Todo comenzó el pasado jueves en la tarde cuando recibí un mensaje de mi exnovia invitándome a cenar. Tenía muchos años que no nos hablábamos, lo cual yo siempre consideré algo bueno, ya que nuestra relación nunca fue particularmente armoniosa. Sinceramente no tenía ni la más mínima idea de por qué, después de tanto tiempo, de pronto quería hablar, pero sí recuerdo haber descartado rápidamente la teoría de que quería algo conmigo, ya que según había escuchado, estaba comprometida para casarse con algún nuevo sujeto.
La cita fue ese mismo día en la noche en su casa. Llegué más o menos puntual habiendo optado por llevar una botella de vino. Mi plan era simple: llegar, comer, escuchar lo que me tenía que decir, e irme lo más pronto posible sin ser grosero.
Cuando abrió la puerta y la vi, me llegaron de golpe viejas emociones y antiguos recuerdos, algunos nítidos, otros borrosos. Sentí una cierta nostalgia, pero rápidamente recordé todas las razones por las que habíamos terminado: los juegos de poder, las agresiones pasivas, las perspectivas de vida distintas y, lo más importante, la cuestión de los hijos. Mi mente se detuvo en ese último punto y recordé que fue justo ahí cuando nuestra ya frágil e insana relación había comenzado su derrumbe final, el momento en que ella declaró que quería tener hijos a lo cual nunca accedí.
Me recibió alegremente con una cierta sonrisa pícara (que yo le conocía bien) enmarcada por el labial rojo que siempre había utilizado. Debo confesar que se veía bastante sexy ya que por los visto había estado cuidando su figura y se había puesto, como era su costumbre para eventos y reuniones, una blusa que acentuaba lo que por mucho era la mejor parte de su cuerpo, sus senos.
Vi ese escote y no pude evitar que me vinieran a la mente imágenes de todas las veces que jugué con sus pechos, todas las veces que los agarré, que pellizqué sus pezones, que los chupé, que los mordí. Recordé su gusto por el bondage y lo mucho que ella gozaba de ser amarrada para recibir pequeñas torturas sexuales. Me dio la impresión de que notó que le miraba el escote y rápida pero inútilmente intenté disimular, dirigiendo mi mirada a cualquier otro sitio.
Estando ya dentro nos sentamos en la sala. Al centro había dispuestos algunos platos con botanas, y me senté en uno de los sillones mientras ella servía dos copas de un vino suyo, guardando el que yo había llevado.
La conversación inició con trivialidades y convencionalismos de lo más aburrido, pero interesantemente la sentía algo coqueta. Su escote no había sido un accidente, su labial rojo tampoco. Sin que hiciera gran cosa me dio la sensación de que intentaba seducirme, pero yo, sabiéndome bien todas sus artimañas y teniendo la certeza de que nada bueno podría salir de un intercambio sexual, por casual que pudiera parecer, estaba firmemente dispuesto a seguir con mi plan, incluso teniendo la intensión de irme a dormir temprano esa noche.
El sueño me llegó mucho antes de lo que esperaba. Primero me sentí súbitamente cansado, luego me encontré luchando contra mis párpados que pareciera que pesaban una tonelada cada uno. En mis últimos segundos de conciencia vi de reojo la copa de vino. Después de eso solo vi negro.
Sería imposible especular sobre cuánto tiempo pasó, pero lo siguiente que recuerdo fue recobrar la conciencia viendo la luz intensa de la lámpara de techo. Inicialmente me costó trabajo reconocer dónde estaba y me tardé algo de tiempo en entender qué había pasado.
Entonces la vi y me sentí repentinamente atemorizado aun en mi estado somnoliento. Ella se encontraba completamente desnuda frente a mí y me miraba con esa misma sonrisa pícara, pero ahora cargada de lascivia y perversión. Yo estaba desnudo, recostado en la cama, mis pies y manos firmemente amarrados a los extremos del colchón. Forcejeé con todas mis energías inútilmente mientras ella me miraba en absoluto silencio, sin quitar esa sonrisa y como disfrutando ver la futilidad de mis intentos.
Yo me rehusaba a creerlo, pero era obvio lo que estaba ocurriendo. Ella lo había planeado todo y me había llamado a su casa específicamente para drogarme y hacerme esto. Después de tantos años de conocerla, y de saber bien que tenía ciertos gustos sexuales que se acercaban a lo extraño, lo oscuro e incluso lo más extremo, en ningún momento imaginé que sería capaz no solo de concebir, sino de llevar a cabo un acto tan perverso como el que estaba viviendo en ese momento.
Nunca lo hubiera imaginado, siempre en la cama habían sido finalmente solo juegos, pero ahora me encontraba ante una avasalladora y contundente verdad que me llenaba de terror: lo que realmente le excitaba era la coerción, y estaba preparada para poseerme en contra de mi voluntad, de mi verdadera y profunda voluntad, para poseerme por completo.
De un momento a otro la desconocí y la vi como a una extraña, no era la persona que recordaba o que creía recordar, era un ser distinto. Vi por primera vez la perversión y la locura personificadas y comprendí que esa era su verdadera esencia. Recuerdo la sensación de perder mis fuerzas y sentir temblar mi cuerpo involuntariamente, presa de un miedo congelante ya que no tenía idea de qué planeaba hacer conmigo y me encontraba completamente indefenso.
Se acercó lentamente y se subió a gatas sobre la cama acercándose hacia mí. Pude ver entre sus piernas una gota de líquido vaginal que cayó sobre el colchón, indicando que ella ya estaba muy excitada. Entonces comenzó a tocar mi pene, el cual estaba flácido y lo masturbó lentamente. El miedo me hacía sentir todo con mayor intensidad y recuerdo sentir hasta el más mínimo de sus movimientos.
Se untó en las manos una buena cantidad de aceite lubricante de una pequeña botella y comenzó a jalar mi pene con una mano y luego con la otra, siempre de abajo hacia arriba muy lentamente y con movimientos constantes. Cada una de sus manos comenzaba en la base de mi pene y en el último momento acariciaba la delicada piel de mi glande. Las sensaciones eran poderosas y eléctricas, intensificadas por el miedo y la incredulidad que asediaban mi mente.
No puedo negar que desde el aspecto puramente físico la sensación era muy placentera, pero el hecho de estar siendo forzado me humillaba de una manera inconcebible. Me sentí ultrajado en grado sumo y gradualmente comprendí lo que era ser verdaderamente poseído por alguien: no bastaba con que se adueñara de mi cuerpo, se había adueñado de mi placer y lo usaba a su antojo.
Fue en ese momento en que me percaté de que la estimulación que recibía mi pene surtía efecto y comencé a sentir mi erección formarse poco a poco. Al darme cuenta de esto me sentí no solo completamente humillado sino también traicionado por mi propio cuerpo, que se entregaba al placer en contra de mi voluntad. Mi pene siguió creciendo y en poco tiempo llegó a estar completamente erecto y palpitante, reaccionando ante cada una de las incesantes pasadas de las manos de mi captora, quien me masturbaba cada vez con más fuerza y más velocidad.
Vi una sonrisa dibujada en sus labios y me di cuenta de que su objetivo era hacerme venirme, y así ejercer un control absoluto sobre mí. Si lograba provocarme un orgasmo en contra de mi voluntad, su posesión de mi cuerpo y de mi ser sería total. Por lo poco que me quedaba de dignidad en ese estado, no podía permitirlo.
Después de unos momentos decidió cambiar su movimiento. Ahora cada una de sus manos comenzaba desde el glande y empujaba hacia abajo. Antes de que cada mano llegara al final de su recorrido, la otra ya había comenzado el suyo. La sensación se incrementó al doble o al triple, lo cual me hizo producir un gemido completamente involuntario. Fue un sonido soez y descontrolado. Mi cuerpo ya no respondía a mi voluntad y se había entregado a los caprichos de la mujer que me sometía. Pasaron varios minutos y ese gemido inicial, fecundado por las sensaciones cada vez más intensas en mi pene, dio lugar a toda clase de gritos y sonidos sexuales que nunca antes en mi vida había emitido.
No estoy seguro de cuanto tiempo pasó pero la tortura sexual se prolongó llevándome a los límites de mi cordura, al punto en que cedí el control de todo mi cuerpo con tal de aferrarme a una sola cosa: ella no me haría venirme, no le entregaría mi orgasmo.
Entonces, sin aviso alguno, abandonó sus movimientos soltando mi pene, el cual se quedó repentinamente solo, pulsando al ritmo de las caricias que lo habían estado envolviendo segundos antes. Después de un momento, habló:
—No me quisiste dar hijos por las buenas, ahora me los vas a dar por las malas.
Estas palabras me helaron la sangre porque finalmente entendí su propósito. No solo quería poseerme en cuerpo, mente y placer, sino que quería mi semen. Quería el hijo que le negué hace tantos años, el cual habría de ser producto de algo mucho más oscuro que la simple lujuria, sería engendro de un acto de degeneración absoluta, del sometimiento más brutal y la coerción más monstruosa.
Entonces se subió sobre mí e introdujo mi pene en su vagina. La sensación fue tan intensa que por poco tuve una eyaculación en ese momento, pero hice uso de todas mis fuerzas para detenerme y poder aguantar un poco más. Entonces comenzó a montarme haciendo los movimientos más sensuales que podía imaginar. Su cadera iba hacia arriba y hacia abajo, hacía círculos, me apretaba y me soltaba con sus músculos vaginales y yo enloquecía de placer.
En poco tiempo volví a los gemidos, después a los gritos. A momentos suplicaba, pero después parecía haber perdido la capacidad del habla, emitiendo sonidos sin sentido. Ella gemía también y se movía con intensidad y con cada vez más fuerza mientras sus senos grandes y desnudos rebotaban libremente. Sus pezones estaban completamente erectos, a veces, cuando ella se agachaba, sus pezones me rosaban el pecho, otras veces subía y se los apretaba con gran fuerza para sentir dolor y placer. Sus gritos se tornaban cada vez más intensos hasta que de pronto pude ver su rostro desconfigurándose de placer al momento en que le llegaba un poderoso orgasmo. Los sonidos y los movimientos que hizo durante ese orgasmo fueron de las cosas más eróticas que he visto en mi vida y otra vez sentí que podría eyacular en cualquier momento.
De nuevo, casi por milagro, logré contener mi eyaculación mientras veía cómo su orgasmo se disipaba lentamente. Por un breve instante pensé que todo acabaría, pero así como sus movimientos bajaron de intensidad por un momento después de su orgasmo, rápidamente estos comenzaron a recobrar su vigor. Fui tonto al creer que había escapatoria ya que ella era multiorgásmica y podría tener tantos orgasmos como quisiera y solo necesitaba que yo, atado, indefenso y humillado, tuviera uno.
Después de eso deben haber pasado tal vez treinta minutos o más, durante los cuales ella disfrutó de mi cuerpo, de mi pene, que nunca perdió su pulsante erección, y de la cruel prisión de placer a la que me tenía sometido. Entre sus gritos y orgasmos se adivinaban burlas macabras que, como poderosos golpes al espíritu, me recordaban una y otra vez la inevitabilidad de mi propio eventual orgasmo, en que se consumaría mi doblegación y se confirmaría mi condición de poseído.
Entonces sentí en mis adentros el principio de un orgasmo inevitable. Al principio era una sensación pequeña, pero crecía rápidamente como una bola de nieve que se convertía en una avalancha de placer sublime. Luché con el máximo de mis fuerzas por controlar la eyaculación dando todo de mí, pero mi mente agotada había sucumbido. Y fue precisamente esa la causa: no solo mi cuerpo me había traicionado, sino que mi mente, agotada como estaba de luchar contra el placer, me había traicionado también al considerar una idea macabra, que ser sometido me gustaba, que el mero hecho de ver mi voluntad arrebatada y ser denigrado de manera total me excitaba.
Vi sus senos revoloteantes, me vi sometido y obligado a venirme, y fui suyo. Entonces el orgasmo creció e inundó todo mi cuerpo. Perdí el control de mis extremidades que vibraban y de mi voz que gritaba de placer. Eyaculé dentro de la mujer que me había ultrajado, entregándole en mi semen las últimas gotas de mi voluntad.
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