Se quitó los zuecos y el vestido, se quedó desnuda. Se sentó en el centro de la cama. Yo, también desnudo en la cama, me puse de rodillas a su lado sobre las sábanas para que viera lo empalmado que estaba. Mi polla oscilaba a la altura de sus hombros. Me miró. Miró mi polla. Se tumbó de costado, de cara a mí, se abrió de piernas y se acarició el coño con dos dedos de su mano izquierda; luego, con la mano derecha empuñó mi polla y se la metió en la boca. Sí, me hacía una mamada tumbada cómodamente mientras se masturbaba; tan solo mantenía su cabeza erguida y su torso levemente. Gemía. Gemía. Chupaba mi polla como una deliciosa paleta helada. Ah, cómo me gustaba. Desde arriba, contemplaba sus deditos en su coño, sus tetas aplanadas, su cabeza. Llevé una mano hasta detrás de su nuca para ayudar a que pudiera mamar con menor esfuerzo: yo atraía hacia mí su cabecita a cada arremetida que ella daba. Creo que estaba a punto de obtener un orgasmo, pues su respiración cada vez era más ruidosa, al igual que sus gemidos. Escupió mi polla y me pidió en voz baja: "Córrete, anda". Volvió a chupar y me dejé ir. Moví mis caderas adelante y atrás con el fin de follar su boca y correrme en ella. "Oohh, Betsi, me corro", avisé. Ella dio unos enérgicos cabeceos e hizo que mi semen saliera a borbotones. "Mmm", suspiró satisfecha.
Conocí a Betsi una mañana de un día de verano. Ella estaba bebiendo una cerveza fría en vaso de caña frente a la barra de un bar que servía, a través de una amplia ventana, al exterior. Digamos pues que Betsi bebía en la calle. Pasé por su lado y me detuve. Me llamaron la atención, como no podía ser menos por mi condición de macho, sus tetas y su culo, que se ajustaban a la tela de su vestido largo de tirantes. "Hola", la saludé. Betsi se giró sorprendida y me miró de arriba a abajo. "Hola", dijo, "¿te conozco?"; "No", respondí. Entonces me presenté. Le hice saber que era vecino del barrio, para que se confiara. Betsi me informó de que ella se había mudado hacía pocas semanas al barrio. Nos intercambiamos los teléfonos. ¿Quién sabe si algún día podíamos necesitar algo uno del otro? Nos despedimos. Yo aproveché ese momento de despedida, el de darnos un beso en cada mejilla, para acercar mi torso al suyo y probar el tacto de sus tetas sobre mi cuerpo. Fue una sensación agradabilísima pensar lo confortable que podría llegar a ser subir sobre el cuerpo de Betsi.
Betsi era de tamaño grande. Quiero decir: Betsi era más bien obesa y medía más de 1'80; quiero decir: ahí había mujer para hartarme. Por eso, el día que me llamó por teléfono para que le prestara mis herramientas no tuve más remedio que, antes de salir de casa, hacerme una paja imaginando lo que podía pasar. Es decir: me imaginé a Betsi completamente desnuda sobre la cama, a mi entera disposición; es decir: me imaginé a mí mismo follándomela viva y me tuve que masturbar. Y, fíjate, que no fue eso lo que ocurrió, porque, como relaté anteriormente, Betsi, ese día, me hizo una mamada.
En nuestra cama de matrimonio, ambos en ropa interior, todo esto se lo estoy contando, a modo de buen narrador, a mi esposa mientras estoy acariciando sus tetitas. Ella está muy atenta a mis palabras y, a veces, cierra los ojos pensativa. En su cara morena se esboza una sonrisa ante los detalles íntimos. Le gusta oírme hablar; yo diría más bien que la excita: he metido una mano por debajo de sus braguitas y he notado la humedad de su coño. Paro de hablar. Stop. Me arrodillo sobre el colchón, tomo posición entre las piernas de mi esposa y, después de quitarle las braguitas, meto mi lengua en su rajita. Busco con ahínco su clítoris. Busco. Siento su dureza y, metiendo un dedo, lo masajeo. Dedo y lengua juntos consiguen que mi esposa jadee al principio, más tarde gima y finalmente grite de placer. Entonces me subo en su cuerpo. Mi éxtasis llega automáticamente en cuanto mi polla penetra en su coño. "Hu, oh", grito al eyacular. Me desplomo sobre mi esposa. Ella, entretanto acaricia mi espalda, me susurra al oído: "Ah, cariño, qué feliz soy".