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Su profesor particular (capítulo IV): Explorando
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Tiempo de lectura: 7 minutos

– “¡Vaya, profesor”. Dijo Elena burlona. “Te ha costado decidirte, pero veo que le has cogido gusto. Lo siento, pero me temo que voy a tener que quitarte tu caramelito de la boca”.

Diciendo esto, se apartó de Tomás, retirando su precioso culo del alcance de su boca. Se subió las bragas y se bajó la falda.

– “Ya es suficiente. Ahora vas a enseñarme tu casa. Quiero conocer el que va a ser mi alojamiento durante el curso”.

– “Claro”. Dijo Tomás incorporándose y dejando ver un notable bulto en su entrepierna. Esto hizo sonreír a Elena.

– “Parece que no le ha disgustado tanto lamer mi trasero, ¿no, profesor?”.

Tomás, avergonzado, bajó la cabeza.

– “Gracias por permitirme lamer su maravilloso culo, señora”. “Si es tan amable de acompañarme, le enseñaré la casa”.

– “¿Qué pretendes? ¿Que vaya descalza? Este suelo de mármol está frío. Tienes que estar más pendiente de mí y de mis necesidades. Ya irás aprendiendo… Por la cuenta que te trae.”

“¡Ven aquí y ponme mis zapatos!”

Tomás se arrodilló y cogió uno de los zapatos de Elena. Cuando iba a coger su precioso pie para ponérselo, Elena lo detuvo.

– “Espérate. He cambiado de idea. Te dije que soy comodona y, estando tú aquí, ¿qué necesidad tengo de andar? ¿No te parece? Ven aquí y date la vuelta”.

Tomás se puso de pie junto al sofá dándole la espalda a Elena, que se subió encima de él agarrándose a su cuello.

– “Vamos profesor. Me llevarás a caballito”.

Tomás era un hombre corpulento y fuerte, por lo que no le resultó difícil cargar con Elena. Cargar con ella y sentirse utilizado de esa manera hizo que se excitara aún más”.

– “Venga, profesor. Que no se diga. ¡Muévete!”.

Tomás fue recorriendo con Elena subida a su espalda las distintas habitaciones de la casa. Elena estaba encantada con la que iba a ser su casa: era grande, nueva, lujosa, con muchas ventanas al exterior, poco ruidosa para poder estudiar…

En una de las habitaciones Tomás tenía montado un pequeño gimnasio, con cinta de correr y un banco de pesas.

– “Muy bien, profesor. Veo que no solo cuidas tu mente, sino que también te ocupas de tu cuerpo. ¡Eso está bien!”.

“Acércate al banco de pesas para que me pueda sentar y quítate la camisa. No he visto tu cuerpo desnudo y creo que ya va siendo hora, ¿no?”.

Tomás se acercó al banco de pesas y se agachó para que Elena pudiese bajarse cómodamente.

Elena se sentó.

– “Quítate la camisa”, le ordenó.

Tomás se quitó la camisa y dejó ver un cuerpo, no demasiado definido, pero fuerte y trabajado.

– “Bueno, no está mal para tu edad”, dijo Elena. Te sobran algunos kilitos, pero bueno, ahora que vamos a vivir juntos, ya me encargaré de que hagas dieta”.

Ahora quítate los pantalones.

Tomás volvió a sentirse humillado e incómodo. Desnudarse así delante de Elena le resultaba violento, pero ni protestó. Lentamente, empezó a desabrocharse el cinturón.

– “Venga, hombre. No tenemos todo el día”.

Tomás se quitó los pantalones y dejó ver sus calzoncillos mojados de líquido preseminal.

– “Vaya, profesor. Estás mojado. Te gusta jugar conmigo, ¿eh?”. “Ahora quítate los calzoncillos”.

Tomás, sintiéndose totalmente humillado, se quitó los calzoncillos, intentando cubrirse con las manos.

– “A ver, quita las manos. En fin, hombre, no está tan mal…” dijo Elena observando el pene medio erecto de Tomás.

“Ahora ya nos conocemos mejor. Por lo menos físicamente. Yo te he visto desnudo y tú, en fin… incluso me has saboreado bien a fondo” dijo Elena riéndose. “No está mal para una primera cita, ¿eh?”.

– “Ya que veo que estás fuerte, vas a seguir llevándome a caballo, pero ahora, a cuatro patas. Vamos a seguir con la visita a la casa. Venga, a cuatro patas aquí a mi lado”.

Tomás se puso a cuatro patas a los pies de Elena. De reojo veía como Elena se bajaba del banco de pesas y se quitaba sus braguitas. Se levantó la falda y apoyó su culo y su coñito desnudos en la espalda también desnuda de Tomás, cargando todo su peso sobre él.

Lió sus bragas para hacer una especie de rienda. Metió la parte central de las bragas en la boca de Tomás, agarrando los extremos para sujetarse.

Sin embargo, el invento de usar las bragas como riendas, no le pareció cómodo, porque eran demasiado cortas y le obligaba a ir inclinada sobre Tomás. Decidió meter las bragas enteras en su boca.

“¡Mira que bien! Ahora puedo acercar mis pies a tu boca sin que puedas lamerlos. Al decir esto, golpeó con su pie la cara de Tomás, aunque no pudo hacerlo demasiado fuerte, porque perdía el equilibrio.

Elena dio una fuerte palmada en las nalgas de Tomás y luego golpeó sus muslos con los talones, agarrándose al pelo de Tomás para no caerse.

– “¡Arre, profesor!”.

Tomás estaba tan excitado de sentir el sexo de Elena en su espalda y sus bragas en su boca, que pensó que se iba a correr sin tocarse, a pesar del esfuerzo que le suponía moverse a cuatro patas con Elena subida a su espalda y del dolor que sentía en las rodillas.

– “Me está gustando esto, profesor. Vamos a tener que buscar algo de material: una fusta, unas espuelas… y unas rodilleras para que no sufran tus rodillas, para que veas que me preocupo por ti, ja, ja, ja”.

Así, llegaron a la habitación de Tomás. Era la más grande de la casa. Tenía cuarto de baño propio con bañera de hidromasajes y una terraza enorme con un par de tumbonas para tomar el sol.

– “Vaya, me encanta. ¿Es ésta tu habitación, profesor?”.

– “Sí, señora”. Intentó contestar Tomás, aunque con las bragas de Elena metidas en su boca, solo pudo producir un sonido ininteligible.

– “Buena elección, pero me temo que a partir de ahora, es la mía. Tendrás que sacar tus cosas y trasladarte a otra habitación. Al fin y al cabo, hay que ser hospitalario con los invitados, ¿no?”.

– “Sí, señora”. Volvió a intentar decir Tomás.

– Tomaré eso como un sí. De todas formas, no habría aceptado un no como respuesta, jajaja.

Una vez terminada la visita, volvieron al salón, Elena cabalgando todavía su montura.

– “Bien, profesor, me voy a bajar. Pareces cansado. La edad no perdona, ¿eh?”.

Elena sacó sus bragas de la boca de Tomás para que pudiera hablar.

– “Jamás me podría cansar de llevarla, señora. Es ligera como una pluma”.

– “Muy bien, Tomás, así me gusta ser tratada. Vas aprendiendo"

"Bueno, es hora de irme. Ponme los zapatos”

– “Señora, si me permite…”.

– “Dime, perrito”

– “Tenemos ya un acuerdo y todavía no he podido besar sus divinos pies. Si me permitiera hacerlo…”

– “Tienes razón. Arrástrate hasta mi y besa mis preciosos pies. ¿No crees que eres afortunado teniendo unos pies como los míos a tu disposición?”.

– “Soy el hombre más afortunado del mundo, señora”.

Tomás, embriagado por el deseo, se arrastró hasta Elena. Cuando estaba a punto de besar sus pies, ella los retiró.

– “Mejor, lo dejamos para cuando me instale aquí. ¿No te parece? Se aprecia más lo que se hace esperar”.

“Pero, para que veas que soy una buena chica, hasta entonces, y para que pienses en mí, te voy a dejar mi mochila para que puedas jugar con mis cosas. Incluso te voy a dejar estas bragas que traía puestas. Están, podríamos decir, frescas del día, ja, ja, ja”.

“Ahora ponme los zapatos, perrito”.

Tomás, lleno de frustración por tener tan cerca aquellos perturbadores pies sin poder lamerlos, puso los zapatos obediente, tratándolos como si fueran la más delicada porcelana china.

– “Muy bien. Ahora túmbate. Boca abajo”

Elena se levantó del sofá pisando la espalda de Tomás, usándolo de alfombra.

– “Acompáñame a la puerta. Me voy. No te levantes; ¡de rodillas!”.

Tomás se dirigió de rodillas a la puerta y Elena lo siguió. Cuando estaban en la entrada Elena dijo:

– “Esta entradita es grande y tiene posibilidades. Hay que comprar una buena silla para ponerla aquí. Buscaré una y te mandaré la referencia para que te encargues de comprarla”.

– “Antes de irme te voy a poner ya un par de reglas:

En primer lugar. Cuando esté viviendo aquí y llegue a casa, te mandaré un whatsapp para que sepas que soy yo y llamaré a la puerta. Si estás dentro saldrás a abrirme. Me abrirás de rodillas y te tumbarás en el suelo para que te pueda usar de felpudo al entrar. Pondremos algo que me sirva para agarrarme y mantener el equilibrio. Un perchero bonito, por ejemplo. Luego me sentaré en la silla y tú me quitarás los zapatos. Te pondrás a cuatro patas y me llevarás como un caballo a mi habitación para que me pueda poner las zapatillas allí. ¿Entendido?”

– “Sí, señora”.

– “Tienes que ser rápido. Si llamo dos veces y no me abres –y te aseguro que no te voy a dar demasiado tiempo- abriré con mi llave y, si te encuentro dentro y no llegaste a tiempo para abrirme, serás castigado. Es justo, ¿no?”.

– “Por supuesto que sí, señora”.

– “Otra cosa. Supongo que tienes contratado a alguien para la limpieza, ¿no?”.

– “Si señora, viene tres días en semana”.

– “¿Sabe cocinar?”.

– “No demasiado bien, para serle sincero”.

– “Pues tienes que despedirla y contratar a alguien que cocine y que venga todos los días de lunes a viernes. Soy maniática de la limpieza y me gusta comer bien. Qué mejor manera de gastar tu dinero que tenerme contenta, ¿no te parece?”

– “Pero es que la conozco hace tiempo. No quisiera…”

– “Pues esa precisamente es otra razón para echarla. Hay que traer a una que no sepa donde trabajas y que no conozca demasiado de ti. La discreción es fundamental, tanto para ti, como para mí. Si se sabe que vivimos juntos, mi calificación en tu asignatura perderá valor. Eso no me interesa.”

“Tú tampoco querrás un escándalo, ¿verdad?”.

– “No, señora”.

– “Bien. Pues está decidido. Mañana mismo te pones a buscar a una empleada de hogar que cocine y que venga cinco días en semana. Por supuesto, tú cocinarás para mí los fines de semana”.

– “Volviendo al asunto de la discreción”, dijo Elena. “Debes intentar traer a casa el menor número de personas posibles. Solo lo harás cuando sea inevitable y, por supuesto, me avisarás antes para que yo no esté en casa cuando vengan” “Además, voy a buscar una habitación para alquilar. Tú me la pagarás, por supuesto. Así tengo un domicilio de cara a mis compañeros y puedo tener visitas allí si quiero”.

– “¿Todo claro?”.

Habiendo llegado a este punto de sometimiento, Tomás no tenía otra cosa en su cabeza que servir a esta diosa y que se trasladara a vivir con él lo antes posible. Así que no le quedó otra opción que decir:

– “Ninguna duda, señora”.

– “Creo que eso es todo por ahora. Me marcho. Te dejo que me des un beso de despedida”.

Tras decir esto, Elena se inclinó, subió su falda y puso su increíble culo delante de la cara de Tomás, separando sus nalgas con las manos. Tomás lo besó con veneración.

– “Gracias, señora”.

Cuando ya iba a abrir la puerta, Elena se volvió.

– “¡Ah! Se me ha ocurrido una última cosa. Túmbate. Boca arriba.”

Tomás se tumbó.

– “Para terminar de sellar nuestro pacto, te voy a marcar como mi propiedad. Te dije que no me gusta la violencia, así que te voy a marcar estilo perrito, cachorro mío”

Elena puso un pie a cada lado del cuerpo de Tomás y comenzó a orinarse encima. La orina caliente cayó sobre todo el cuerpo de Tomás que, extrañamente, no sintió asco, sino una tremenda excitación. Incluso no pudo evitar sacar su lengua y probar un poco de la orina que había caído sobre su cara.

– “Gracias, señora”, dijo Tomás cuando Elena terminó.

– “No hay de qué. Tendrás más si te portas bien. Por cierto, limpia pronto el suelo, no vayan a quedar manchas en el mármol. Ya te he dicho que soy una maniática de la limpieza”.

“Manda una empresa de mudanzas a mi residencia el próximo viernes por la tarde. Justo dentro de una semana. Entretanto, piensa en mí. Aunque sé que lo harás. Te veo en clase el lunes”.

Elena cerró la puerta tras de sí, dejando a Tomás mojado y dolorido. Las rodillas le quemaban de recorrerse toda la casa a cuatro patas. Sin embargo, dolían más sus testículos, debido a la excitación sostenida durante tanto rato. Seguramente Elena no habría llegado ni al portal cuando Tomás ya se había masturbado con su nariz metida en una de las viejas zapatillas de deporte que había en la mochila.”

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