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Sin absolución
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Tiempo de lectura: 7 minutos

No era pariente mía sino que era familia política del esposo de mi tía. Ni quién comprenda esos parentescos. Por lo que entendí ella era visitante habitual de la casa de mi tía en aquel pueblo donde vivía. La casa y el pueblo lo conocía muy bien porque desde mi infancia la pasaba allí en todos los puentes, días feriados, vacaciones, a la menor oportunidad allí estaba en ése pueblo donde el sol caía como no lo había visto en ninguna parte que lo hiciera, los cielos casi siempre eran intensamente azules, hacía un calor intenso y seco y todo lo que se viera a la redonda por kilómetros y kilómetros era semidesértico.

En aquellos años, en que se supone que el pueblo ya había crecido, aún había poca gente y en realidad el lugar sabía y olía a pueblo real, no a postal para turistas pretenciosos, el contraste entre la gente lugareña y los citadinos era muy fuerte y verdaderamente uno podía sentirse lejos de la ciudad, del ruido, de la gente, de los problemas, de la contaminación y de todas ésas cosas con las que gustaban aterrarnos por aquellos años: la sobrepoblación, la contaminación, aún no se hablaba tanto del cambio climático pero para allá iban gustosos los progres que en eso creen. Aún era un pueblo.

Camila, estrictamente hablando, no era pariente mía sino que era familia política del esposo de mi tía. Blanca, de cabello castaño claro corto muy a la moda de por entonces, perpetuos jeans ajustados que mostraban sus generosas redondeces, tenis, fumadora compulsiva y unos ojos verdes muy expresivos. Era muy divertida. Y coqueta como ella sola, en aquel entonces no era muy observador pero imagino que traía en brama a los hombres del pueblo, lo que explica la actitud fría y displicente de mi ultracatólica tía hacia Camila, era harto notorio que le desagradaba la presencia de esa muchacha veinteañera a quien las ideas hipercatólicas de mi tía no sólo la tenían sin cuidado sino que con todas sus actitudes se burlaba de ellas. Por ese sólo hecho me caía muy bien y pasaba todo el tiempo que pudiera con ella. Ni siquiera recuerdo de qué platicábamos. Lo que sí recuerdo es que hacía muchas bromas de doble sentido y me coqueteaba abiertamente, para escándalo de mi tía. Seguramente yo no era el primero en ser seducido por ella en esa casa y por eso mis primas nomás hacían cara de ah qué cosas…

Una tarde, después de comer y de dormir una siesta, al despertar poco a poco me fui dando cuenta de que no había nadie en aquella inmensa casota. Como de costumbre, se habían ido sin decirme nada, qué novedad. Pero hete aquí que descubro que en una habitación estaba Camila dormida. Acostada boca abajo en una enorme cama, traía una blusa escarlata y sus famosos jeans hiperajustados. Aproveché para poder admirar a mis anchas su cuerpazo, esas nalgas tan antojosas que se cargaba, las piernotas que parecían querer romper el pantalón, sus brazos apetitosos.

No sé por qué, quizá para aliviar mi ansiedad, empecé a hacerle cosquillas en las pantorrillas y en los pies. Posiblemente llevara mucho rato despierta y me dejó jugar con ella. De las pantorrillas pasé a tocar sus muslos y cuando estaba por tocar sus nalgas, ella se volteó hacia mí, riendo y buscando hacerme cosquillas. Jugamos un rato forcejeando y cuando ya estábamos muy sudorosos y agitados puse mis manos en sus senos. Ni siquiera pensaba realmente tocarlos, tan sólo quería atreverme, provocarla, ver qué podría pasar. Eran los primeros senos que tocaba.

Esperaba gritos, golpes, reclamos, una escena terrible de consecuencias catastróficas y castigos bíblicos en aquella archicatólica casa, ya me veía excomulgado y corrido de esa casa por un dedo de fuego que me señalaba la puerta y me acusaba de herética pravedad o alguna de ésas hipocresías tan adoradas por los católicos. En lugar de eso, Camila se recostó, sonrió, tomó mis manos y las volvió a poner sobre sus senos y me dijo que los acariciara. Debajo de la blusa podían sentir mis incrédulas manos un sostén muy delgado de encaje (coqueto, totalmente consistente con su personalidad pecaminosa de moral dudosa, diría mi tía la meapilas) que alojaban un par de senos de buen tamaño, muy calientes, firmes y suaves a la vez, con unos pezones de muy buen tamaño que ya se sentían erectos y reclamaban atención.

Acaricié sus tetas un rato por encima de la tela, sin poder creer lo que estaba pasando, sudando y respirando muy agitado de la emoción y el miedo de que alguien apareciera de la nada y se armara el católico escándalo. Como pude metí una mano entre la blusa, alcancé sus tetas y metí la mano debajo del sostén para poder palpar la carne desnuda de sus magníficos senos. No estuve tan lejos de desmayarme. Ni en mis más salvajes fantasías había yo soñado que una muchacha tan guapa y tan buenota me dejara siquiera acercarme a ella. Y lo gozaba, sonreía, me acariciaba el cabello, me decía palabras de aliento con su voz grave y deliciosa, me guiaba. La verga me reventaba. Luego de mucho se me prendió el foco y entendí que debía abrirle la blusa. No podía desabotonarle nada de los nervios que me cargaba, me tuvo que ayudar.

No creo que ningún arqueólogo sienta lo que yo sentí cuando pude admirar sus tetas desnudas. Generosas, blancas, desafiantes, firmes, de piel tersa y olorosa, el sudor de sus axilas era muy detectable pero muy excitante, con unos pezones rosa obscuro del tamaño de una moneda grande, muy erectos. Sin decirme que se las mamara, le mamé las tetas como yo creo que jamás lo he vuelto a hacer en toda mi vida. Me llevé esos pezones a la boca y no hubo ni antes ni después manjar más delicioso que conociera mi lengua y mi paladar. Las besé, las acaricié con mi rostro sin dejar ni un sólo lugar de ésa carne tan excitante sin acariciar, mis manos aprendieron lo que era acariciar algo tan inconfundiblemente femenino y por todos tan amado y anhelado, sentir su peso, su calor, su textura, la suavidad de su piel, la leve humedad del sudor que nos producía el calorón y el temor a ser descubiertos, mi nariz aprendió a reconocer el olor a carne tibia y ansiosa de ser acariciada, el excitante y potente olor de unas axilas sudadas cuyo olor se impone a cualquier desodorante, el aroma del cuero cabelludo que suda en una mujer excitada.

Y besé, besé, besé, besé, besé sin tregua y sin cesar, besé como si nunca antes lo hubiera hecho ni pudiera hacerlo otra vez intuyendo que quizá será la única oportunidad que tuviera de disfrutar semejante banquete, besé con método y sin orden, besé delirando y aguzando el oído a la menor indicación de peligro, besé con la boca seca y derramando inverosímiles cantidades de saliva, besé sus pezones con una devoción que mi megacatólica tía desconocía y ya hubiera querido, besé todas sus tetas perdiéndome en la infinita extensión de su piel y por más que ella quiso mantenerse controlada su respiración cada vez más pesada y agitada delataba la invencible excitación que la estaba dominando a cada momento, por no decir que no hay manera que unos pezones se levanten aquella manera si no es como consecuencia de caricias deseadas con lujuria.

Algo había cambiado en su mirada, me tomó del cuello y me besó en los labios largamente, sin prisas pero con pasión, mordiéndome los labios y disfrutando mi lengua, dándome a degustar su lengua y beber su saliva. Y mientras tan concienzudamente me besaba, me fue desabotonando la camisa y sus manos acariciaban mi pecho tal y como yo acababa de acariciar el suyo, pellizcaba mis pezones, sopesaba mis jóvenes pectorales, me despojaba de la camisa sin dejar de tocarme con deleitación, con inocultable morbo, con ardor. Miró mi verga atrapada por el pantalón y velozmente me despojó de pantalón y trusa, agarró mi verga con sus manos y la lujuria afloró a su cara como no la hubiera visto antes. Estoy seguro que se mordió los labios y luego se pasó la lengua por ellos. Me hizo sufrir un rato más haciendo que le quitara sus ajustadísimos jeans y por eso mismo la operación no fue nada sencilla pero ni siquiera me importaba porque estaba descubriendo el cuerpazaso de un mujerón que quería coger conmigo aquí y ahora sin hacerse del rogar, sin payasadas, sin hacerle tanto al cuento y dar largas y largas mientras se burlan a tus espaldas. Pocas mujeres he conocido en la vida que reconozcan que les gusta el sexo y que no tienen ningún inconveniente al respecto. Cuando al fin estuvo completamente desnuda, me dejó admirarla por unos momentos y me complació posando para mí mostrándome sus tetas, enseñándome orgullosa sus increíbles nalgas y acercándomelas al rostro para que las besara, las amasara, las acariciara, las lamiera.

En ese entonces no teníamos la obsesión con el ano femenino que hoy tenemos, pero me moría de ganas de comerme su concha. Me recostó y se sentó sobre mi rostro. Y entré al paraíso. Uno hecho de carne caliente y húmeda, fuerte olor que me recordaba al requesón, sabor penetrante y muchos vellos inoportunos que había que estar sacando de la boca a cada rato. Me enseñó a comerle la concha y yo aprendí rápidamente. Acabó por montarse sobre mí y largamente olió mi verga y mis huevos y al final no pudo más y se comió mi verga con la misma pasión, el mismo morbo con que yo me andaba comiendo su concha deliciosa. Ambos pensábamos en las excomuniones, anatemas, escandalizaciones católicas y demás imbecilidades de mi hipócrita tía y eso nos daba más ánimo a pecar con más morbo, más mortalmente, más enjundiosamente, como si estar mamándonos con tanto entusiasmo la concha y la verga derribaran las obsesiones y censuras católicas, tan peleadas con la hermosa realidad de la vida y el cuerpo humano. Si nos iban a excomulgar y correr de la casa, que valiera la pena porque nos acabábamos de echar un cogidón de pecadote mortal sin perdón posible.

Aprendí a meterle un dedo por la vulva y sentir su quemante temperatura interna y mientras devoraba los labios de su concha y mamaba sin dudarlo todos sus jugos, veía a su ano contraerse cada vez que mis caricias le producían un placer especial. Me faltaban manos para acariciarle las nalgas como yo hubiera querido. Después de un rato que ignoro qué tan prolongado fue en realidad, se separó de mi y me acomodó en la cama con unas almohadas en mi espalda a manera de respaldo que me dejaban cómodamente reclinado para que ella hiciera lo que se le antojara.

Y lo que se le antojó fue clavarse mi verga. Estaba sorprendida de que no me hubiera venido, lo que ella no sabía es que si alguna virtud tuve casi desde el inicio era precisamente esa, poder resistir. Mi verga y mi bajo vientre estaba verdaderamente empapado de su saliva y más iba a estarlo del manantial de su concha. Se empaló y de un solo sentón se la clavó hasta el fondo. Puso los ojos en blanco, me estrujó en pecho y un brazo mientras me decía al oído, con una voz que sólo una mujer con una verga clavada puede tener, que estaba muy grueso. Me empezó a cabalgar veloz y furiosamente, de inmediato. Me ordenó que la sujetara de la cintura y le marcara un ritmo. Mis huevos dolían con el chocar de sus nalgas pero ese dolor era delicioso al ver cómo enrojecía Camila y gozaba como loca mi verga. Su vagina era poderosa, sentí sus contracciones varias veces, como si su vagina fuera una boca mamándome la verga. Comprendí por qué la gente gime cuando coge, es casi inevitable si la cogida es en regla y forma. Y esta estaba siendo de máximos honores.

Brillante de sudor y agotada, varias veces satisfactoriamente orgasmeada, se dejó caer a mi lado respirando como cuando íbamos a subir la sierra cercana. Mi verga seguía parada pidiendo batalla. Dijo que eso no se podía quedar así, me empezó a masturbar y a mamar al mismo tiempo y luego de un rato hicimos otro 69 memorable. Me estrujaba los huevos como para exprimirles el semen. Al cabo de un rato de tan exquisita tortura, mi semen salió en cantidades que nunca antes me habían brotado, llenándole la boca golosa que no dejó escaparlo. Con la boca llena de semen, me besó y me lo dio a probar. Era el beso más deliciosamente obsceno que nadie me hubiera dado. Me gustó a qué sabía mi semen.

Por la luz de la tarde dedujimos que habíamos pasado más de dos horas cogiendo como enajenados, por lo que no tardaría en aparecer la familia. Nos adecentamos lo mejor que pudimos, ventilamos la habitación, etc. Al volver la familia, que en efecto no tardó, ella mantuvo una distancia notoria conmigo. Jamás se volvió a acercar a mí, por más que yo buscara ese acercamiento, y cuando se fue del pueblo nunca la volví a ver en mi vida. He pasado muchos años preguntándome por qué una mujer que tenía en sus manos a tantos machos quiso esa tarde pasarla cogiendo con un novato. Aprendí que el sexo tenía que ser eso o mejor nada. No lo lamento.

La misma noche de ese encuentro, una prima, de mi edad, se acercó con cara pícara y ganas inocultables de chisme. Dijo una sola cosa:

— ¿Ya?

Las palabras se me cuatrapearon en la lengua, posiblemente enrojecí y ella comprendió. En sus ojos vi ira, envidia y celos, todo junto. Como tantas cosas, en ese momento no lo comprendí. Quizá fue mejor que no lo comprendiera.

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