Me quedaban por delante casi doce horas de mirar por la ventana del autobús. Por una feliz coincidencia, desde la salida, el asiento de al lado lo ocupó un amigo al que hacía algunos años que no había visto. Pasamos las horas hablando de todo y de nada. Y del tiempo en que fuimos amantes. Los dos habíamos cambiado mucho pero seguía latiendo ese rescoldo que enseguida prende todo. Antes de la parada para cenar ya habíamos cambiado nuestro destino para pasar por lo menos una parte de las vacaciones juntos.
Nos acurrucamos para dormir bajo la misma manta. El pelo y el afeitado eran distintos, pero el calor de su cuerpo y de su aliento eran iguales. Levanté la cabeza y le besé sobre los labios. Y de repente su cuerpo me había arropado, nuestras lenguas peleaban por encontrar el camino a la boca del otro. Pasé los brazos por debajo de su ropa y clavé los dedos en su espalda. Tenía la piel erizada, igual que yo.
Me acarició las mejillas. Esos ojos. Volví a descansar la cabeza en su hombro. Me besó el pelo.
– Buenas noches.
– Descansa.
Quedamos muy pocos a pasar la noche en la carretera. Fuimos los únicos que seguíamos compartiendo asiento en una de las últimas filas. El movimiento del autobús arrulla y hay horas en las que mágicamente todos los pasajeros caemos en el sueño más profundo.
No sé qué hora sería cuando me desperté. Con un gran esfuerzo abrí un ojo y por una brechita de la manta vi que fuera todavía era noche cerrada. Me encantaba cuando me abrazaba desde atrás y sentía su respiración bajando por mi oreja y mi cuello. Volví a cerrar los ojos para dormirme.
Pero me di cuenta de que él también se había despertado. Me acarició el brazo, con tanto deseo que arrastró la manga hacia arriba. A la siguiente caricia sintió como se me había erizado la piel y le oí sonreír. Mordisqueó húmedamente mi oreja. Con la mano que quedaba debajo de mi cuerpo acariciaba mi muslo.
– Tranquila. Todos Siguen durmiendo. No vamos a hacer ruido.
Casi ni terminó la frase y ya estaba besándome el cuello. Besos largos, húmedos, que arrastraban los labios por todas partes y dejan que la lengua pruebe cada milímetro. Mi respiración empezaba a ser pesada, muy pesada.
Y de repente la mano que había estado acariciando inocente mi muslo se agarró a mi teta. La apretaba con fuerza, manoseándola. Tuve que morderme los labios para ahogar los gemidos.
– Tú solamente disfruta, preciosa.
Me besó en la mejilla mientras su mano se colaba por debajo de mi ropa y volvía agarrar mi teta, ahora carne con carne. Y luego llegó la otra. Masajeaba con lascivia mis pechos, los apretaba con fuerza entre sus dedos. Mis pezones bailaban entre sus dedos, colándose por entre ellos.
– No sabes como echo de menos su sabor. Me muero por tenerte desnuda y volverte a lamer toda.
Sacó una mano. La lamió con tanta saliva que incluso goteaba. Y rápidamente se metió por entre la manta y mi ropa. Restregó la saliva por ambos pechos y comenzó a amasarlos. Los aplastaba el uno contra el otro. Dejaba que se separaran y los volvía a apretar el uno contra el otro. Aunque el ruido de la marcha lo amortiguaba, alcanzaba a escucharse el sonido de la humedad de su saliva.
Yo me mordía el labio para no gemir. Sentía el busto encendido de placer. Me ardían los pezones. Apreté las piernas juntas. El coño empezaba a palpitarme y acababan de mojárseme las bragas.
Volvió a masajear un pecho con cada mano. Me besó en la mejilla y la sintió encendida. Alcancé a robarle un beso en los labios y dejé que mi espalda reposara en su pecho. Estábamos acostados de lado en los asientos y la manta era lo bastante grande para envolvernos completamente a los dos.
– Eso es, princesa. Relájate.
Me retorció los dos pezones a la vez. Se me escapó un gemido que nadie más que él escuchó. Y las bragas se humedecieron un poco más. Empujé mi culo contra él. ¿Se le habría puesto dura? Entre tanto repliegue de telas no podía saberlo.
Bajó una mano a acariciarme la nalga. Metió un dedo por la cinturilla y lo frotó lentamente en mi raja.
– En este culito también he pensado mucho. Mucho.
Apartó todo lo que había entre sus pantalones y los míos. Se agarró a mi cadera y me hizo sentir su polla contra mis nalgas. Vaya si se le había puesto dura. Suavemente pero con fuerza empezó a restregarse. Su respiración también empezó a hacerse pensada. Muy pesada y muy húmeda, pegada a mi oreja. La mano que todavía agarraba mi teta bajó a agarrarse del interior de mi muslo.
Ahora se restregaba más rápido. Me empujó contra la ventana. Yo me agarré al asiento, al reposabrazos. Mordí la manta. Y, deseosa, relajé el ano. Iba a romperme el culo ahí, entre una manta sudada en un autobús en marcha.
Metió toda la mano dentro de mis pantalones y clavó los dedos en la nalga.
– Sabes cuánto me gusta tu culo, ¿verdad?
Puso el dedo corazón en mi ano y comenzó a moverlo en círculos. Me estaba preparando. Mi coño palpitaba de excitación. Empezaba a gotear más seguido. Lo sentía en mi muslo.
Me agarró contra vez la teta. Empujó el dedo adentro. Volvió a morderme el cuello. Yo mordí el reposabrazos para ahogar los gemidos del orgasmo. Siguió moviendo su dedo en mi ano mientras mi cuerpo se sacudía de placer.
Solté el reposabrazos de entre los dientes jadeando. Entonces sacó el dedo de mi culo. Tiró de mi cuerpo, me apoyó otra vez en su pecho y me besó.
– Pero aquí no. Relájate.
Me masajeó mientras me besaba. Fue bajando las manos hasta meterlas por debajo de la cinturilla de mi pantalón. Palpó mis bragas.
– Qué rico… – Me susurró al oído mientras recorría la humedad que había bajado hasta mis muslos.
Sacó las manos.
– Abre las piernas – dijo mientras abría mis pantalones.
Metió los dedos entre mis labios húmedos. Solamente con tocarme el clítoris me estremecí.
Cambió. Abrió los dedos en V y los frotaba a los dos lados, y los volvía a juntar en el clítoris.
Podía oler mis jugos. Podía escucharlos. Y él también.
Me bajó un poco los pantalones y las bragas, lo justo para poder meterme los dedos en la vagina.
Aun mordiéndome los labios se me escapó un gemido.
El pecho me volvía a arder y me agarré las tetas mientras él seguía masturbándome. Quería gemir y gritar. Quería besarle. Quería sentir su cuerpo desnudo contra el mío. Quería sentir su polla dentro de mí. Cómo me estaban recordando sus dedos a cuando follábamos con desesperación, como si el mundo se estuviera acabando mientras lo hacíamos.
Se lamió los dedos y centró el masaje en el clítoris. Me metía los dedos cada vez más rápido y cada vez más mojados. De repente se me tensó todo el cuerpo. Puso su boca encima de la mía para ahogar el gemido del orgasmo justo a tiempo.
Poco a poco dejó de masturbarme. Me acarició el coño entero con la mano dos o tres veces.
Él seguía empalmado. Muy empalmado.
Me dormí otra vez, con la impaciencia de llegar al hotel y la de poderle agarrar por fin la verga.