió temor; sobre todo al ver crecer la polla de Marcos. Una amiga le dijo que eso que se agrandaba ante sus ojos debía acogerlo su cuerpo, pero ¿cómo? Fátima se acostó bocarriba sobre los manteles y abrió sus muslos, como le habían dicho que hiciera.

Marcos se echó sobre ella, ansioso.

"Nunca he estado con un hombre", susurró Fátima bajo el peso del cuerpo de Marcos; "No te preocupes, tú déjate hacer", recomendó Marcos, un poco antes de mordisquearle las tetas.

Saborear, oler a Fátima era grandioso; Marcos no pudo detectar perfume alguno, sólo olía a hembra, a hembra humana. La brisa de las axilas de Fátima lo mareaba, el vendaval de su coño lo transportaba. Tanteó con su polla, muy empalmada, en los bajos de Fátima y comprobó la humedad: estaba propia; únicamente había un impedimento: el himen. Suavemente al oído dijo a Fátima: "Te va a doler"; a lo que la otra respondió: "Lo sé".

Un grito se oyó desparramarse por todos los rincones del restaurante; luego vino el dulzor del amor practicado con mimo. "Ah, Marcos, no sabia-ah, qué es esto, ohh, Marcos, me gusta, me duele y me gusta, qué magia es esta, qué me estás dando", gemía Fátima con voz meliflua. Marcos, entretanto, certero en sus movimientos, le metía toda la polla, hasta el fondo; mordía, chupaba, besaba, y disfrutaba: le parecía que en cualquier momento estallaría, pero se contenía: debía degustar mejor el momento, debía correrse como si fuese la última vez en su vida, su orgasmo, esos segundos tenían que ser inmensos como el cosmos. Esos segundos llegaron; fue poco a poco: "Oh-oh-oh, Fátima, oh-ohh"; "Hiii, ay, Marcos, hiiii"; "Ough, Ough"; "Ahh, ahhh": "Uuggff"; "Aaaahh".

El semen de Marcos inundó el coño de Fátima. Marcos cerró los ojos, sintiendo el galopante placer en la punta de su capullo, y se desplomó sobre Fátima. Esta murmuraba frases inconexas sobre "felicidad", "casa", "ceremonia", "juramento", "fidelidad", pero Marcos no atendía. Su placer había sido más del esperado.

Media hora más tarde, Marcos y Fátima se despidieron hasta el día siguiente: "Marcos, te quiero, al fin soy tuya", dijo Fátima al despedirse; "Fátima, siempre fuiste mía", soltó Marcos. Ella se dirigió hacia la parada del autobús; él, hacia su 4×4.

Marcos llegó a su chalet; notó que despedía un fuerte olor a sexo, así que se duchó antes de acostarse junto a su esposa. Apartó el embozo, la manta y la sábana y se tumbó. Tatiana despertó: "¿Qué tal el trabajo hoy jamoncito?", preguntó; "Duro, muy duro", contestó Marcos; "Oh, mi jamoncito, bájate el pijama que te voy a hacer una mamada para que duermas bien". Marcos se bajó el pijama y, cubierto por el abrigo de la ropa de cama, vio el bulto de la cabeza de Tatiana subiendo y bajando, subiendo bajando, subiendo-bajando-subiendo-bajando…, y emitió una sonora exhalación al verterse en la boca de Tatiana. Acto seguido, pensó en el trabajo, en el día siguiente, en lo que le esperaba, o en la que le esperaba y rio.

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