Todo pasado es una mochila que cargamos en el presente. Quizás con el tiempo, esa mochila parezca más liviana, hasta el punto en que nos olvidamos que la llevamos a cuestas. Pero cada tanto aparece algo (o alguien) que te recuerda tus miserias del pasado.
Y en el peor de los casos, ese alguien usa esas miserias para manipularte, para usarte a su antojo, bajo la amenaza de mostrar al mundo lo que fuiste.
Robi siempre me pareció un pendejo arrogante, fanfarrón y violento. Pero nunca imaginé que un pibe de dieciocho años me tendría entre sus manos. Nunca hubiese imaginado que tendría el coraje necesario para hacerlo. A mis treinta y dos años no podía imaginarme sometida por los caprichos de un mocoso que ni siquiera se lava los calzones. Pero la vida te sorprende.
No se confundan, no tengo nada de qué avergonzarme, y nunca lastimé ni engañé a nadie. Pero hay cosas que ante los ojos hipócritas de la sociedad, están mal vistas. Y esas cosas, si caen en manos equivocadas, pueden ser usadas como armas.
Soy una mujer independiente, y eso, como saben, a veces te juega en contra.
Hace cinco años cometí un error. Necesitaba un aumento. Cuidar de un chico de doce años, sin una pareja que me ayude, era realmente difícil. Desde hacía meses que venía ablandando al viejo para que dé el brazo a torcer. Don Miguel simpatizaba conmigo. Tanto como un viejo verde puede simpatizar con una jovencita carilinda con la cola parada, y las tetas grandes. Una tarde me pidió que me quedara, después de hora, para discutir sobre mi supuesto aumento.
Desde el momento en que cerró la puerta a mis espaldas, y sin disimulo me miró el culo mientras yo me dirigía a la silla, supe que el viejo iba a intentar algo turbio. Se lo notaba con ganas de probar carne fresca, y yo era una joven madre soltera que necesitaba ayuda. La víctima ideal para un viejo pervertido como él.
La cosa fue más directa de lo que imaginé. Se paró frente a mí, apoyando su culo en el escritorio. Me dio un largo discurso sobre la lealtad y la cooperación. Yo sólo asentía con la cabeza.
Entonces estiró la mano y estrujó mis tetas.
Me quedé inmóvil. Abrí bien grande los ojos, asombrada, no tanto por la actitud, sino por la manera intempestiva en que lo hizo. Me miró a los ojos, y quizás porque no dije nada, sonrió con perversión.
Entonces se bajó el cierre del pantalón.
Un sacrificio, pensé para mí. Un sacrificio y mi nene tendría una vida un poco mejor.
Don Miguel se bajó el cierre del pantalón. Una pequeña pija semifláccida se asomó. Un sacrificio, me repetía una y otra vez.
Después de todo, no soy una monja. Hasta ese momento me había llevado al menos diez pijas a la boca. Y no es que estuviese enamorada de todos los portadores de esas vergas erectas. Así que cerré los ojos, y sin mucho entusiasmo, le di al viejo lo que quería.
Pero no le alcanzó con eso. A partir de ese momento, don Miguel me trató como a su puta personal. No como su amante, ni mucho menos como a su pareja. Era su puta.
Me entregaba un sobre cerrado con dinero extra cada fin de mes. Y me compraba ropa. Aunque principalmente era lencería erótica, minifaldas y calzas superajustadas. Eran regalos para el más que para mí, ya que era don Miguel quien disfrutaba de vérmelas puestas, y luego se deleitaba quitándomelas, a veces hasta hacer hilachas la prenda.
Una vez, cansada de los abusos del viejo, que pensaba que por darme algo de dinero, era dueño de mi cuerpo, tomé una decisión drástica: si iba a ser una puta, sería yo misma quien pusiera el precio, y elegiría minuciosamente a mis clientes, descartando sin dudar a los viejos de pijas blandas como mi jefe.
Puse un aviso en una página de escorts, subí algunas fotos mías sin mostrar mi cara. Me inventé un nombre de puta: Vanesa (las Vanesas siempre me parecieron muy putas). Tenía treinta años, muy grande comparada con la mayoría de la competencia, así que mentí mi edad y me bajé cinco años. Nadie se daría cuenta de la diferencia. Para algo cuidaba mi piel como si fuese un tesoro.
Así fue que redacté mi primer anuncio: Vanesa, veinticinco años, sólo en hoteles, zona de microcentro, decía mi ficha técnica en aquella página. Además coloqué un número de teléfono diferente al que usaba habitualmente. Había elegido un lugar bastante alejado del barrio donde criaba a mi hijo, para evitar cruzarme con algún conocido.
Más abajo de mis datos estaban mis fotos semidesnuda, en poses sugerentes. Me daba pena tener que ocultar mi rostro, porque mi cara y mis ojos azules atraerían mucho más clientes. Pero no podía arriesgarme. Aun así no pasaron ni dos horas y ya tenía varios mensajes de potenciales clientes.
En mi primer encuentro estaba muy nerviosa, pero todo salió bien. A mi cliente le había dado mucha ternura mi evidente falta de experiencia en ese trabajo. Al día siguiente me encontré con dos tipos más. Fue entonces cuando decidí faltar sin previo aviso a mi trabajo formal. Don Miguel me llamó por teléfono, exigiendo respuestas. Ahí aproveché para desquitarme. Lo mandé a la mierda y le juré que nunca volvería a tocarme un pelo. Y para rematarla, me burlé de su precocidad.
No trabajé mucho como escort, porque en realidad no era lo mío. Si bien al prostituirme, de alguna manera, era yo la que pasaba a usar a los hombres, no dejaba de sentirme como un objeto, como un producto para el consumo de los demás.
A los seis meses dejé de publicar mi teléfono en las páginas de prostitución VIP. Había conseguido un trabajo como administrativa, donde mi jefe era un homosexual de armario que jamás se me insinuaría. Conservé los números telefónicos de mis clientes preferidos: Aquellos que o bien no eran muy exigentes a la hora de coger, o eran bastante apuestos y caballerosos, o mis preferidos, aquellos que tenían una buena pija y sabían cómo usarla. Los demás, los viejos verdes y egoístas no supieron más de mi.
De todas formas, esos clientes privilegiados, a los que todavía les guardaba un turno, que por cierto, no era barato, los dejé de frecuentar al cabo de seis meses más.
En resumen, habían pasado cuatro años desde que ya no tenía nada que ver con aquel mundo turbio y superficial. Casi no pensaba en eso. Ya había cruzado la barrera de los treinta, y todas las cosas alocadas que había hecho cuando era más joven, parecían haber sido hechas por otra persona, más decidida y con menos prejuicios.
Ahora estaba en pareja, y tenía un trabajo aburrido pero seguro. Todavía tenía que lidiar con un montón de machos que se desvivían por llevarme a la cama. Si supiesen que tiempo atrás hubiera sido fácil tenerme desnuda y con las piernas abiertas, a su merced, muchos se sentirían decepcionados. Pero ya no me molestaba que me miren como un objeto sexual. Las frases obscenas de los albañiles que me gritan vulgaridades cuando paso por cualquier obra en construcción, me entran por un oído y me salen por otro. Y las miradas indiscretas de los hombres, incluso cuando van del brazo de sus mujeres, me halagan y me dan pena en partes iguales.
Pero desde hace unos meses mi vida se descontroló. El fantasma de Vanesa, la prostituta VIP, apareció para trastornarme.
Mi hijo Leandro, es un chico tímido y apocado. Nada que ver con el descarado de su padre, ese infeliz que desapareció apenas se enteró de que me había dejado embarazada. Leandro, en cambio, es un amor. Pero quizá por la ausencia de una figura paterna, nunca supo tener una personalidad lo suficientemente fuerte como para enfrentar la complicada edad de la adolescencia.
En el colegio, desde hacía años que sufría bullying. Varias veces había llegado a casa golpeado. Y muchas veces escuché, con mi corazón roto, cómo lloraba en su habitación.
El peor de sus acosadores era Robi. Un mocoso de ojos verdes, con un físico demasiado desarrollado. Me daba asco imaginar que un pendejo como ese, en el futuro, seguramente sería una persona exitosa. Al final, el mundo acogía a los tipos como él: arrogantes, violentos, bellos sólo en lo físico, y carentes de empatía para con los más desfavorecidos.
En los últimos tres años fui a hablar con el director, al menos diez veces. Robi, de vez en cuando, recibía alguna leve reprimenda. Durante algunas semanas Leandro me aseguraba que todo iba mejor en la escuela, pero enseguida aparecía con ese semblante apesadumbrado que me llenaba de angustia. Era increíble, ya estaban en el último año, pero mi hijo se comportaba como un niño indefenso y Robi como un bully agresivo. Ninguno de los dos terminaba de madurar.
Pero en los últimos tiempos veía peor a mi hijo. Demasiado silencioso, incluso para alguien como él. Siempre andaba con la cabeza gacha, hasta estando dentro de casa. No tenía amigos. Quienes sean madres comprenderán lo terrible que es ver a su hijo así.
Hice lo posible por ayudarlo a sentirse mejor, pero se negaba a decirme con exactitud cuáles eran sus problemas. Le pedí a Matías, mi pareja, que hable con él de hombre a hombre. Pero le fue imposible entrar en confianza con mi hijo. No lo culpaba, ni siquiera yo lograba que Leandro se abra conmigo.
Yo sabía que Robi estaba detrás de todo eso. Él y sus patéticos secuaces acosaban a mi hijo. Se burlaban de su baja estatura, de su timidez, de su torpeza en los deportes, de su silencio, de su miedo a las chicas… Todo eso, repitiéndose todos los días durante años, era una tortura para mi Leandro. Por suerte, los pendejos ya no golpeaban a mi hijo, pero ahora no tenía un motivo suficiente como para quejarme nuevamente con el director. Si le decía que los compañeros de mi hijo se burlaban de él, como mucho les echaría una reprimenda, y luego todo volvería a la normalidad, o incluso empeoraría.
Decidí hablar con sus padres. Aún faltaban dos meses más para que mi hijo termine la secundaria, y no podía permitir que sufra durante todo ese tiempo. Si los padres no entraban en razón, entonces lo cambiaría de escuela, o buscaría otra solución. Pero eso no era lo justo. Los padres deberían hacer cambiar de actitud a su hijo. Aunque claro, corría el riesgo de que sean igual de imbéciles que él.
Sabía que su papá tenía una enorme tienda de artículos de ferretería en el centro de la ciudad. No era rico, pero no estaba lejos de serlo. Otro motivo más que alimentaba el ego del pendejo de Robi.
Como la decisión fue repentina, no avisé a Matías de mis planes. Fui hasta la ferretería, no para hablar en ese momento, sino para que me dé el teléfono o su dirección, y luego poder hablar con él y su mujer con tranquilidad.
Me presenté en la tienda.
-Quisiera hablar con el señor Pierini, -dije a uno de los empleados.
Se trataba de un muchacho apenas más grande que mi hijo, que se quedó embobado mirándome arriba abajo. No era mi intención verme sexy en esa reunión. Pero como hacía mucho calor, no me quise poner un pantalón. Me vestí con una pollera negra, de tela fina, y una remera color rosa, bastante suelta. Aun así, tanto el empleado como varios clientes me miraban como si fuera desnuda.
-Sí, ya se lo llamo. – balbuceó el chico.
Al rato salió el papá de Robi. Era un hombre alto, rubio y buen mozo. Aunque ya rozaba los cincuenta. Si yo había tenido a Leandro cuando aún era una adolescente, el señor Pierini había engendrado a Robi cuando ya había pasado los treinta.
Me miró, asombrado. Él tampoco se molestó en disimular que me desnudaba con la mirada, cosa que me fastidió.
-Nuestros hijos van a la escuela juntos -dije-. Quisiera hablar con usted sobre eso.
-Claro, pase – dijo, levantando la madera del mostrador.
Iba a decirle que mejor hablemos junto a su esposa en otro momento, más tranquilos. Pero no me dio ganas de dilatar el momento. Crucé al otro lado del mostrador y lo seguí hasta su oficina.
Estaba algo nerviosa, por lo que fui demasiado brusca, sin intención.
-Necesito que su hijo deje de acosar al mío. -Le dije.
Él se mostró sorprendido. Luego, como si se hubiese omitido algo muy importante, me ofreció a tomar algo. A lo que yo rechacé.
-A ver, contame todo, hablemos tranquilos. Seguramente solucionaremos este problema juntos.
Esas palabras debieron calmarme, pero algo en su mirada me inquietaba. Además, no me gustaba que me tutee sin conocerme.
Le conté todo lo que sabía. Las palizas que a lo largo de los años le había propinado a mi hijo; las burlas constantes, de las que yo apenas me enteraba, sacándole a cuantagotas la información a mi hijo; le conté sobre el pésimo estado de ánimo de Leandro; y le pedí que por favor hablara con su hijo, para que lo deje en paz.
-Los chicos a veces son muy crueles -dijo-. Quedate tranquila que voy a hablar con Robi. No te prometo que cambie de un día para otro, pero le voy a decir que afloje, y que hable con tu hijo, seguro que tienen montón de cosas en común.
No me gustó la idea de que Leandro se hable con Robi, pero su sinceridad me alivió un poco.
-Me dijiste que te llamás Clara ¿Cierto? – me dijo el tipo cuando me puse de pie para irme.
-Sí, Clara – contesté.
-Que raro… Yo creía que te llamabas Vanesa – dijo.
No entendí el comentario inmediatamente. Pero cuando reparé en lo que significaba, el alma se me cayó al piso.
-No te acordás de todos tus clientes ¿no? -dijo, acercándose a mí -Bueno, es entendible, habrán sido muchos -Me agarró de la cintura y me atrajo hacia él.
-Me estás confundiendo con otra persona. -dije, forcejeando para separarme de él.
-No creo, es imposible olvidarse de vos. Además, no sabés mentir.
Sus manos se metieron por debajo de la pollera. Los dedos se cerraron en mi nalga.
-Qué hacés, soltame – exigí yo. Pero no me animé a gritar. Aunque ahora me parezca ridículo, no quería armar un escándalo. Sólo quería que me suelte y largarme de ahí.
Pero no me soltó. Su mano masajeaba con locura mi trasero. Su cuerpo se apretaba al mío, y mis pechos se frotaban involuntariamente con su torso.
-¿Cuánto cobrás ahora, putita? – dijo, jadeante.
-No, ya no hago más eso – respondí.
Una sonrisa odiosa se dibujó en sus labios.
-Entonces sí sos vos. Vanesa. Nunca conocí una putita tan hábil y maleable como vos.
-No, ya no trabajo. No, por favor – supliqué.
En ese momento, más que nunca, comprendí la impotencia que sentía mi hijo al verse amedrentado por alguien que se creía con el derecho de someterte. De repente me convertí en una chica tan frágil como lo era Leandro. Tenía ganas de llorar. No terminaba de digerir la terrible casualidad en la que había caído. Pierini empezó a bajarme la ropa interior.
-Las putas siempre van a ser putas – dijo.
Me agarró de las caderas, y con un movimiento brusco me hizo girar. Sentí que iba a caer al piso, así que sostuve del escritorio.
-Así. Quedate así -dijo él.
Estaba temblando. Él me abrazó por detrás.
-No te preocupes, ya nadie va a molestar a tu hijo. -Me dijo al oído.
Empezó a levantarme la pollera, despacio, muy despacio. La bombacha ya había quedado a la altura de los muslos. De un tirón la terminó de bajar. Sentí su fría mano mojada en mi entrepierna. Escuché el sonido del cierre del pantalón. Luego un largo suspiro. Apoyé mi torso sobre el escritorio, y separé mis piernas, ya totalmente resignada.
-Muy bien – me felicitó él -Las putas siempre serán putas. No lo olvides. – Y luego de pronunciar esas humillantes palabras, sentí el miembro duro entrando en mi sexo.
Lo metió con brusquedad. Me hizo doler. No tenía la menor intención de hacer otra cosa que satisfacer sus necesidades. Me agarró de las caderas y empezó el cadencioso baile del sexo, el cual consistía en incontables movimientos posbélicos, cada vez más intensos, acompañado de un insistente estribillo que decía siempre vas a ser una puta.
Acabó en mis nalgas. Iba a limpiarme el semen, pero él me hizo ponerme de rodillas, y empezó a golpear mi cara con su pene ya fláccido. Las gotas de semen que todavía salía de su sexo, se impregnaba en mi rostro, mientras sentía en mis nalgas desnudas cómo el líquido viscoso se deslizaba lentamente.
-Quedate tranquila, que lo que te dije es cierto. Voy a hablar con mi chico. No es justo que maltrate así al tuyo.
Me paré. Me di cuenta de que mis piernas temblaban. Me limpié. Me tomé unos minutos para recuperar mi compostura. Lo logré apenas. Tuve que hacer una gran actuación para no salir llorando del local.
Continuará