Elena iba sentada sobre Tomás, obligándolo a servirle de pony. Sentía su poder sobre él y se excitaba al dominarlo. Se había sentado, no con sus piernas colgando a los costados de Tomás, sino que las había pasado sobre sus hombros quedando así pegadas a la cara de su sirviente. Luego, para no perder el equilibrio agarró los dos extremos de la fusta cuya parte central sujetaba Tomás con la boca.
“¡Vamos, profesor!”. “Con cuidado. No quiero caerme. Y tú, por tu bien, tampoco querrás que me caiga”.
Tomás quiso contestar: “Por supuesto, mi ama. Pondré todo mi cuidado en llevarla sin el más mínimo percance. Servirla con mi toda mi atención es mi máximo objetivo. Jamás dejaría que se cayera”; pero no pudo porque su boca sujetaba con fuerza la fusta a la que se agarraba Elena.
Comenzó a moverse muy despacio, con mucho cuidado de no tirar a Elena.
“¡Más rápido!” le ordenó ella.
Tomás apretó el paso, aunque siguió poniendo toda su alma en mantener el máximo cuidado para que Elena mantuviera el equilibrio sin problema.
Ella acercó uno de sus pies a la cara de Tomás: “¿Puedes sentir el olor que desprenden mis pies, Tomás? He llevado los mismos calcetines con estas zapatillas toda la semana. Hasta me daba vergüenza que alguien pudiera notar el olor. Lo he hecho por ti, para que veas que me preocupo por complacerte y que estoy dispuesta a cumplir mi parte de nuestro acuerdo lo mejor que pueda”. “Porque supongo que a un fetichista como tú, le encantará adorar mis pies sudados y olorosos, ¿no? Bueno, no hace falta que me respondas, recuerdo como te enganchaste a la mochila que dejé en tu despacho y el lavado que hiciste con tu lengua a todas mis prendas íntimas, jajaja, ¿o no?”.
Efectivamente, Tomás había sentido en su nariz el aroma que llegaba desde los pies de Elena cuando ella se sentó sobre él y colocó las piernas sobre sus hombros, incluso antes de que ella acercara su pie a su cara. Con la fusta en la boca, no pudo contestar a lo que Elena le preguntaba, pero se excitó tanto ante la idea de quitar esos zapatos y esos calcetines y lamer sus preciosos pies, que creyó que se iba a correr allí mismo. Elena había sabido hacerse esperar y Tomás estaba totalmente entregado a ella. No podía negarse a ninguna de las órdenes de Elena ni pensar en otra cosa que no fuera estar a sus pies adorándola. Habían sido muchos años esperando una oportunidad como ésta y con una preciosa e inteligente mujer como Elena.
A Tomás le resultaba increíble estar tan excitado incluso con el dolor que había soportado y que todavía notaba en su culo. Era un castigo que no espera recibir, sobre todo, nada más llegar Elena. Pero toda esa sumisión, todo ese abandono a la voluntad de la diosa ¡le resultaba tan excitante! Estaba deseando que llegaran los de la mudanza y se terminaran para quedarse tranquilo con Elena y lamer sus adorables pies… y cualquier otra parte de su cuerpo que ella le pidiera o, más bien, le permitiera. En momento no había otra cosa en el mundo en la que pensar, solo servir, adorar y disfrutar de la sumisión a esa bellísima mujer.
Cuando llegaron a la habitación, Elena se sintió satisfecha de cómo había ido todo. Miró la enorme cama para ella, la gran terraza, el baño con bañera de hidromasaje… Como se alegraba de haber tenido el valor de proponer ese pacto a Tomás. Además, no tendría que ocuparse de nada, tenía a su servicio una sirvienta profesional y un esclavo personal dispuesto a satisfacerla hasta en su más mínimo deseo. Solo tenía que mantenerlo todo el curso con la dosis de excitación y dominación precisa para que no perdiera el interés y ella se sentía muy capaz de hacerlo: tenía el carácter y la habilidad necesaria y ese cuerpo perfecto, incluyendo esos pies por los que Tomás se dejaría matar. En definitiva, se presentaba un curso de lo más confortable. ¡Pena que estuviera en su último año y no haberlo descubierto antes!”.
Todavía sentada sobre la espalda de Tomás, Elena comenzó a hablarle: “Hay algunas cosas de esta habitación que me gustaría cambiar, Tomás. Por ejemplo, hay que buscar una buena mesa de escritorio. En la casa también vamos a hacer algunos cambios. Está bien, pero ya sabes, te falta el toque femenino. Por supuesto, tú te encargarás de pagarlo todo porque querrás tenerme contenta y que esté cómoda, ¿no? Ya lo iremos viendo”.
Tomás no se atrevió a soltar la fusta de su boca para contestarle a Elena pero por supuesto, aceptaba que haría en la casa todas las modificaciones que le apetecieran a Elena, porque lo consideraba parte del acuerdo y, también, porque el deseo de servirla se había instalado por completo en su mente.
Elena se levantó de la espalda de Tomás y dio una vuelta por la habitación, abrió el armario, entró en la terraza… Finalmente se sentó en la cama para comprobar la firmeza del colchón.
Cuando estaba sentada en la cama, le dijo a Tomás “Ya puedes soltar la fusta, hombre. No hace falta que te quedes con ella en la boca para siempre. ¡Qué obediente estás ahora! Será el efecto del castigo, jajaja”.
Tomás se dirigió a cuatro patas hasta una mesita y dejó la fusta allí. Luego se acercó un poco a Elena y, a cuatro patas y con la cabeza agachada ante ella, le pidió permiso para hablar: “Señora, si me permite decirle algo”.
“Dime”.
“Como ve, he preparado todo como usted deseaba y he hecho todo lo posible por agradarla, aun admitiendo los imperdonables fallos en su recibimiento, que usted con su generosidad ha castigado para enseñarme. Sin embargo, y espero no ser demasiado atrevido, todavía no he tenido ocasión de besar sus pies y ardo en deseos de hacerlo. Si usted me permitiese descalzarla y masajear y besar sus divinos pies, aunque sea sin quitarle los calcetines mientras llegan los operarios de la mudanza… Ardo en deseos de poder adorar esos preciosos pies. El tenerlos tan cerca de mí y no poder acceder a ellos es un suplico. Compréndalo, ¡es usted tan bella!”.
Elena sonrió.
“Bueno. Lo has pedido con educación y de manera convincente. Está bien. Para que veas que soy una buena ama. Te voy a complacer. Te dejo jugar un poco con mis pies mientras esperamos a los de la mudanza”. “Acércate. A cuatro patas y párate a un metro de mí”.
Tomás sintió como su pene crecía al oír lo que Elena le acababa de decir y ante la inminencia de poder sacar esos preciosos pies de las zapatillas que los encerraban. Se acercó a Elena y, cuando estaba más o menos a un metro de distancia, se paró se puso de rodillas y esperó las órdenes de su ama.
Cuando Tomás se arrodilló frente a ella, Elena pudo notar el bulto en su pantalón. Acercó su mano y tocó el pene de Tomás, que estaba duro como una roca.
“Vaya, vaya, mi querido profesor. Veo que tu hermanito pequeño está totalmente fuera de control, ¿eh? Si te portas bien, puede que luego te deje jugar un poco con él… o no, ya veremos, jajaja”.
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Los de la mudanza acababan de llegar… y en el momento más inoportuno.