Cuando Elena cerró la puerta tras de sí, Tomás temblaba de nerviosismo. Por una parte, le avergonzaba saber que las miradas que a menudo dirigía a los pies de las estudiantes no eran todo lo discretas que él pensaba. Por otra parte, sentía no haber tenido el valor suficiente para aprovechar el ofrecimiento de Elena. En todos los años que llevaba enseñando en la universidad, jamás le había surgido una oportunidad tan clara de cumplir sus fantasías… y lo deseaba tanto. Deseaba tanto haber tenido el valor de aceptar…
Se quedó un rato allí sin poder concentrarse en el trabajo, así que decidió salir e ir a tomar algo. Cuando se levantó vio que Elena se había dejado una mochila en el suelo, junto a la silla. La cogió para llevarla a conserjería. Sin embargo, le entró curiosidad por saber que había en la mochila. Sabía que no estaba bien, pero finalmente no se pudo resistir y la abrió. Lo que se encontró dentro hizo que comenzara a latirle el corazón con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir por la boca: había unas zapatillas de deporte y ropa usada, claramente mojada de sudor: una camiseta, unos pantalones cortos, un sujetador deportivo, unas braguitas y unos calcetines.
Tomás se excitó tanto que no sabía qué hacer. Sacó una de las zapatillas de deporte. Estaba bastante desgastada por el uso. Metió la nariz dentro y aspiró, notando como la magnífica fragancia de pie femenino llenaba su nariz. Al instante notó como su polla se ponía dura. Su primer impulso fue ir al baño con la mochila para masturbarse. Se había excitado tanto que no podía resistir. Sin embargo, pensó que Elena podía volver en cualquier momento a buscar su mochila. Decidió irse a su casa. El día siguiente era sábado y no vendría nadie al departamento, por lo que, si se iba ahora, Elena no podría reclamar sus cosas hasta el lunes. Él la traería el domingo por la tarde, de forma que nadie lo notaría.
Entró en su coche y, antes de arrancar, no pudo evitar abrir la mochila otra vez, meter su cabeza dentro y oler ese magnífico aroma de mujer. A su cabeza vino la imagen de aquellos maravillosos pies entrando y saliendo de los zapatos. Pensó que se iba a correr allí mismo. Cerró la mochila bien, para que no perdiera nada de ese maravilloso olor. Condujo todo lo rápido que pudo, estaba ansioso por llegar a su casa. En cuanto llegó, se metió en el baño. Sacó un calcetín. Estaba mojado y tenía un olor intenso. Comenzó a masturbarse y no tardó nada en correrse de forma abundante. Ya más relajado se cambió de ropa, se sirvió una copa y fue sacando una a una todas las prendas: lamió y olió cada una de ellas, con especial dedicación a los calcetines, zapatillas y braguitas. Recordaba a Elena y lo buena que estaba y le parecía mentira poder estar disfrutando de esos objetos tan personales que habían estado en contacto prolongado con su culo, su coño, sus tetas y sus pies. No se había masturbado tantas veces seguidas desde que era un adolescente.
Tomás estaba ya entregado, desde el primer momento en que olió y saboreó las prendas íntimas de Elena. Sabía que ya no tenía salvación: iba a hablar con Elena para aceptar su propuesta. Tenía que conseguir tener acceso a aquellos preciosos pies como fuera: besarlos, lamerlos, ser pisado por ellos. En ese momento, todo su pensamiento se centraba en como conseguirlo, sin pensar en las consecuencias. Después de toda una vida ocultando sus fantasías sexuales, temblaba solo de pensar lo que podría ser todo un curso con esos preciosos pies –y quizás algo más- a su disposición.
Al día siguiente, sábado, volvió a la Facultad. Buscó el teléfono de Elena en su ficha y la llamó.
– ¿Sí?
– ¿Elena G.?
– Sí, ¿quién es? Elena conoció la voz del profesor. Comprobaba con satisfacción como había mordido el anzuelo. En realidad, Elena no venía de hacer deporte cuando estuvo hablando con el profesor en el Departamento el viernes. Esa ropa la había estado usando durante varios días seguidos y las zapatillas, estaban tan usadas que ya había pensado deshacerse de ellas. Sin embargo, pensó que el profesor podía necesitar un pequeño empujoncito para aceptar su plan y por eso iba preparada con la mochila llena de su ropa usada. ¿Qué mejor cebo para un fetichista que esas prendas sudadas? ¿Qué fetichista iba a poder resistirse a esa ropa impregnada del aroma de una mujer como ella?
– Soy el profesor A. La voz de Tomás temblaba y eso hizo crecerse a Elena. “Quería hablar contigo”.
– “¿Conmigo? Creo recordar que me dijo que evitase volver a hablar con usted, al menos en privado”.
– “Bueno, verás, he estado pensando en la proposición que me hiciste y creo que tenías razón, que puede ser muy ventajosa para los dos”.
– “No sé profesor. Creo que no era una buena idea después de todo. Creo que lo que me dijo usted es lo más sensato. Trabajaré duro en su asignatura. Es mejor que, como dijo, hagamos como si esa conversación no hubiese existido y que mantengamos el contacto imprescindible”.
– Pero Elena, ¡por favor! Me equivoqué. Piensa en lo que puedes ganar. Déjame que te invite esta noche a cenar y lo hablamos, por favor.
– “Es mejor que no, profesor. Además, ya tengo planes. He quedado con un amigo. Adiós”.
Elena no había quedado con nadie. Pensaba quedarse en su habitación de la residencia y acostarse pronto. Sin embargo, sus palabras sumieron a Tomás en una profunda inquietud. Tenía que lograr, como fuera, que Elena volviera a reconsiderar su plan.
No sabía que hacer. Tenía que conseguir verla. Volvió a llamarla. La voz de Elena le respondió segura, firme y algo cortante:
– “Diga”.
– “Elena, soy otra vez Tomás”. “¿Podríamos vernos ahora aunque solo sea un momento?”. “Tengo que darte una mochila que olvidaste en mi despacho”.
– “¿Una mochila? ¡Ah! Entonces me la dejé allí. Ya la daba por perdida” mintió Elena. Bueno, no importa, el lunes la recogeré”.
– “Puedo dártela ahora. La llevaré donde me digas”.
– “Bueno. Haremos una cosa. Tengo que salir. Dígame donde vive y me pasaré a por ella. Y otra cosa. No me tutee más, por favor, me hace sentir incómoda después de lo que pasó”.
Tomás dio su dirección a Elena. Por supuesto, ella no había pensado en ningún momento renunciar al trato. Sabía que Tomás estaba enganchado en su anzuelo y que, después de probar su aroma íntimo, conseguiría que se clavara más y más en el anzuelo.
No convenía que Tomás fuese a la residencia de estudiantes y lo vieran allí con ella y, ya que él había perdido toda prudencia, trastornado como estaba por su aroma íntimo, tenía que ser ella la que pusiese cordura. Para que su plan funcionara, era imprescindible la discreción. Además, así conocería la que iba a ser su nueva casa durante el curso.