El inesperado cambio meteorológico de la última media hora había traído consigo una plomiza tarde de finales de verano, enterrada por una densa, enorme y triste nube gris que parecía pesar sobre nuestros adormilados cuerpos recostados en aquella fina arena de la playa donde mi chica había sugerido retozar la siesta de domingo y yo, más contento que unas “pascuas”, había aceptado.
La brisa húmeda y fría de levante nos empezaba a incomodar por momentos y atisbé en el horizonte una segura tormenta que no tardaría mucho tiempo en alcanzarnos.
Un tenue beso a su preciosa cara la rescató del limbo en el que se encontraba entre mis brazos y le susurré que deberíamos irnos, a lo que se me rebeló con un lamento indescifrable que mostraba su fastidio de interrumpir la dulce tarde de abrazos con que se había ilusionado.
Con mi serena, pero pícara, sonrisa, le dije que no se preocupara, que jamás iba a permitir que nada ni nadie nos quitara nuestra tarde.
Tiré de ella para ponerla en pie y caminamos juntos hacia donde teníamos el coche, pero, de camino, me detuve un momento en una pequeña tienda de comestibles donde compré unos bocatas, agua y dos refrescos. Recargué la pequeña nevera que traía conmigo y la cogí de nuevo de la mano para iniciar nuestra imprevista aventura.
Al mirarla a los ojos, los vi con mi brillo preferido, ese que colorea de tanta ilusión nuestro amor, y que completamente nos envuelve cuando estamos cerca el uno del otro.
Me preguntó dónde íbamos y le contesté: “¿Contigo?, ¡al fin del mundo!”
Subimos al coche y me dirigí al acantilado del cabo que está a unos pocos kilómetros. Estaba a empezando a llover, y el gris del cielo del final de la tarde se oscurecía rápidamente.
Llegamos en apenas diez minutos, con una lluvia ya intensa cayéndonos encima, y acerqué el coche lo máximo al borde del mar. Desde allí, las vistas eran impresionantes. Parecía estar remitiendo la lluvia, pero el paisaje del mar embravecido bajo un cielo de negras nubes sobre un fondo gris, nos dejó absortos en un momentáneo silencio sepulcral.
Rugí un “¡tengo hambre!” al que, sonriéndome, me exclamó… “vamos a comérnoslo todo”, mientras sacaba los bocatas y los refrescos.
Al tiempo que comíamos, nuestros ojos iban cambiando de mirarnos el uno al otro a contemplar la descomunal fuerza de la naturaleza que se lucía ante nosotros.
De repente, vimos un enorme rayo caer sobre el mar iluminando estrepitosamente el infinito horizonte. Mi chica acompañó su repentino pequeño grito a un fuerte abrazo buscando acoplarse a mi cuerpo. La rodeé con mis brazos fuertemente y le susurré: “está todo bien”
Levantó sus ojos y me miró. En apenas unos segundos, esa leve sensación de miedo se transformó en una profunda mirada de la que empezó a emanar una enorme lujuria.
La besé apasionadamente. Nuestras lenguas empezaron a navegar hasta zozobrar dentro de nuestras bocas mientras fuera se desataba la mayor tormenta que podríamos recordar jamás.
Su mano se precipitó, a agarrarse a mi miembro que, en esos momentos, ya había reaccionado a las atracciones que ella me transmitía con respetables tamaño y dureza. Mientras, mis manos navegaban todo su cuerpo, entre la marea alta de sus pechos y las frenéticas profundidades de sus nalgas.
Desabrochando mi pantalón abrió su boca en la que se metió mi pene rodeándolo con su lengua y poniéndolo al máximo de tamaño. Bajé con dificultad mis pantalones y mi bóxer mientras la observaba, desatada de excitación, pero inflexible en no dejar escapar su presa.
Sin dejar de acariciar todo el glande, su caliente lengua húmeda se lanzó tronco abajo hasta llegar a los testículos, que lamió con ansia, comiéndolos enteros uno después del otro sucesivamente.
Por mi parte, apenas podía soportar la tortura del indescriptible placer que me producían su mano y su lengua, llevando mi polla a su máxima erección.
Intentando evitar correrme, tiré de su melena hacia atrás para liberar mi falo de tan placentero castigo. Durante su escapada, entrecerrando su boca, hizo rozar sus dientes con mi tronco provocando un leve dolor que me elevó a límites de descontrol, nuevos e inimaginables.
Me sonrió y me sentí la persona más dichosa y amada del mundo, y, a la vez, con la más decidida voluntad de mostrarme y resultar el mejor amante.
Haciendo hábil y rápidamente su asiento hacia atrás y tumbando su respaldo, me arrodillé delante de ella y sumergí mi cabeza entre sus muslos, apartando su bikini con ansia hasta llegar con mi boca a la superficie de su clítoris y la entrada de su vagina.
Mi lengua chupaba ansiosa, y ahora eran mis dientes los que rozaban con firmeza su coño mientras la punta de mi lengua flotaba entre sus labios mayores y menores.
No tardó en guiarme claramente con sus gemidos que, pronto, se convirtieron en soeces palabras que me enardecían y mantenían mi erección en su máximo exponente.
Mis dedos empezaron a bucear todo el interior de la su caliente cueva, convirtiendo sus gemidos en profundos suspiros de excitación ansiosa.
Sentí su punto de no retorno cuando sus piernas se tensaron de tal manera que me presionaron fuertemente la cabeza mientras su voz solo resonaba con un “¡siii, no pares, no pares, ahora, sigue, siii!”, hasta surgir de su gutural garganta un gemido ronco acompañado de una estampida de sus flujos empapando toda mi cara.
Totalmente fuera de mí, desplacé mi cuerpo hasta poner mi polla a la altura de su sexo, y penetrándola con una violenta embestida, obtuve la inmediata recompensa de su grito de abandono con el que me entregaba todo su ser para la eternidad. En ese momento, la inundé con mi semen y entramos solos y juntos a ese mundo creado por y para nosotros dos. Los empañados cristales del coche habían sido testigos de ese momento de sexo y placer bestial entre nosotros.
Mirándonos a los ojos con inmensa ternura y suave sonrisa, de una sola vez, en una plenitud de paz compartida, sólo alcanzamos a susurrarnos mutuamente un “gracias” lleno de amor.