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Un desahogo desesperado tras el máximo error
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Me llamo Alexandra y tengo 29 años. Soy médico y trabajo en un hospital importante de Madrid. Escribo este texto para contar la historia que marcará mi vida para siempre. Desde la facultad de medicina salgo con Felipe, un chico encantador con el que he compartido mi vida desde entonces. Nuestra relación no es solo sentimental, también somos los mejores amigos posibles y, aunque sea raro decirlo, también somos como hermanos. Nuestra química fue palpable desde el principio. Sin decir nada, sabíamos qué pensaba la otra persona y jamás necesitamos una extensa conversación para hablarnos.

Nuestra relación se basa en la amistad, el amor y la lealtad. No estamos casados, ni mucho menos por la iglesia, somos apasionados de la medicina y creemos que las enfermedades se curan con ciencia y no con oraciones.

Felipe tiene su cuerpo trabajado en el gimnasio. Mide 1,82 y tiene un pelo muy negro. Su piel tiene un tono normal y sus músculos están más que definidos. Sus ojos verdes se me clavaron en el corazón desde el principio. Yo mido 1,68 y también soy moreno. Mis ojos son negro azabache y presumo de tener un buen pecho natural. No excesivamente voluminoso, pero sí redondeado. No soy tan aficionada a la rutina de gimnasio, aunque sí voy de vez en cuando y eso permite que se me quede marcado un bonito trasero que Felipe aprovecha para azotar cada vez que mantenemos relaciones sexuales. Algo que pasa muy a menudo, por cierto.

Tras algo una década de relación, nuestro sexo sigue muy vivo y ardiente. Particularmente me gusta practicarle sexo oral y él se muere cuando jugueteo con su prepucio con mi boca. Soy bastante fogosa con los preliminares y eso le calienta tanto que luego las penetraciones son bastante activas. Nuestro mundo sexual es el paraíso.

En estos años de relación, jamás estuvimos cerca de traicionar nuestra lealtad. Somos el prototipo de pareja ideal, con éxito laboral y personal. Unos meses antes de este escrito nos habíamos comprado una casa en la zona más noble de Madrid. Sin embargo, nuestra confianza ciega se truncó un jueves por la noche y todo mi mundo se derrumbó.

Era el cumpleaños de una de nuestras enfermeras y todas las que trabajamos en nuestro turno fuimos a su cumpleaños donde lo pasamos genial. Quiso hacer una fiesta femenina y por eso ellos no vinieron. La cena fue divertidísima, contándonos mil anécdotas y hablando de mil cotilleos relacionados con el hospital. Después de la cena en un restaurante bastante exclusivo de Madrid, decidimos ir a tomar unas copas para terminar la noche. Yo no estoy acostumbrada a beber mucho, pero esa noche me dejé llevar un poco. No sé muy bien por qué, pero en la discoteca donde estuvimos había una reunión de altos funcionarios de nuestra cadena de hospitales.

Allí nos encontramos con Don Antonio, el gerente del hospital. Desde el primer momento me trató con distinción. Me decía todo el rato que no recordaba a una doctora tan joven y con tan brillante desempeño en el hospital. Me empezó a decir que quería proponerme para jefa de planta.

Don Antonio era un ejecutivo bastante reputado, tenía 54 años y seis hijos repartidos en tres matrimonios. Me sacó del grupo de amigas y me llevó a una sala vip de la discoteca. Allí me dijo, francamente, que necesitaba argumentos para proponerme. Yo le respondí con evasivas, diciéndole que no sabía a lo que se refería. Él, que ya tenía algunas copas encima, rápidamente se bajó la bragueta del pantalón y me dijo que le hiciera pasar un buen rato. Yo no lo podía creer y me quedé en shock.

Me agarró el cuello con la mano y me bajó la cabeza hasta su pene empalmado. "Dame un lengüetazo", dijo. No vi otra salida. Con miedo me metí su venoso miembro y empecé a chuparlo con la lengua de arriba a abajo, sin manos, jugando con las babas y con su potente miembro. Mi blusa ya estaba entreabierta y empezaban a asomar mis tetas que él no desperdició en sobar con ansiedad. Tras una mamada yo ya estaba ardiendo y me bajé el tanga para montarme encima de él. Mi progresivo movimiento pélvico le excitaba muchísimo y yo noté como sus venas se tensionaban dentro de mí.

Tras pasar por varias posturas, me puse a cuatro patas y él me penetró como si fuera un cowboy. En esa última postura, hubo un momento determinado en el que paró de bombear y acercó su boca a mi oído para susurrarme: "Dime que eres mi cerda! Dímelo". No supe cómo reaccionar. A lo que siguió: "Dímelo o te destrozó a pollazos!". No tenía salida y le dije lo que lo deseaba escuchar "soy tu cerca, sí. Tu mayor puta!"…

No pudo resistirse más y vertió sobre mi espalda una grumosa corrida que terminó con unas sacudidas de su pene contra mis nalgas. Salió de allí con un comentario vejatorio que me dolió más que la propia penetración: "qué guarras sois las rojas, joder".

Sin embargo, lo peor estaba por venir. Sin saber cómo, al día siguiente todo el hospital tenía la grabación. No sé cómo logró grabar nuestra sesión de sexo, pero estaba en todos los móviles de mis compañeros, incluido Felipe. Jamás me volvió a dirigir la palabra. Solo rompió el silencio para decirme que me olvidara de él y que desapareciera de su vida. Estuvo de baja por un tiempo y luego se marchó a Asia. No le he vuelto a ver. El día que rompió conmigo me quedé tan destrozada que intenté saltar por el balcón, pero una amiga que intentaba consolarme logró sujetarme a tiempo.

Esa misma noche salí para abrazarme a la ingratitud de la noche madrileña. Allí, rota por dentro, entré en un bar de mala muerte donde rápidamente pedí varios whiskys que me bebía como si fuera agua. Estaba desesperada. Al otro lado de la barra había un hombre de mi edad, de raza negra y no me quitaba ojo. Parecía un desgraciado que había llegado hasta allí desde otras latitudes para ganarse el pan. No parecía muy afortunado en lo económico.

Tras un cruce de miradas, me levanté hacia él y le agarré del brazo con violencia para llevarlo rápidamente al baño. En cuanto entramos lo empotré contra la pared y le empecé a besar con pasión. Él rápidamente entendió todo y empezó a manosearme el culo y mis tetas. Acto seguido le bajé el pantalón y descubrí una auténtica anaconda negra. Su pollón era mío, estaba despechada y esta era su noche. El sexo salvaje con un desconocido es algo que jamás pensé que haría, pero no tenía y ni quería ver más allá. Destrozarte así la vida es lo único que hace que puedas tirar para adelante. Su violencia follándome por detrás me produjo un leve desgarro anal. Su abundante y grumoso semen fue mi cena de la noche. Lo disfruté muchísimo, incluso sabiendo el riesgo que corría por hacerlo sin condón.

Las malas decisiones, cuando se hunde el barco, solo acelera el proceso de extinción.

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