Han pasado muchos años y lo recuerdo como si hubiera sucedido apenas ayer. Y no es para menos, aquel fin de semana ha sido, tal vez, la mejor experiencia que haya vivido y que quizá vaya a recordar por el resto de mis días. Por aquellos años yo todavía era un universitario que rondaba los veinte y que empezaba a ganarse sus primeras oportunidades de trabajo.
Por motivos que aún no logro entender y que no vale la pena tratar de explicar, llegué como practicante al Congreso de mi estado, en la conflictiva y enorme Ciudad de México. Aunque ya anteriormente había participado en actividades del mundo de la política, aquello no dejó de sorprenderme: El poder, la opulencia que se palpaba por los pasillos, el dinero que se derrochaba entre esa gente y el desdén con el que se veían unos a otros me pareció abrumador y al principio desafiante.
En medio de ese mundillo de gente superficial y con grandes dotes de influyentes, conocí a Mariana, una mujer más grande que yo (siempre me han atraído las mujeres mayores) y que era uno de los objetos de deseo de aquellos hombres poderosos y acostumbrados a tener lo que querían cuando lo deseaban.
Ella era de estatura mediana, morena clara, cabello lacio y castaño, delgada con dos piernas largas y torneadas, un trasero que reflejaba una buena rutina de ejercicios, dos tetas de muy buen tamaño y una sonrisa deslumbrante. Era realmente hermosa. Desde el primer momento en que la vi me gustó, aunque lo imponente del medio y su belleza hicieron que no me hiciera muchas esperanzas con ella.
Inicialmente el trato era cordial, el saludo y una sonrisa cuando coincidíamos en algún pasillo o los elevadores, y alguna que otra conversación sobre nuestras actividades. Hasta ahí. Cierto día hubo una manifestación de inconformes (en México hay decenas todos los días) que impidió que pudiéramos ingresar al recinto legislativo, por lo que todos tuvimos que quedarnos afuera a la espera de que se levantara el mitin y pudiéramos ingresar. Cuando empezaba a mostrar signos de fastidio, escuché a alguien hablar detrás de mí, balbuceando palabras que delataban el mismo cansancio que había en mí, así que giré la cabeza y la vi ahí, recargada sobre una pared, luciendo un vestido negro entallado corto y unos tacones que remarcaban aún más esas piernas tan bien cuidadas. Debajo de su vestido, llevaba unas medias negras que la hacían ver muy sensual. La saludé y por primera vez me acerqué a ella para completar el ritual con un beso en la mejilla. Su aroma era exquisito, fresco y mis labios lograron sentir esa piel humectada y suave que correspondía a una mujer de no más de 40 años de edad. Empezamos a platicar y en uno de esos arrojos que no tampoco puedo explicar, le propuse ir alguna cafeteria mientras la manifestación terminaba. Para mi asombro aceptó, aunque ella insistió en que no fuera muy retirado del Palacio Legislativo, por aquello de que la pudieran buscar en cualquier momento.
En la cafetería yo pedí café negro y sin azúcar, como era mi costumbre y ella pidió un té. Pude conocerla mejor y descubrir que además de hermosa era una mujer con un sentido del humor fantástico y una inteligencia excitante. Ella tenía 35 años. Me contó que era soltera, que hacía unos años había vivido con un hombre, pero que por sus celos y su poca disposición para divertirse terminó por aburrirla y sin más lo terminó. Me contó que había muchos tipos en la Asamblea que la cortejaban: políticos, asistentes, secretarios particulares, líderes de bancada, etc. pero que a su gusto eran gente sin cerebro que solamente la veían a ella como un trofeo. Escuchar que ella se asumía como un trofeo me calentó. Saber que en ese preciso momento tenía a aquella chica frente a mí, contándome pasajes de su vida y ver esa sonrisa tan natural y perfecta me hacía latir y vibrar. Terminamos nuestras bebidas y volvimos al Congreso a retomar nuestras actividades, pues la manifestación ya había terminado.
Después de aquella breve reunión el saludo fue siempre acompañado de un beso, una sonrisa y un abrazo. Algunas veces ella estaba conversando con uno, dos o tres hombres que la rodeaban en actitud de asecho y ella interrumpía la conversación para ir hacia mi o ponerse en una posición disponible y abrazarme. Era maravilloso. Ahora ya podía oler ese perfume fresco y besar esa piel suave todos los días.
En otra ocasión coincidimos en una sesión del Congreso, llegué mucho antes de que iniciara la reunión y me senté lo más retirado posible de la tribuna. No me gustaba estar cerca de esa gente porque el aburrimiento se hacía latente después de dos horas de escuchar discursos vacíos. Justo estaba revisando mi celular cuando la vi entrar por la puerta principal, con un vestido blanco entallado que le marcaba su figura espectacular y un abrigo que la hacía ver muy elegante. Yo todos los días llevaba saco y corbata. Cruzamos miradas, alcé la mano y le extendí el saludo. Aunque varios hombres se acercaron a saludarla, ella no perdió el rumbo y se dirigió exactamente donde yo estaba sentado, se inclinó, me besó en la mejilla y me dijo al oído, "menos mal que estás aquí, esta gente es insoportable". Acto seguido se sentó en el lugar continuo al mío y empezamos a platicar de cualquier cosa. Me sentía feliz, viendo como esos tipos potentados me veían con recelo y cierto desprecio.
Sacó su celular, hizo un par de llamadas y cuando colgó me dijo "¿no tengo tu número, verdad?". Le dije que no y se lo pasé, advirtiéndole (en tono de broma) que no me gustaban las llamadas a media noche, ni muy temprano. Guardó mi número y me marcó, para que pudiera guardar el suyo. No sé qué habrán aprobado en aquella sesión, cuántas leyes o reformas habrán debatido ni cuántos legisladores asistieron, pero recuerdo perfectamente esas cinco horas en medio de risas, pláticas sobre nuestros gustos, recomendaciones de cine, música, lugares comunes y viajes del pasado y futuro. Cada conversación con ella reforzaba más y más mi gusto y mi deseo hacia aquella chica tan especial. Solamente una cosa me distraía, su constante cruce de piernas. Ese vestido blanco y ese movimiento me recordaban a Sharon Stone, una de mis fantasías más grandes, por lo que mi deseo no hacía más que crecer.
Nuestra relación era cada vez más íntima, me contaba de sus ex parejas, de sus pretendientes, de su familia, de sus amigas, de su vida como universitaria, de sus experiencias laborales, los rumores que se decían en los pasillos del Congreso sobre tal diputado o tal político. Fueron meses muy divertidos a su lado. Con el tiempo se hizo más común vernos juntos.
Un día como a las dos de la mañana sonó mi celular. Revisé la pantalla y vi que era ella. Contesté aún adormilado y me dijo algo como "ya sé que odias que te marquen en la madrugada, me lo dijiste cuando me diste tu número, pero ahora mismo quiero decirte que estoy muy ebria y que pensé en llamarte para decirte que eres un chico muy especial para mí". Me quedé helado. Le dije que yo también la consideraba una mujer muy especial y que ojalá estuviera con ella en el mismo lugar que se encontraba, para disfrutar de su buen humor y alegría del momento. Me pidió que fuera por ella, pero le dije que no podía salirme a esa hora, ya que mi auto estaba en el taller y viajar dos horas a las afueras de la ciudad era complicado. Dijo que estaba bien, con un tono de desencanto y quedamos en vernos al otro día en el trabajo.
Ya en el Congreso, llegó con unos lentes oscuros que evidenciaban su desvelo y mal estado físico, me acerqué a saludarla y su actitud era de arrepentimiento, de pena por haberme despertado. Le dije que ella podía llamarme cuando quisiera y yo me disculpe por no haber ido a su rescate, pero le dije que a esa hora salir y trasladarme dos horas en transporte público era un suicidio en México. Me pidió que la acompañara por un café y ahí me contó que estaba con dos de sus mejores amigas, que les contaba sobre mi y que ellas la habían motivado para que me marcara. Tenía una oportunidad con ella, pensé.
Una semana después, me invitó a un concierto en día viernes, tres días antes de su cumpleaños que era el lunes. Le dije que sí, que aceptaba y después de eso podíamos ir a bailar o algo. Acordó que pasaría por mi en su auto, ya que mi vehículo seguía en reparaciones, aunque yo me encargaría de manejar como muestra de agradecimiento. Para mi mala (o buena) fortuna, salí más tarde de trabajar y me retrasé, así que cuando llegó a recogerme yo todavía no me metía a bañar. Le expliqué la situación y le pedí que subiera a mi departamento para que no estuviera esperando en el estacionamiento, a lo que ella accedió. Cuando abrí la puerta la vi con unos jeans blancos que la hacían ver fantástica, unas zapatillas negras, un saco negro y una blusa blanca. Se veía extremadamente bien. Noté que debajo de su blusa blanca llevaba un sostén negro. Me prendió al momento. Le pedí que entrara, que se pusiera cómoda y me comprometí a que en 15 minutos estaría listo. Le destapé una cerveza, le puse un CD de la banda que iríamos a ver y me fui a alistar.
Mientras estaba en la regadera noté que tenía una enorme erección, haberla visto con esas prendas, saber que estaba sentada en mi sofá y sentir el agua caliente cayendo sobre mi me excitaba mucho. Cuando salí para irnos la descubrí sin el saco, con el olor de su perfume envolviendo toda la sala y una cerveza destapada para mi. Me senté a su lado, le di un trago a la cerveza y sin voltear a verla le dije que hacía muchos meses que había deseado estar así con ella. Apenas empezaba a ligar las palabras cuando se subí sobre mi y nos empezamos a besar. No sé exactamente qué hora era, pero calculo que eran cerca de las 20 h.
Un beso, luego otro beso y después uno más. Besos suaves, lentos, con mucho cariño y afecto. Después de aquel primer acercamiento, la miré y le dije que prefería no ir al concierto, que prefería irme con ella a un hotel. Propuse el hotel porque mi departamento era pequeño y estaba algo desordenado, no creía que fuera un buen lugar. Me sorprendió cuando con una sonrisa (esa misma sonrisa que me volvía loco) me dijo que no tenía boletos, que no sabía como invitarme a salir y que esa le pareció la mejor coartada. Cuando nos disponíamos a salir rumbo al hotel, la tomé de la cintura y la jalé hacia mi, nuevamente la besé, pero ahora sí al estar de pie pude tocar sus nalgas, firmes y grandes y apretarlas delicadamente. Pegarla hacia mi verga erecta y sentirla más de cerca. La besé lentamente por todo el cuello y puse mis manos sobre sus tetas. Aquello era increíble.
Antes de bajar al estacionamiento, miré el reloj y vi que ya eran cerca de las 22 h. En tres besos habían pasado casi dos horas. El tiempo a su lado se iba volando y eso empezaba a hacerse evidente con solo un poco de contacto. Cuando bajamos al estacionamiento y encontramos el auto estacionado, volví a tomarla por la cintura y repetí el ritual de besos por su boca, su mejilla, su cuello y su apretón hacia mi. Fue en ese momento, cuando por primera vez, puso su mano sobre mi verga que estaba ya bastante dura.
Cuando le iba a abrir la puerta del copiloto, metí la lleve en la puerta trasera, la abrí y me metí, me dejé caer en el asiento y con mis manos la invité a que me siguiera; sin pensarlo dos veces, se dejó caer sobre mi. Besos, besos y más besos. Cada vez más profundos. Su aliento era fresco y con un toque a la cerveza que se había tomado. La tomé por las nalgas nuevamente y la apretaba hacia mi. Entendió mi deseo y empezó a moverse simulando que tenía mi pene dentro de ella, de arriba hacia abajo. Cuando ya los dos estábamos más calientes, sonrío nuevamente y me dijo "no vamos a llegar a ningún hotel, mejor hay que subir". Sin decir palabra salimos del auto y nuevamente entramos al departamento.
Ya en mi habitación, seguimos besándonos y poco a poco fuimos quitándonos la ropa hasta quedar totalmente desnudos. Era una mujer espectacular, su cuerpo estaba bien trabajado, su olor era delicioso y no podía dejar de besarla y acariciar cada rincón suyo. Sus pezones estaban erectos, muy firmes. Cuando quise empezar la verdadera acción, la recosté sobre mi cama y empecé a bajarme poco a poco, al tiempo que besaba sus muslos y sus caderas. Cuando descubrió mi intención, me detuvo y me pidió que no lo hiciera. Me extrañé al principio pero aún con mi corta experiencia de aquel entonces sabía que lo mejor era no insistir. Subí nuevamente hacía sus tetas y seguí besándola.
Después de unos minutos me miró a los ojos y me confesó que no le gustaba el sexo oral, ni hacerlo ni que se lo hicieran, que había tenido malas experiencias y que prefería saltarse esa parte. En vez de molestarme, me excité aún más. Era mi obligación darle el placer con mi boca que no le habían dado. Le dije que no había problema y no le di más importancia.
Le ofrecí otra cerveza, fui al refrigerador y tomé una para cada quien, luego al sanitario y al regresar la encontré con sus pantaletas puestas, debajo de las sábanas. Sabía que su negativa había tensado el momento y comprendí que cualquier error terminaría con la noche. Le entregué la botella y encendí la televisión, para retomar el buen ánimo. Recuerdo que en ese momento eran cerca de las 12 de la noche. Se tomó la cerveza, pegó su cuerpo semidesnudo al mío y en un suspiro se quedó dormida. Yo no dejaba de acariciar su cuerpo. Cuando sentí que mi cuerpo desvanecía y que pronto me vencería el sueño, busqué la mejor posición y ambos nos quedamos sumergidos en el cansancio de una semana de trabajo.
Ya entrada la madrugada una erección me hizo despertar. Haberme quedado con las ganas unas horas antes y esa reacción deliciosa de los hombres de tener erecciones en la madrugada o muy entrada la mañana, me hizo despertar nuevamente con el deseo en ella. Giré levemente en la cama y acomodé mi pene erecto entre sus nalgas, pegándome tanto como fuera posible. La sensación era tan placentera que inconscientemente empecé a moverme sobre ese culo firme y redondo, disfrutando de la sensación de estar cogiéndomela. En esa misma posición pasé mi brazo derecho por debajo de su cabeza y con la mano izquierda empecé acariciarle las piernas, tocar sus nalgas y acariciar sus pechos. Suponer que en ese momento ella ya estaba despierta y que fingía no sentir nada y continuaba durmiendo me excitaba demasiado.
Justo estaba en eso, cuando puse mi mano sobre su vagina, la misma que horas antes se había negado a recibir mi boca sobre ella. Empecé a hacer movimientos circulares y a ejercer cada vez más presión sobre ella, cuando Mariana se movió y pude liberar el brazo derecho que pasaba por debajo de su cabeza. Sin más preámbulo, me metí por debajo de las sábanas y fui bajando nuevamente hacia su sexo. Moví lentamente sus bragas y empecé a besarla en las piernas, las nalgas, las caderas. Tiempo después ella me confesó que simularse dormida también la excitaba bastante.
La desnudé otra vez por completo y sin más empecé a besar su vagina. Mi lengua recorría cada rincón y mi boca salivaba por el deseo de comerse esa zona caliente y suave que ahora estaba totalmente dispuesta a mi voluntad. En aquellos años, tenía una técnica básica pero muy efectiva: escribir con mi lengua el abecedario, primero en mayúsculas, después en minúsculas. Tomándome todo el tiempo del mundo. Disfrutando de aquella mujer voluptuosa y mayor, que había ocupado mi cabeza en los últimos meses. Una vez. Otra más. Una vez más. Tres veces seguí el mismo ritual del abecedario, entregándome totalmente a su sexo. Estaba tan concentrado en aquello que no vislumbré cuando ella, en un estado de excitación total, tomó con sus manos la sábana y la apretó con fuerzas, como queriendo controlar aquello a lo que se había negado horas antes.
Cuando ya mi verga estaba que explotaba de deseo, recompuse mi posición y me subí sobre ese cuerpo delineado y deseado, pero ella me sorprendió y me dijo "ahora es mi turno". Me puso boca arriba y se arrojó a mi pene, comiéndoselo como nunca antes lo habían hecho. Su lengua recorría cada rincón de mi verga, succionaba la punta y besaba mis testículos que reventaban a más no poder. Cuando sentía que más no podía, la tomé por la cabeza y la jalé hacia mi. Me montó y cuando mi verga por fin logró entrar en su cavidad, los dos nos fundimos en un gemido que después nos robó una sonrisa a los dos. Su sonrisa nuevamente.
La manera en la que me montaba me volvía loco, con movimientos firmes y a veces más profundos, ver sus tetas colgando sobre mi cabeza era maravilloso. La tomé por las caderas y con mis manos hacía aún más profunda la penetración. Cuando sentía que iba a terminar y venirme sobre ella, la cambié de posición, la puse en cuatro y la embestí con todo lo que tenía. Nuestros cuerpos estaban húmedos y su perfume se hacía más penetrante. Justo cuando disfrutaba de sus nalgas con mis manos y la embestía, sentí como subía por mi pene toda mi leche, así que le di un par de nalgadas y clavé mis uñas en ese culo que tan bien lucía en las tardes del Congreso, liberé un grito sonoro y dejé ir sobre ella todo lo que tenía. Nuestros jadeos estaban en sincronía, llevaban el mismo ritmo y reflejaban la misma sensación de satisfacción. Pero no era suficiente para mi, todavía faltaba su orgasmo.