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Un confinamiento sexual
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Mi nombre es Roberto y soy de España.  Tengo 45 años y una hermosa mujer llamada Sofía. Llevamos casados 20 años y fruto de nuestro feliz matrimonio surgió nuestra única hija, María, de 18 años recién cumplidos. María es una chica aplicada en los estudios (quiere estudiar bellas artes) y nunca le hemos conocido novio formal. María heredó de su madre una esbelta figura, con una carita angelical que evidencia no haber roto nunca un plato. El próximo curso irá a la universidad, pero la pandemia por el COVID-19 parece que retrasará esos planes. Cuando explotó todo esto, nos atrincheramos en casa. Mi mujer trabaja como secretaria para una multinacional japonesa aquí en España y yo trabajo en un bufete de abogados. Nos va bien y somos realmente felices.

No puedo parar de pensar cuánto puede perturbar el retraso académico en mi hija, que siempre llevó un expediente escolar inmaculado. Como he comentado anteriormente, nunca la hemos conocido novio formal porque ella realmente siempre mostró más interés por los estudios. Reconozco que ya no es la niña que siempre he visto jugando de un lado para otro en nuestra casa de la sierra madrileña. Ahora, con 18 primaveras, ya es toda una mujer. No está bien que yo, como padre, lo diga, pero es llamativo su trasero respingón y, aunque no tiene un pecho muy voluminoso, sí es palpable su pecho en una camiseta de verano. Su figura esbelta podría servirle como modelo.

La asistenta, por la restricción de la pandemia, no puede venir para hacer las tareas de casa. Por tanto, me toca echar una mano a mi mujer. Sofía me pidió que hiciera la colada y ahí que fui. Además, estos días son bastante primaverales y estar un rato en el patio lleno de plantas tendiendo la ropa es un desahogo por vivir encerrado en casa entre ordenadores y papeles del trabajo. La cuestión es que mientras ponía a secar toda nuestra ropa, cosa que yo nunca hacía, me percaté de un tanga rojo súper fino. Prácticamente de hilo y con un encaje llamativo. Me llamó la atención porque es una prenda que yo nunca le había visto a mi mujer, así que deduje que era de mi hija. ¿Cómo podría llevar mi hija una prenda tan provocativa? Me perturbó la idea. Sin embargo, no puedo negar que, mirando con anterioridad alrededor, me puse a oler la pieza. E incluso me excité sensiblemente y tuve que acomodarme ligeramente con la mano la inquietud de mi miembro. La cosa no pasó a mayores, pero no pude quitarme esa imagen de la cabeza con facilidad.

Un par de días después, con un calor primaveral un tanto sofocante, subí a la parte de arriba de la casa para buscar unos documentos que tenía en mi pequeño despacho de lectura. Para llegar ahí, antes había que pasar por delante de la puerta de la habitación de María. Como digo, era una mañana soleada, pero justo un poco antes de llegar a la altura de su habitación, escuché un ruido pertubador. Me frené de inmediato. ¿Qué había sido eso? Sofía estaba en el jardín regando las plantas y el ruido no me pareció ser de ella. Tras un impasse de varios segundos, volví a escucharlo. Estaba en absoluto silencio cuando volví a escucharlo por tercera vez. Sí, era un gemido muy dulce y lírico procedente de la habitación de mi hija. Tenía la puerta entreabierta y me asomé sigilosamente porque no entendía qué sucedía. Cuando, con sumo cuidado, me asomé, vi a mi hija María tumbada en la cama. Tenía puesta una camiseta blanca de estar por casa, pero no llevaba ningún pantalón o short puesto. Solo tenía puesto el tanga rojo que puse a secar unos días atrás y la mano metida dentro del tanga, pudiendo captar un incesante movimiento de mano. Su otra mano tapaba su cara y acomodaba de vez en cuando su pelo. No lo podía creer, mi María se estaba masturbando.

La curiosidad evitó que saliera de allí rápidamente y me quedé observando el espectáculo mientras me aseguraba de que no me viera. El tanga me excitaba muchísimo y mi hija, en esa postura, también. Pronto empecé a notar como mi miembro crecía dentro del pantalón. Ella cada vez le daba más potencia al movimiento de mano y se retorcía en la cama con mucha facilidad. Lo estaba gozando. Su sensibilidad era visible y pronto se abrió de piernas para darse espacio mientras seguía batiendo a buen ritmo. Lograba controlar los gemidos, pero siempre se le escapaba alguno. Cuando mi mirada se centró por un segundo en el movimiento del tanga con las piernas abiertas, no me puede resistir y entré.

Lo hice sigilosamente, sin que ella se diera cuenta dentro de su mundo de fantasía. Justo en ese momento, hubo una pausa y se llevó las dos manos a la cara, disfrutando el momento. No me pude contener y la relevé poniendo mi mano sobre su coño. Su reacción fue muy asustadiza, echándose para atrás bruscamente. Su cara de vergüenza y sorpresa delataba un mal momento. La sonreí y la tranquilicé como pude. Además, su ventana daba al jardín donde estaba su madre y un grito fuerte la alertaría. Con mi dedo en la boca le hice el gesto de silencio. Volví a poner la mano sobre su coño y la metí dentro del tanga, con cuidado, despacito. Levemente empecé a introducir un dedo, tuvo que echar la cabeza para atrás por lo sensible que ya estaba después de su sesión de masturbación propia. Pasé a introducir el segundo dedo y a ejecutar un movimiento incesante de mano.

Ella notó sorprendida mi duro pene presionando el pantalón y quiso tocarlo. La dejé y parecía sorprendida del tamaño. Me bajé la bragueta del pantalón y liberé, delante de su cara, mi potente miembro de 26 centímetros en todo su esplendor. Se quedó alucinada. No se pudo contener y rápidamente se lo introdujo en la boca. Nunca la habíamos conocido novio, pero sabía lo que hacía. Fue una mamada juvenil, no muy técnica, pero sí enérgica. Tras pasar unos minutos, no me pude aguantar más y la levanté para darla vuelta. Bajé su tanga y me aseguré de que su coño estaba húmedo. Le di un par de palmaditas en su pulcro trasero y le introduje mi pene. Confieso que perdí un poco el control al principio y acometí varias sacudidas bruscas donde ella gritó un poco.

Posteriormente la llevé contra la ventana, María asomó medio cuerpo y yo regulé para que Sofía no me pudiera ver. Las sacudidas contra su cuerpo eran cada vez eran más rápidas y enérgicas. Noté como se saludaban madre e hija desde la distancia y eso me excitó todavía más. Cuando me percaté de que Sofía no miraba, apreté con fuerza para correrme dentro de ella, salvado por el condón que me había puesto previamente, claro. Giró su cabeza y me sonrió, le di un par de palmadas en su juvenil nalga y saqué mi pene erecto bañado en leche.

No articulamos palabra. Me limpié con su tanga rojo y, cuando me iba, volví para confiscarlo. Ese tanga serviría para recordar el día que desvirgué a mi hija.

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