Me dice que no es por mí, que en realidad yo le transmito bastante confianza, pero que no puede arriesgarse a cometer ningún error. Le es imposible darme el nº de móvil. De modo que acordamos comunicarnos exclusivamente a través del correo electrónico. No es ningún problema. Es tan solo algo más lento. Podemos entendernos perfectamente.
Pero sigo sin saber quién es, no he visto su cara, no he visto su cuerpo, al menos no por completo. Tengo una cita con una cuasi desconocida. Me dirijo en coche hacia el lugar del encuentro. La excitación es tremenda, los nervios me hacen sujetar el volante con más fuerza de lo habitual. Han pasado semanas desde que entré en contacto con ella.
La conocí en un portal de contactos en internet. Nada más ingresar, me doy cuenta de que es un lugar diferente, la discreción es máxima. Apenas hay perfiles con fotos, nada de frases vulgares ni reclamos absurdos. Encuentro una nota común en la mayoría de los perfiles: se trata de mujeres comprometidas, casadas o con relaciones estables. Comienzo a excitarme. Mi mente morbosa me envía este mensaje directo: «Se palpa el deseo».
Como un resorte que de repente queda liberado, mi imaginación se dispara y comienza a hacer elucubraciones. Pienso en mujeres atrapadas en un matrimonio aburrido, monótono, quizás compartiendo su cama con un marido igual de aburrido, viviendo una vida sin chispa cargada de responsabilidades: hijos, compromisos sociales, trabajo, facturas, viajes programados… Un futuro plano, descorazonador.
Las imagino buscando una salida, escabulléndose furtivamente por la puerta de atrás de su matrimonio y accediendo a los recovecos excitantes de la red, sintiendo la punzada morbosa de lo prohibido, de lo desconocido, buscando nuevas fuentes de excitación, de algo que las haga sentir de nuevo: un flirteo, una noche de pasión, un romance clandestino… un hombre.
En su perfil tampoco había foto, ni datos personales, más allá de su edad (32), su color de ojos (verdes), su estatura (1'68) y su complexión física (unos kilos de más). En el motor de búsqueda, había escogido la opción «Busco hombres para relaciones sexuales sin compromiso». Estado civil: casada, con hijos. Mi excitación crecía por momentos. ¿Por qué la escogí a ella? No lo sé.
Durante las pocas semanas que me paseaba por el portal web, comprendí que podía haber «usuarios reclamo», perfiles falsos preparados por los administradores para captar la atención de los hombres e inducirles así a gastar sus créditos. De hecho, me llegaban algunos mensajes, pero mi intuición me decía que había algo extraño en ellos, que eran demasiado desenfadados, demasiado directos. No se correspondían con el tono de discreción que emanaba de la página. Tuve que olvidarme de responder a esos mensajes. Escogí perfiles sencillos, claros, nada ostentosos, como el suyo.
Pero debía andarme con cuidado. Antes de contactar con nadie, tuve que reflexionar acerca de cómo debía mostrarme yo. No me convenía ser un hombre soltero (lo era). Estas chicas no querían problemas, debían ir con pies de plomo, tenían una vida que proteger. Solución: tenía que mentir, pero escogí una opción que pudiera resolver más tarde: «Estado civil: comprometido, relación estable».
Observé sus movimientos en la web durante un tiempo, antes de decidirme a contactar con ella. Entraba al portal desde un teléfono móvil, generalmente por las tardes, y no todos los días. Quizás no estaba decidida al 100% acerca de lo que estaba haciendo.
Mientras paseaba el ratón por la pantalla, leyendo las características de nuevos perfiles, un piloto verde capta mi atención: «Solyluna, usuario online». Era ella. Doy un brinco en la silla, el corazón se me acelera, me excito. «Ha llegado el momento», pienso, «pero, ¿qué coño le digo? No me puedo permitir el lujo de intimidarla, o de resultarle un gracioso, o demasiado directo».
Finalmente, me decido por un mensaje totalmente aséptico, pero claro y sincero. Sólo me queda una duda: ¿uso el «tú» o el «usted»? Es una chica joven. Me arriesgo, escribo:
MrSmith: Buenas tardes, me ha gustado tu perfil. Me gustaría conocerte.
La suerte estaba echada. Pasan los minutos… Algo después de media hora, se enciende un icono en mi bandeja de entrada, un «1» de color blanco sobre fondo verde, y una leyenda a su lado: «Solyluna le ha enviado un mensaje».
Solyluna: Buenas tardes, MrSmith. Me parece bien.
Estoy llegando al aparcamiento. Hemos escogido el parking subterráneo de un área comercial. Son las tres de la tarde, viernes.
Después de aquel primer contacto en el portal web, nos enviamos correos diariamente desde el móvil durante algunas semanas. Enseguida me di cuenta de que sobraban algunas preguntas. No era conveniente indagar sobre la vida del otro. Su discreción era total. En varias ocasiones, hizo algún amago de abandonar. Pero logramos sortear sus temores.
Al principio, sus textos eran muy cortos, pero me gustaba cómo se expresaba. Era clara, aunque a veces resultaba un tanto cortante. Con el paso de los días, nos fuimos sintiendo algo más cómodos, y empezó a surgir algo. Dimos paso con cierta rapidez a las conversaciones picantes, a nuestras preferencias sexuales.
Solyluna: Cuéntame alguna fantasía.
Yo le enviaba unos pocos renglones con alguna escena que se me ocurría. Me gustaba hacerlo. Quería humedecerla. Pero nada más empezar, me paró en seco:
Solyluna: Eres un cursi.
Me jodió reconocerlo, pero tenía razón. Estaba demasiado preocupado por no resultar grosero. Me gustaba esta chica.
MrSmith: Pues ahora te vas a enterar.
Le envié otras pocas líneas, esta vez sin cortarme un pelo.
Solyluna: Me has puesto a mil. Me gustas mucho más cuando eres un cerdo.
Yo estaba encantado de la vida, y ella me ponía a mí igual de cachondo con sus comentarios.
Bajo este clima de complicidad, y olvidándonos definitivamente de hacer preguntas indiscretas, le propuse resolver una cuestión que para mí era importante: quería ver alguna foto suya.
Solyluna: Lo siento, pero no puedo hacer eso, no puedo arriesgarme.
No quise forzar las cosas, así que le propuse hacer un juego: yo le enviaría algunas fotos de mi cara, y ella me enviaría otras donde mostrara algunas partes de su cuerpo.
MrSmith: Puedes reducir el plano todo lo que tú quieras, de modo que no sientas que se te puede reconocer.
Solyluna: Vale.
Me envía dos fotos y me pone duro de inmediato. En una de ellas me muestra el hombro izquierdo, con su clavícula bien dibujada, parcialmente desnudo, sobre el que resbala una rebeca negra de punto, con amplios agujeritos, que deja entrever claramente un pecho grande y un pezón moreno con su botón erizado.
En la otra, aparece un plano muy pequeño donde se ve un ombligo, una mano que se introduce bajo la tela rosada de unas bragas de encaje, una vulva oculta bajo esas bragas y el comienzo de los muslos.
«La madre que la parió», digo yo en voz alta al ver las fotos, en la soledad de mi cuarto. Y, una vez más, mi mente me ofrece una nueva guinda jugosa: pienso en ella, allí, en su casa, buscando el momento adecuado para ponerse esa rebeca, a escondidas, y sacarse la foto para mí. Puedo sentir su propia excitación. Me pongo como una moto. Definitivamente me gusta esta chica.
Mientras conduzco, ya dentro del parking, recibo un nuevo mensaje de correo:
Solyluna: Estoy llegando.
MrSmith: Yo ya estoy aquí. Pero, ¡joder, cuánta luz hay! Voy a merodear un poco, a ver qué encuentro.
Doy algunas vueltas con el coche por el amplio aparcamiento hasta que doy con una zona bastante más oscura y apartada. Le envío un nuevo mensaje:
MrSmith: Estoy en la P27.
Los nervios me tienen cardíaco. Espero dentro del coche. No sé qué carajo hacer para matar estos minutos. Al poco rato, se acerca un coche con las luces encendidas, avanza muy despacio. Es un coche familiar, voluminoso. Aparca a mi lado, en el espacio que le he dejado entre mi coche y la pared. Apaga el motor. Dentro de nada, voy a encontrarme con una mujer a la que sólo he visto como un collage, a trocitos, y no sé cómo es su cara.
Desciende del coche. Desde el mío observo dos pies desnudos calzados con sandalias de tiras de tacón corto, las uñas color vino. Bajo del mío y me acerco a ella. No me ha mentido: viste de modo informal: vaqueros deslavados, camisola suelta con motivos hawaianos, pendientes de bisutería, amplios, pelo lacio castaño cobrizo, unos kilos de más. Me gusta. Me acerco, le doy dos besos, huele de maravilla. «¡Hostias!», me digo para mí al verle la cara. La chica es muy guapa.
Estamos nerviosos, cortados. Nos miramos a hurtadillas. Pronunciamos algunas frases de rigor y a los pocos minutos le propongo seguir hablando en su coche. Nos seguimos mirando de tanto en tanto. Tiene los ojos enormes, me gusta cómo me mira. Su boca es carnosa, el mentón algo prominente, los dientes bonitos. No lleva pintura de labios.
Pero la noto triste, casi diría que cansada. Tras una pequeña conversación, se gira hacia atrás y me invita con su mirada a echar un vistazo. Me señala con la cabeza las dos sillas de bebé que están colocadas en el asiento de atrás. Hay algún juguete por el suelo del coche, algún sonajero. Levanta las cejas, hace una mueca con los labios y un gesto con las manos, un gesto de resignación. «Mira lo que se me vino encima», interpreto. Deduzco de inmediato que su vida matrimonial no es lo que esperaba. No sólo por las responsabilidades a las que ha de hacer frente, sino porque su marido no le satisface. No existe chispa entre ellos, no hay pasión. ¿Por qué, si no, aventurarse en una página de contactos? Es sólo mi impresión, pero creo que no me equivoco.
Seguimos hablando de tonterías durante unos minutos y nos vamos relajando. En cierto momento, sin abandonar su expresión melancólica, baja su mirada hacia el suelo y, con una media sonrisa nerviosa en sus labios, dice: «no sé por qué hago todo esto». Para aumentar algo más la complicidad, que ya existe, entre broma y broma apoyo mi mano en su muslo. Ella, poco a poco, aproxima su mano a la mía y empezamos a enredar los dedos. «Cojones…», pienso para mí.
Tiene las manos bonitas. No se las pinta. El ambiente se caldea a pasos agigantados. Nuestras miradas se vuelven mucho más indiscretas, hablamos menos. Nos miramos la boca. «Aquí va a pasar algo, pero ya», pienso.
Me acomodo mejor en el asiento, ladeando mi cuerpo. Me aproximo un poco a ella. Ella se aproxima a mí. Me lanzo: llevo mi mano a su vientre, sobre la camisa, y acerco mi cara a la suya, pero no nos besamos, sino que apoyamos nuestras frentes. Respiramos con fuerza. Finalmente, nos besamos en la boca, las lenguas salen enseguida en busca de la otra.
Le palpo el cuerpo. Tras este beso, sucede algo que me deja completamente atrapado: yo llevo mi boca ya húmeda a su cuello, la abro ampliamente y finjo morderla, pasando mi lengua húmeda sobre la piel y cerrando mi boca despacio, arrastrando suavemente los dientes, y en ese momento observo que ella estira su rostro hacia atrás, los ojos cerrados hacia el techo, y suelta un monumental suspiro que hincha y deshincha su pecho. El gesto me deja paralizado medio segundo, mientras le beso el cuello. «Me cago en la hostia», pienso para mí, y siento que ella estaba deseando algo así desde hace mucho tiempo. «Yo sí sé por qué haces esto», me digo en silencio.
A partir de aquí, la escena es fuego. Le como el cuello mientras mi mano derecha empieza a tocar bajo su camisa. Mi boca es un detector de metales, solo que las piedras preciosas son su carne, que recorro sin despegarme. La mojo con mi saliva por todas partes, le busco la boca, la lengua. Le recorro la cara, mi aliento caliente le humedece la piel.
Mi mano avanza por su cuenta y encuentra sus pechos. No deja de soltar suspiros, de respirar con fuerza. Ella también registra mi carne con su mano izquierda. La mete bajo mi camisa y me aprieta, me acaricia con firmeza. Le subo la camisa y dejo su sujetador de encaje negro al descubierto. Le agarro los pechos sobre la tela incómoda. Los masajeo mientras le como la boca.
Me distancio un momento, quiero ver lo que hago. Miro su sujetador y decido sacarle un pecho por encima. Aparece el pecho blando y grande y el pezón moreno, amenazándome. Llevo mis dedos a mi boca y los empapo de saliva. Le impregno el pezón con la saliva, se lo acaricio, lo rozo con la punta del dedo, quiero que crezca, que se ponga tieso. Cuando lo veo como a mí me gusta, me lo como, me lo meto en la boca y succiono. Ella me pone la mano en el pelo de la nuca y me aprieta, me empuja para que la mame. Hago lo mismo con el otro pecho.
Al cabo de unos minutos, mi mano desciende a su entrepierna. Está muy caliente. La masajeo con fuerza por encima de la ropa y noto cómo ella me acompaña con su pelvis. Pero quiero más. Trato de introducir mis dedos bajo el pantalón. Es imposible. «Espera», me dice. Se desabrocha el botón, la cremallera, y me abre el acceso a sus bragas blancas, que quedan al descubierto.
Primero paso mi mano sobre las bragas. Están hirviendo, mi polla se pone más y más dura. Le acaricio la vulva sobre las bragas, presionando un poco mientras sigo comiéndole la boca y los pezones. Mi mano autónoma se introduce bajo las bragas y busca su raja. «Hostia puta», me digo, «está empapada». Hundo un poco los dedos en la raja blanda y los empapo de su flujo. Hago algo que la impresiona: llevo los dedos a mi nariz y huelo con fuerza, y luego me los meto en la boca. «Dios, qué rico hueles», le digo. Ella no se cree lo que oye y niega con la cabeza, mordiéndose el labio. Dice que no, pero sabe que sí, que su olor me pone a mil.
Vuelvo a buscarle la raja y me entretengo. Es una fuente. «Joder, cómo lo tienes», le digo. La masajeo sin arrastrar los dedos, sólo presionando, en círculos, y luego introduzco los dedos. Está hirviendo por dentro. Continúo así un buen rato y no sé qué sucede dentro de ella, pero se retuerce y mueve su pelvis, que anima los movimientos de mi mano. No sé si se ha corrido, pero me pone durísimo verla.
De repente noto su mano en mi pantalón. Me recorre el bulto y lo aprieta. «Pero… me cago en la leche», me digo. Yo también me retuerzo, abro los muslos y le ofrezco el paquete. Me acaricia con fuerza. Le miro la cara y veo que se muerde los labios, mirando fijamente mi bulto. Ahora soy yo el que no se cree lo que está pasando: se ha inclinado sobre mí y me está desabrochando el cinturón con las dos manos. Mientras lo hace, miro al exterior del aparcamiento. No hay nadie, apenas algún coche aparcado a lo lejos.
Me desabrocha el botón y la cremallera, me saca la polla hinchada y la veo decir que no con la cabeza. Esta chica me pone cardíaco. No quiero perderme nada de lo que va a suceder, así que, con mi mano izquierda, retiro su pelo lacio y dejo su cuello y su cara al descubierto. Saca la lengua y me roza el glande mocoso. Un hilo de líquido seminal transparente queda colgando entre su lengua y mi polla. Lo recoge y se lo bebe. Yo sigo diciendo que no con la cabeza y creyendo en Cristo.
Se mete la cabeza roja en su boca y suelta un quejido. Se separa un poco y cuelgan nuevos hilos desde su boca hasta mi polla. Lo repite varias veces hasta que comienza a mamarme, haciendo ruiditos y soltando pequeños gemidos. Mi mano está en contacto con su cuello y su pelo, mientras la veo subir y bajar la cabeza contra mi miembro. Ahora soy yo el que levanta la cara hacia el techo del coche, con los ojos cerrados: «La madre que me parió», suelto para mí.
La acaricio con fuerza el cuello y la cabeza mientras me mama. Voy a reventar de un momento a otro. «Oye, oye, para, si sigues me voy a correr», le digo preocupado, mirando el interior del coche, que está impecable, temiendo manchar el asiento. «Tranquilo, no pasa nada», me dice. Entonces abre la guantera y coge una toallita de una caja abierta. La guarda en el puño, vuelve a agarrarme la polla con la otra mano y se la mete de nuevo en la boca.
Me dejo hacer, se me mueve la pelvis, se la ofrezco todo lo que puedo, hasta que no aguanto más y jadeo cuando siento que sale el primer chorro de semen, y luego el segundo, y el tercero… La tengo sujeta por la cabeza, contrayéndome, mientras ella se bebe mi semen. Jadeo con fuerza, me contraigo, resoplo, «me cago en la puta», me digo por dentro. Me recupero mientras ella me limpia algún resto de semen que queda en mi polla, seca la saliva del tronco, seca sus labios. Se retira a su asiento y yo me abrocho los pantalones. Respiramos, cogemos aliento.
Estoy conduciendo de vuelta a mi casa. Trato de asimilar lo que ha sucedido. No acabo de creérmelo, ha sido tremendo. En el aparcamiento, nos hemos despedido con las sonrisas en los labios. Nos hemos tocado y besado despacio después del zafarrancho. Estábamos a gusto, contentos, apenas hablábamos.
Mientras conduzco, llega un correo a mi móvil. Es ella, Solyluna. Cuando encuentro una salida al arcén, detengo el coche y abro el mensaje: «Ha sido una pasada. Me ha encantado». La sonrisa me llega a las orejas. Escribo: «Lo mismo te digo, ha sido increíble, y tú eres la pera. Me encantó ver tu cara de deseo, me pone muchísimo. Tengo tu perfume en mi ropa, y tu olor en los dedos, y no pienso quitármelo hasta dentro de un buen rato. Quiero verte de nuevo». Le doy a «enviar» y me incorporo al tráfico, feliz.