El tiempo pasó y más de un año transcurrió desde aquella noche de autodescubrimiento fallido. Pero el deseo volvió a invadirme, más fuerte que nunca. Como una tentación que me acosaba, especialmente en las noches, cuando la imaginación me llevaba a preguntarme qué pasaría si me atreviera a intentarlo de nuevo. Con algo más de experiencia y conocimiento, creía que podría manejarlo de manera diferente esta vez. Sin embargo, la culpa me envolvía como un manto oscuro. Temía que el deseo se saliera de control y llegara a oídos de mi familia, lo cual sería considerado inmoral por ellos. Una vez más, me alejé de aquella parte de mí.
Los años pasaron, y aunque el deseo continuaba presente de vez en cuando, aprendí a resistirlo. Algunas noches, sentía que el deseo se apoderaba de mí por completo. Me levantaba de la cama, tentado a volver a explorarlo, pero lograba tomar consciencia de mis emociones y recuperaba el control de mis acciones. Mantenerme alejado se volvió una batalla constante entre la represión y la aceptación de mi propia identidad.
Luego de un largo viaje de trabajo, regresé a casa y sentí la dicha de mi hogar. Me acosté en la cama y, una vez más, los deseos regresaron con más fuerza que nunca. Esta vez, decidí compartir mis luchas internas con un nuevo amigo que había conocido recientemente. Para mi sorpresa, en lugar de juzgarme, él me alentó a explorar ese lado oculto de mí mismo. Impulsado por su apoyo, decidí intentar jugar con mi anito una vez más, así fue como empecé con los masajes suaves y lentos con las yemas de mis dedos. Me sentía más seguro y confiado en mi experiencia previa, me sentía relajado y me gustaba. Poco a poco intentaba meterme un dedo, de modo que cada intento me daba más claridad, pero la culpa seguía acompañándome. Una vez más, me alejé, sintiendo que estaba traicionando mis propios valores.
Pasaron un par de meses, y el deseo persistía en mi mente. En las últimas ocasiones, noté que realmente disfrutaba de esas travesuras. Los golpes de culpa ya no me dolían tanto como aquella primera vez. Armado de valor, decidí intentarlo una vez más, esta vez determinado a llegar al límite y explorar hasta dónde podía llevarme. Me duché y casi con desespero me metí a la cama con un lubricante que había comprado con anterioridad para usarlo con mi novia, unos condones que escondí debajo de la almohada y mis deseos que poco a poco eran incontenibles, de tan solo pensar en lo que iba a hacer me tenía caliente con mi miembro erecto como un tronco. Lubriqué mi pequeño orificio y cogí el condón y poco a poco metí un dedo, al inicio sentí irritación pero el gusto era mayor que no me importaba. Empecé a jugar con mi anito y me encantaba, poco a poco el gozo se hacía más intenso que comencé a gemir tal cual una puta en celo, no quería parar nunca, metía y sacaba casi con desespero. Por momentos imaginaba que alguien me penetraba, sin embargo, aquellos alucinaciones regresaban la culpa a mi mente, empecé a sentir el dolor, una vez más me hacía excedido un poco.
Después de una semana de haber sentido verdadero gozo y pasión, la culpa volvió a invadirme. Pasé el resto de los días sumido en la angustia. Al despertar, solo sentía una sensación de calma superficial. Comencé a cuestionarme si valía la pena adentrarme aún más en esto, si los momentos de gozo fugaz justificaban la culpa que le seguía.