Todavía me preguntó qué fue lo que ocurrió ese día. Estábamos viendo la tele en el salón. Ella sentada con unas mallas negras y un top de color rojo, y yo desnudo en el suelo, simplemente con mi collar, y masajeando sus pies como hacía frecuentemente cuando veíamos la tele.
Recuerdo que estábamos viendo MasterChef, y en un descanso hablamos sobre un comentario que había hecho uno de los participantes. Tú lo catalogaste como mentira, y yo te dije que no me parecía que estuviera mintiendo… simplemente que no había estado afortunado con el comentario, pero que no sacaba nada por mentir.
Y entonces, sentí tus colmillos afilarse. Sentí fuego en tu mirada y tensión en tu mandíbula, y me dijiste:
“Pedro, te he explicado muchas veces la diferencia entre mentir y no hacerlo. Igual que tú mientes muchas veces, este tío está mintiendo”.
Yo seguí acariciando tus pies, pero mirándote a los ojos, te dije:
“Ama, te he dicho mil veces que yo no miento. Te pongas como te pongas no voy a darte la razón si siento que no la tienes. Yo no miento. Puedo equivocarme, y lo hago mil veces… pero no miento jamás”.
Lo primero que hiciste fue retirar tus pies de mis manos y ponerte de pie súbitamente. Después agarraste la correa que tenías atada a mi collar y comenzaste a andar hacia el salón de juegos. Sin mediar palabra me colocaste una mordaza en la boca y la ataste con fuerza. Me hacía daño, pero no dije nada. Después, me colocaste en la cruz de San Andrés y ataste mis muñecas y tobillos a cada extremo.
Escuché como abriste el baúl de los juguetes y supuse que estarías buscando alguno de tus látigos. Y efectivamente, lo escuché silbar a mi espalda, mientras con rabia contenida decías:
“Estoy harta de que niegues lo evidente. No digo que lo hagas conscientemente, Pedro. Pero mientes, y los que mienten son mentirosos… así que tú, eres un mentiroso. Repítelo”.
Entendí rápidamente tu intención. Pero me conoces bien, y sabes que mi orgullo (y en este caso saberme o creerme en posesión de la verdad) no me permitirían darte la razón. Además siempre me has dicho que no te gusta que te de la razón como a las locas, con lo que negué con la cabeza.
“Pedro, no me hagas usar la violencia ni torturarte. Repite aunque tengas la mordaza que eres un mentiroso, y esto terminará aquí”.
Volví a negar con la cabeza, y entonces sentí el primer latigazo recorrer mi espalda y el costado derecho. Mientras los demás latigazos iban decorando mi espalda y haciéndome perder pie, decías:
“Quiero escucharlo de tu boca, zorra. Por las buenas o por las malas, pero vas a confesar que eres un mentiroso porque dices mentiras. Cuanto antes lo digas, mejor para ti… porque estoy empezando a excitarme… y sabes que cuando estoy cachonda mi intensidad solo crece”
No dije nada. Y quién calla, otorga, así que seguiste con la sucesión de latigazos en piernas, espalda, culo y costado, mientras repetías:
“¿Qué eres, zorra? Dilo que yo lo entienda incluso con la mordaza. Un puto mentiroso”
Pero no cedí a pesar de que mis fuerzas empezaban a flaquear y mi cuerpo apenas seguía de pie por los grilletes de las muñecas. Seguiste un buen rato, pero supongo que alertada por mi piel abierta para ti, dejaste el látigo y volviste al baúl, concediéndome un descanso que claramente necesitaba.
Estuviste un rato rebuscando en el baúl de juegos y después sentí cómo me desatabas. Agarraste con tus pequeñas manos mi polla y mis huevos y con determinación nos dirigimos a la mesa. Me dijiste que me subiera y me pusiera boca arriba, y obedecí inmediatamente. Cuando lo hice empezaste a atarme hasta dejarme completamente inmóvil. Retiraste la mordaza y volviste a preguntarme:
“Pedro, ¿de verdad vas a ser tan orgulloso? No pienso parar, ahora por mis huevos que voy a sacarte esa puta frase. Dime lo que quiero escuchar y volvemos al salón. ¿Qué eres?”
Te miré a los ojos con rabia y contesté:
“Soy la puta de Laila. Pero no soy ningún mentiroso”
Sonreíste y acariciando mi pelo, dijiste:
“Puta orgullosa. Veremos lo que tardas en cantar como un canario”.
Entonces tapaste mis ojos con un pañuelo, de modo que no podía saber lo que estabas haciendo. Pero no tardé demasiado en comprobarlo en mi propia piel, ya que un intenso calambrazo recorrió mi entrepierna. Habías cogido el aparato de descargas eléctricas que no usábamos mucho, porque te había dicho muchas veces que era muy doloroso. Pero hoy no era un día para preguntar gustos o preferencias. Era un día para torturarme hasta arrancarme una confesión que, por cierto, no estaba dispuesto a darte.
Después de darme descargas en los huevos, en la polla, en los pezones o en la lengua, mis fuerzas se vieron seriamente disminuidas. Notaba que todo me pesaba, pero aunque me preguntabas una y otra vez qué es lo que era, no cedí y seguí insistiendo en que no iba a decir algo que no soy. Tu te reías, y notaba cada vez más excitación en tu voz, ya rasgada.
Después de un rato de descanso, sentí una pinza de metal en mi pezón izquierdo. La apretaste bastante y después repetiste el ejercicio con mi pezón derecho. Sabes que tengo los pezones hiper sensibles y que termino llorando y suplicando de dolor que retires las pinzas… pero pensaba aguantar, porque no me considero un mentiroso. Después ataste fuerte mis testículos y los enlazaste con los dedos gordos de los pies, manteniendo la cuerda muy tensa de forma que, ante cualquier movimiento, sufriría dolor provocado por mí.
Comenzaste a golpearme con una vara. Primero en la planta de los pies, pero enseguida los golpes fueron repartiéndose por todo mi cuerpo. Ardía de dolor y gritaba sin parar que por favor no siguieras. Entonces paraste y me dijiste:
“Vaya. Veo que empiezas a entrar en razón. ¿Quieres que pare, mi amor?”
Contesté que sí, que quería que pasares, y entonces preguntaste:
“Claro que sí, mi niño. Pero antes, contesta a una pregunta: ¿Qué eres?”
No contesté. Me quedé callado y volviste a preguntar.
“Pedro. No empeores las cosas. Sabes que no me gusta repetir una pregunta. Contesta”.
Y yo, con un hilo de voz y toda la rabia contenida en mi interior, te dije:
“Soy la puta de Laila. Pero no soy ningún mentiroso”
No podía escucharte, pero sentí perfectamente tu decepción. Escuché tus pies descalzos salir de la estancia y volviste al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos. El factor tiempo jugaba claramente en mi contra y sentía los pezones arder de dolor… pero no pensaba concederte una victoria basada en una posición de abuso de poder tan solo porque fuera tu opinión, así que aguanté apretando la mandíbula mientras sentía mi corazón latir de forma acelerada.
Sentí que colocabas cinta americana en mi frente e imaginé que la colocabas contra la mesa. Lo que sé es después de un buen rato no podía mover el cuello ni un centímetro. Entonces sentí que colocabas algo en mi cara. Parecía una prenda de vestir y no entendí bien lo que estabas haciendo, pero estaba tan concentrado en aguantar el dolor que no me di cuenta que era una toalla hasta que me dijiste:
“Cariño, esto no te va a gustar. Esta tortura la hacían en la Inquisición, y la hacen en Guantánamo y otros países. Como vas a comprobar es angustioso y puede provocarte encharcamiento en los pulmones, así que te aviso de dos cosas. La primera es que si no quieres que empiece a arrojar agua sobre la toalla, me digas ahora mismo lo que quiero escuchar. La segunda es que si eres tan putamente orgulloso, al menos cuides un poco de ti y no me decepciones más. Porque he leído mucho sobre lo que voy a hacer y no me gustaría llegar hasta el final. Es tu responsabilidad. Tú sabrás”.
Por primera vez desde que soy tuyo, sentí miedo. Noté determinación en tu voz. No pensabas parar, y yo, a pesar de lo que decía mi cabeza, empezaba a tener dudas. Pero un fuego interior de orgullo me mantenía firme, y contesté:
“No soy ningún mentiroso. Lo sabes bien, mi amor”.
Entonces te reíste y sin solución de continuidad comenzaste a echar agua sobre mí. El agua traspasaba la toalla y como la arrojabas constantemente, no tenía tiempo para respirar, provocándome varias veces una sensación horrible de ahogamiento, y una angustia como no había sentido jamás.
Entonces paraste, y yo pude recuperar algo de oxígeno entre toses y ganas de vomitar. Mientras tanto, gemía y lloraba diciendo:
“Por favor, por favor, por favor… Laila, no me hagas esto… por favor”.
Muy seria contestaste con una pregunta:
“¿Qué eres, Pedro? Quiero escucharlo”
Y con un hilo de voz, llorando, contesté:
“Soy la puta de Laila. Pero no soy un mentiroso”
Entonces noté como el agua volvía a empapar la toalla, traspasándola y colándose sin solución de continuidad en mi garganta. Como no parabas de arrojarla, no podía respirar y sentí que tragué muchísimo agua a la vez que notaba mis pulmones estallar, con una presión en el pecho que no había sentido nunca. Estaba mareado y tenía ganas de vomitar. Intentaba mover cuerpo, cabeza y piernas, pero lo único que conseguía es más y más dolor por todos los lados.
Y entonces, sucedió. Sentí que las fuerzas me abandonaban y que no podía seguir luchando. Vomité, pero mi vómito se mezcló con el agua y me lo tragué mientras sentía que iba a morirme. Entonces todo se apagó.
No sé cuánto tiempo pasó, pero lo siguiente que recuerdo es verme desatado, desnudo y tapado con varias mantas. Cuando abrí los ojos te abalanzaste sobre mí y comenzaste a besarme y a abrazarme, mientras decías que era un orgulloso de mierda, y que no volviera a hacer algo así jamás.
Te pedí perdón y te dije que pensaba rendirme, pero que justo cuando iba a hacerlo empecé a sentir que me mareaba y no me dio tiempo. Te pedí perdón, y te prometí que no sería tan orgulloso en el futuro, que había aprendido la lección. Nos besamos, nos abrazamos y los dos lloramos del susto. Estuvimos un rato así, y de pronto, separándote de mí y mirándome a los ojos, me dijiste:
“¿Qué eres, mi amor?”
Y yo, negando con la cabeza y casi sin fuerzas, contesté:
“Soy la puta de Laila. Y a lo mejor un poco mentiroso alguna vez”
Los dos rompimos a reír. Volvimos a besarnos y entre besos, me dijiste:
“Claro que eres mi puta… no cambies nunca, mi amor”