En mi juventud era raro que en mi círculo más íntimo de amistades hubiera personas que no compartiesen mis inquietudes políticas, filosóficas, gustos musicales, etc.
Rompía la norma un colega, al que conocía desde la infancia, que aunque era todo lo contrario a mí, manteníamos el contacto.
Juan, que así se llama el colega, no era parte de mis pandillas de juerga de los findes, ya que no era trasnochador. Nuestros encuentros eran más de tardeo y terraceo.
Él es un ferviente católico y conservador en política. Yo soy todo lo contrario. Soy materialista filosófico, o sea ateo, y muy progresista en política.
Con Juan suelo entablar largos debates, charlas muy placenteras. Mantenemos la conversación dentro del respeto y la cordialidad.
Él para darle más consistencia a sus argumentos recurre a citas de San Agustín, Tomás de Aquino y René Descartes. Yo para rebatirlo, realzo mis argumentos con citas de Jean Meslier, Barón de Holbach y Friedrich Nietzsche, entre otros.
Juan disfruta mucho con nuestras discusiones porque le dan la oportunidad de expresar sus pensamientos y desarrollarlos, aunque sea con alguien que no los comparta. La mayoría de sus colegas universitarios no están muy interesados en la filosofía o la teología y enseguida le ponen excusas para no tener que aguantarle la chapa. Por mi parte, agradezco el tener un conversador enfrente que no repita lo mismo que yo, que difiera, porque eso me estimula a exprimirme más la sesera y a buscar buenos argumentos con los que intentar rebatirlo.
Él compaginaba los estudios con el cargo de sacristán en una parroquia. También hacía las labores de jardinería y recadero en la casa parroquial donde vivía el nuevo sacerdote. Este era un hombre de unos 40 años, casi obeso y con una alopecia incipiente. Vino a sustituir a Don Genaro, el cura de toda la vida, que por fin decidió retirarse a la edad de 82 años.
El nuevo sacerdote, que se llamaba Don Antonio, solo estaría de forma interina, mientras no mandaran al que se quedaría de forma definitiva.
Juan, una tarde de las que reservábamos para nuestras divagaciones filosóficas, de repente, cambió de tema para hacerme partícipe de sus malas impresiones respecto al nuevo sacerdote. Los escasos tres meses que Don Antonio llevaba ya en la parroquia le estaban dejando a Juan una sensación de fuerte decepción.
Os transcribo, de boca del propio Juan, la confidencia que me hizo hace ya mucho tiempo y que yo comparto encantado con vosotros.
Pues, Jonathan, escucha. Un día que estaba por los jardines de la iglesia, cerca del cementerio, llegó una mujer de estas que van de señoronas, con sus abrigos de visón. Tenía unos 50 años. Me pregunta por Don Antonio. Le digo que está en la sacristía haciendo unas gestiones. La mujer se dirige al lugar. Unos minutos más tarde sale Don Antonio y me dice:
–Voy a confesar a Doña Eulalia. No nos molestes en todo ese tiempo.
–Muy bien. Yo seguiré con la poda –le contesto.
Después de terminar de podar las enredaderas empecé a cortar el césped.
El caso es que llevaba casi media hora inmerso en mis faenas cuando me percato de que Doña Eulalia todavía no había abandonado la iglesia. Era mucho tiempo para una confesión. Así que, decido entrar en la iglesia, de forma sigilosa, porque la intuición me decía que algo raro estaba pasando. Observo que la puerta de la sacristía está cerrada. Me tomo la licencia de pegar la oreja en dicha puerta. Se oyen unos cantos gregorianos que salen de una minicadena. Pero lo escandaloso es que por debajo de estos cantos se escuchaban, no sin cierta dificultad, unos gemidos y jadeos de fondo. Decido salir de la iglesia a paso ligero por miedo a ser pillado y vuelvo al trabajo.
Al cabo de unos 10 minutos veo salir a Doña Eulalia de la iglesia, algo acalorada y despeinada. Se iba colocando bien el abrigo y se despide con un “Adiós, mozo”.
A partir de ese momento me empiezo a dar cuenta de que estoy sirviendo a un cura que rompía el molde de los que había conocido anteriormente. Pero el asombro no había llegado a su culmen.
Un domingo en una Homilía no se le ocurre mejor idea que elogiar al Papa Alejandro VI y al Marqués de Sade. La mayoría de los feligreses son de escasa o nula educación y no sabían nada de la trayectoria de estos dos personajes históricos. Solo se quedaron con el dato de que eran un Papa y un Marqués y eso les sirvió para no tener que indagar más. Pero yo, que sí conocía sus biografías y obras, me horroricé de que un párroco los mencionase y halagase desde el púlpito.
Don Antonio tenía unas reuniones los martes y viernes de 20 h a 23 h, en la casa parroquial, con la directora de todos los catequistas de la comarca y con la presidenta de la Asociación de Amas de Casa Católicas. Decía que eran para planificar las actividades pastorales. A esas horas ya no estaba el servicio, que suele plegar a las 19 h.
Yo, después de todo lo que iba descubriendo y a medida que iba conociendo al personaje, me temía que aquellas reuniones eran para todo menos para hablar de temas parroquiales.
Como tenía una copia de la llave de su casa (para llevarle la compra cuatro veces por semana y para otros menesteres), decidí una noche allegarme por allí, bien pasadas las 21 h, para dar un cierto margen de tiempo.
Desde fuera se veía luz en el salón. Abrí la puerta con mucho cuidado para no hacer ruido, me descalzo y me acerco a gatas hasta el umbral del salón. Me sentía protegido por la oscuridad del pasillo.
No por esperado me causó menos conmoción. Tuve que santiguarme tres veces ante lo que estaba viendo. No me lo podía creer.
Postrada en un sofá estaba la directora de catequistas, semidesnuda. En una de sus manos tenía un crucifijo, de aspas redondeadas, el cual se introducía por el coño y con el que se follaba así misma, a buen ritmo.
En medio de la sala estaba a cuatro patas la presidenta de la Asociación. Don Antonio sujetándola por detrás le zumbaba bien el conejo mientras le zurraba el trasero, en ocasiones, con las palmas de las manos.
Tenía algo que le envolvía la base del pene. Fijándome bien me di cuenta de que era un Rosario de plata. Con cada embestida este chocaba con fuerza en la vulva de la presidenta y hacía el característico sonido metálico.
Aquellas personas de mentes perversas, que tenían a su cargo la formación moral de nuestros niños y el cuidado de nuestros ancianos, veían en lo sacrílego un motivo para el regocijo y el deleite.
Descubrí que a Don Antonio también le excitaba blasfemar, pues cada vez que abría la boca soltaba perlas como “Me cago en Dios y en la guarra que lo parió”. Y esta era de las más suaves.
Cuando Don Antonio estaba a punto de correrse la sacó del coño y sacudiéndosela unas tres o cuatros veces, comenzó a eyacular y a llenarle las nalgas de semen a la presidenta. Esta también, unos minutos antes, había tenido un orgasmo que la hizo chillar como una perra en celo.
La directora, al ver el espectáculo que tenía delante, aceleró su particular follada con el crucifijo y se corrió emitiendo un alarido tan fino, que casi me daña los tímpanos.
Se tomaron un piscolabis y unas copichuelas mientras recuperaban fuerzas.
Sus conversaciones giraban sobre la ingenuidad del populacho y de lo fácil que es manipularlo para que sirva dócilmente a los intereses del Trono y del Altar… y por supuesto, de los poderes fácticos como el Capital, la Banca y la nobleza.
A medida que seguían haciendo escarnio del pueblo llano se iban poniendo a tono.
Don Antonio se sentó en un sofá. La directora se montó encima y comenzó a cabalgarlo, mientras lo besaba con pasión. La presidenta de vez en cuando le sacaba la polla y se la chupaba un rato antes de volver a meterla dentro del chumino de su compañera de juergas. Don Antonio iba cambiando de jinete alternativamente, pero esta vez quiso correrse en el chochito de la directora.
Antes de que salieran del salón para ir a la cocina o al cuarto de baño, decidí que ya había visto bastante y que sería mejor marcharse, para no poner en riesgo la operación por causa del exceso de curiosidad… y también de morbo, porqué no decirlo.
No perdí la fe aunque me cuesta cada día más creer en la jerarquía eclesial.
Esto me contó mi colega Juan hace prácticamente 30 años. Por suerte para él, aquel sacerdote a los pocos meses se fue, dejando el puesto al que llegó de forma definitiva. De hecho, aún continúa allí a día de hoy.
Juan me llamó hace unos meses para informarme de que Don Antonio había fallecido a la edad de 74 años.
No se me ocurrió otra cosa que expresar un “¡Que Belcebú lo tenga en su Gloria!”.