Me es difícil definir la relación que tengo con Micaela. Si bien es formalmente uno más de los analistas que tengo a cargo, sus funciones, responsabilidades, autoridad dentro del equipo y, por consecuencia, su remuneración difiere significativamente de las de sus compañeros. Es en realidad mi mano derecha e inmediata y natural sucesora. Y se lo ganó en poco más de un año de trabajar conmigo.
Aunque siempre me pareció atractiva nunca imaginé que terminaría siendo suyo. Ni siquiera pasó por mis pensamientos insinuármele, ya que, además de los conflictos que la relación laboral podía traer, la diferencia de edad (le llevo 10 años) hizo que no considerara posible ningún tipo de vínculo que no estuviera relacionado con el trabajo.
En cuanto reaccioné a su sutil juego de seducción ya me tenía totalmente cautivado. Primero me atrajo su profesionalidad. En menos de tres meses de haber comenzado a trabajar conocía a la perfección todo el sistema, destacando de sus compañeros más antiguos por los aportes que una mirada nueva suele traer. Luego de haberse ganado mi confianza me conquistó con su forma de ser al trabajar cada día en forma más cercana. Era seria y responsable a primera vista, pero entendía perfectamente los momentos en que era posible ser descontracturada y jovial, lo que ayudaba mucho al ambiente laboral, sobre todo en los días que debíamos quedarnos después de hora.
Al mismo tiempo fue despertando de a poco mi curiosidad por su cuerpo. Si bien nunca dejó de vestirse de manera profesional y adecuada, sabía como lucirse para que la mirara cuándo y dónde ella quería. Variaba su atuendo con aparente naturalidad, pero al menos una vez por semana se preparaba para destacar algo de su figura. Un pantalón un poco más ajustado, un botón de la camisa desabrochado que me permitía ver el inicio de su corpiño cuando se colocaba a mi lado, sus labios pintados de un color casi imperceptiblemente más rojo son algunas de las pequeñas insinuaciones con las que solía tentarme.
El comienzo del fin fue cuando casi sin darme cuenta me descubrí pensando en Micaela mientras me masturbaba. Al día siguiente me sentía culpable y me costó comportarme con normalidad hacia ella. Si bien intenté no demostrar nada estoy convencido que debió haber algo en mi que me delatara, ya que, mirando hacia atrás, puedo afirmar que a partir de ese momento sus avances, aunque todavía sutiles, comenzaron a ser más osados.
Dada la confianza que habíamos generado no me extrañó que un lunes, charlando sobre qué habíamos hecho el fin de semana, me mostrara fotografías suyas con sus amigas en un boliche. Hoy puedo decir con seguridad que ese fue una etapa más en su plan de conquistarme, pero en ese momento fui incapaz de notarlo. Lo que si noté, y recordé detalladamente esa noche, fue lo bien que le marcaba su pecho y lo poco que cubría de sus muslos el vestido negro sin mangas que se había puesto.
Este ritual lo repitió la semana siguiente y, desde entonces, lo hacía con frecuencia pero no luego de cada fin de semana. Como consecuencia después de casi dos meses me preguntaba cada domingo a la noche si me deleitaría al día siguiente con una imagen suya arreglada para salir y, luego de un mes más, ser directamente yo quien le insinuara que quería ver cómo se había vestido. Nunca olvidaré que cuando se lo solicité sonrió casi imperceptiblemente satisfecha y preguntó con falso enojo
-¿De verdad quiere ver dónde fui el fin de semana o es que mi jefecito quiere ver cómo me visto fuera de la oficina?
A pesar de intentar negar sus insinuaciones me fue imposible hacerlo con firmeza, lo que le demostró que mentía. La vergüenza de verme descubierto y la sensación que me produjo escucharla llamarme “jefecito” hicieron inviable cualquier tipo de defensa por mi parte. Lo positivo de la situación fue que solo tuve que pedírselo una vez, ya que desde entonces no se hizo rogar y me regalaba imágenes de su atuendo cada semana, aunque nunca dejaba pasar la oportunidad para bromear conmigo y decirme pervertido.
El golpe de gracia llegó junto al aumento de temperaturas que suele acompañar a esta zona del mundo desde la mitad de la primavera. Para ese entonces sus avances eran diarios y su cuerpo era el único presente en mis cada vez más frecuentes fantasías masturbatorias. Aun así me negaba a ser quien diera el último paso. Además de evitar avanzar por los motivos antes expuestos una parte de mi quería creer que todo era producto de mi imaginación. A medida que se acercaba el verano Micaela empezó a utilizar prendas que cubrían menos su figura. Primero fueron camisas con las que insinuaba su escote, y bajo las cuales siempre podía ver su sujetador de encaje.
Continuó por cambiar sus pantalones por polleras, luciendo sus hermosas piernas desnudas. Luego de descubrirme dos días seguidos mirándolas embobado comenzó a usar faldas y medias color piel o negras. Finalmente, junto con el arribo de los días más calurosos, empezó a llevar puestas sandalias abiertas permitiéndome apreciar sus delicados pies con las uñas prolijamente pintadas, cada día de un color distinto.
El día en que finalmente caí rendido a sus encantos fue un jueves. Habíamos tenido que quedarnos horas extras por un problema que surgió después del almuerzo. Una vez descubierta la forma de arreglarlo dejé ir al resto del equipo y nos quedamos Micaela y yo a ultimar los detalles. Para cuando terminamos éramos casi los únicos en el edificio. Estaba sentado en mi silla, relajándome unos instantes antes de marcharme, con la camisa arremangada y la corbata aún puesta pero ya aflojada. Micaela se sentó sobre el escritorio, cómo normalmente hacía en estas situaciones, con las piernas cruzadas.
Tenía las uñas pintadas de rojo, dentro de unas sandalias chatas beige claro, que se ataban por detrás de los tobillos y los cruzaba una tira gruesa un poco debajo del final de sus dedos. Balanceaba cansinamente sus pies. Yo los seguía hipnotizado. Luego de unos minutos se quitó una de las sandalias y acarició desde su pie hasta la pantorrilla, casi masajeándose y emitió un gemido, mezcla de placer y cansancio.
Repitió el proceso con su otro pie y después empezó a mover sus deditos. Yo no perdía detalle e inconscientemente comenzaba a excitarme. Tan concentrado estaba en mirar sus piernas que no me percaté que me iba a hablar y el sonido de su voz me sobresaltó y sacó violentamente de mis pensamientos.
-Así que a mi jefecito le gustan mis pies –Otra vez intenté negarlo mientras Micaela sonreía divertida mirando a mi entrepierna. Quise balbucear una respuesta que mi adormilado cerebro no podía articular– No trates de negarlo –llevó un pie hasta mi pantalón, haciéndome gemir– sos un pervertido que se la pasa mirándole los pies a su asistente 10 años menor –solo pude asentir derrotado.
En ese instante agarró mi corbata y subió por esta hasta cerrarla. Luego volvió a colocar sus manos en el borde inferior y, como si subiese una persiana, fue ascendiendo con sus dos manos obligándome a mirarla. Tenía su boca pintada también de rojo. Guiándome con la corbata me acercó a centímetros de sus labios, haciendo que me levantara. Me dejé llevar como un cordero al matadero. Yo respiraba con dificultad y solo pensaba en besarla. Ella sonreía mirándome a los ojos. Bajó su vista un segundo a mi entrepierna y me acarició el pene con su pie zurdo.
Gemí largamente. Enrolló la corbata en su mano derecha y tiró de esta acercándonos hasta que nuestros labios se fusionaron. Llevé mis manos a su cintura y la levanté, para después dejarme caer sobre la silla. Nos separamos sonrientes. Mi asistente empezó a frotar su entrepierna con la mía. Besé su cuello y bajé a su seno derecho. Empecé a chupar y morder sobre la ropa. Ella gemía sin soltar la corbata, apretándome contra su pecho. Iba a comenzar a desnudar su torso cuando me detuvo. “acá no” dijo entre jadeos “puede vernos alguien”.
Antes de que pudiera atraparla se levantó sin dejar de mirarme ni soltar la corbata. Se calzó y me atrajo para volver a besarme, rodeándome con sus brazos. Mordió mi labio inferior. Todavía colgada de mi cuello me susurró mientras jugueteaba con mi oído “me hiciste esperarte un año, podés esperar unos minutos más”. Se dio media vuelta y agarrando mi mano con suavidad nos guio fuera de la oficina.
Sin mediar palabra nos subimos a mi auto. Se descalzó y colocó sus pies en el parabrisas apenas cerró la puerta del acompañante. No llegué a encender el motor cuando ya la tenía de nuevo jugando con mi corbata. Me abrió un botón de la camisa y chupó mi cuello. Después se acomodó y me dijo “vamos”, volviendo a dejarme con ganas La miraba de reojo mientras manejaba. Ella también me miraba sonriendo. En un semáforo llevé una de mis manos a sus piernas. Rápidamente se acomodó para que besara su pie.
En ese momento apretó sus dos tetas y dijo “mmm jefecito, de haber sabido lo que le gustaban mis pies no habríamos perdido tanto tiempo”. Distraído por sus pies, sus palabras y la incomodidad que mi erección me provocaba no escuché los primeros bocinazos y tuvo que ser Micaela quien me hiciera notar entre risas que debía avanzar.
El resto del camino fue sin mayores novedades. Eso me dio tiempo a que se me bajara la erección y pudiera volver a pensar con claridad. A pesar de interesarme e incluso sentirme halagado porque Micaela se fijara en mí, rechazarla me parecía lo más razonable. De todas formas, no quería lastimarla, ni que pensara que no me atraía. Una vez alcanzada esa conclusión traté de no volver a mirarla, pero como durante todo el año previo se las ingenió para que lo hiciera. Un suspiro, una caricia o un movimiento de sus piernas fue todo lo que necesitó para que fijara mi vista en ella.
Cuando llegamos a mi casa le dije que se pusiera cómoda y le ofrecí una copa. Tenía que hablar con ella antes de que pasara algo más, pero Micaela interpretó mi ofrecimiento de otra manera. Me esperaba recostada en el sofá, acariciando sus piernas y había desabrochado un botón de su camisa. Al verla dejé las bebidas y empecé dubitativo a decir lo que había planificado.
-Mica, tenemos que hablar –antes de que pudiera continuar se levantó segura y con pasos lentos se acercó a mí. La vi caminar hipnotizado y cuando reaccioné ya la tenía rodeándome con sus brazos y sus labios a unos centímetros de los míos.
-Ya sé lo que vas a decirme –clavó su mirada en la mía– no crees que sea buena idea –asentí en forma automática– tenés miedo sobre cómo puede afectar nuestra relación laboral –en mi cabeza se agolparon infinidad de preguntas pero dos volvían recurrentemente: “¿cómo podía leer mi mente con tanta facilidad?” Y “¿Cómo alguien a quien llevaba 10 años de edad podía ponerme en ese estado de duda y manejarme a su antojo?” Antes de seguir hablando sonrió, supongo que notando mi turbación– yo también pensé en esto –me agarró la corbata con una mano mientras seguía colgada de mi nuca con la otra– pero si no nos afectó hasta este momento, ¿por qué habría de hacerlo ahora?
Antes de que pudiera contestarle me besó. Confundido y sin pensar con claridad me dejé llevar. Sólo separó nuestras bocas unos instantes para verme a los ojos y comprender que me había entregado a la lujuria. Cuando nuestros labios volvieron a unirse la tomé de la cintura. Ella me arrastró hasta que tropezamos con el sofá.
Caí encima de ella y llevé mis manos a sus pechos. Rompió el beso para gemir con fuerza. Sin dejar de apretar sus tetas besé y mordí su cuello. Micaela no paraba de gemir y retorcerse. Desabroché de a poco su camisa y descendí por su cuerpo besándola. Cuando iba a empezar a quitarle la falda me detuvo y, en un solo movimiento, se colocó sobre mis piernas. Bajó su camisa hasta debajo de sus hombros y apoyó sus manos en los míos. Estaba tan hermosa que quise tomarme unos instantes para apreciarla bien.
La camisa por los codos y su sujetador negro de encaje la hacían verse sexi. Tenía la boca entreabierta. Sus ojos parecían más grandes de lo que en realidad eran. Su pelo, prolijo como siempre, caía suelto a su espalda. Me perdí un segundo en su mirada antes de besarla de nuevo. Fue un beso lento que poco a poco fue ganando intensidad. Al verme a los ojos supo que ya era suyo.
Estuvimos besándonos cariñosamente unos minutos. Yo la sostenía de la cintura o acariciaba su cabello y ella tomaba con suavidad mi rostro o rozaba mi pecho con sus manos. Después desabrochó mi camisa y subió mi corbata hasta mis labios, haciéndome morderla. Empezó a besar mi cuello mientras seguía desnudándome y yo hacía lo mismo con ella. Una vez que mi torso estuvo desnudo descendió a besos por el mismo. Desabrochó y sacó mi cinturón, dejándolo al lado mío. Cuando siguió con el pantalón mi pene saltó ante sus ojos.
Sonrió con malicia antes de bajar mi prenda de vestir junto a mis calzoncillos. Introdujo despacio mi miembro en su boca y con la misma parsimonia se lo quitó. Grité de placer dentro de mi improvisada mordaza durante todos los segundos en que sus labios recorrieron mi piel.
Se incorporó de a poco sin dejar de mirarme a los ojos. Acompañé su ascenso tomándola de la cintura. Sin quitarme la vista de encima llevó sus manos a su espalda y desabrochó el corpiño. Bufé ante la visión de su torso desnudo e inmediatamente acerqué mis manos a sus pechos, acariciándolos primero y masajeándolos después de escuchar el gemido de mi subordinada. En ese momento Micaela cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y colocó sus manos sobre las mías.
Luego de unos instantes pasé a clavar mis uñas en su cola atrayéndola a mí. Arrimé mis labios, aun sosteniendo la corbata, a sus senos queriendo besarlos y chuparlos. Micaela rio ante mi intentó y se apiadó de mí bajando la última prenda que me cubría nuevamente hasta mi cuello.
En cuanto mi boca estuvo libre me lancé a morder sus pechos.
-Mmmm así jefecito. Cómeme las tetas.
En ese momento no fui consciente de que más que un ruego producto de su excitación me estaba dando una orden y, estimulado por sus palabras, ocupé mi boca entera con uno de sus senos, rozando el pezón de arriba abajo con mi lengua. Micaela me tomó por la cabeza y me apretaba contra su ser mientras no paraba de gemir.
Sin soltarse de mí se subió a mis piernas. Me volvió a colocar la corbata en mi boca y agarró el cinturón que descansaba a mi lado. Mordió mi barbilla y luego unió nuestros labios a través de mi accesorio, sonriendo sobre este. Yo gemía desesperado ante sus besos y mordiscos. Tomó mis muñecas con una mano y extendió mis brazos sobre mi cabeza, atándomelos con el cinto.
Después apoyó sus manos en mis hombros y colocó su cola sobre mi ya muy erecto pene y empezó a moverse, haciendo que alcanzara su mayor tamaño. No creía que pudiera aguantar mucho más, pero era incapaz de comunicárselo. El único sonido que salía de mi boca eran los continuos bufidos de placer que sus movimientos me provocaban.
-¿Querés cogerme, jefecito?
-Jii –alcancé a contestar como la atadura sobre mis labios me lo permitía. Micaela sonrió ante mi desesperación y me acarició con cariño mirándome a los ojos.
-Rogámelo –dijo, otra vez con tono levemente imperativo, llevando una uña a mi cuerpo. El leve rasguño me hizo gritar de placer. Era incapaz de decir nada. Solo bufaba como un animal.
-Pod favod… -le imploré tanto con mis palabras como con mis ojos. Sentía como, además, mis brazos comenzaban a cansarse debido al tiempo que llevaban levantados.
-¿Por favor qué?
-Quiedo cogedte
-Yo también quiero que me cojas jefecito, pero no sé si es justo darte ese premio después de lo que me hiciste esperar. Vas a tener que esforzarte más para compensarme –la miré extrañado– decime que me deseás
-Te dejeo –entre la corbata y mi agitación se me dificultaba hablar– mad que a nada –empezó a moverse de nuevo sobre mi miembro– ahhh haje mejes que holo pienjo en vos
-¿Ah sí?
-Ji –solo la desconcentración que me producía el dolor de mis brazos me impedía acabar.
-Está bien –dijo parándose y recogiendo su falda– pero antes de cogerme vas a tener que hacer algo por mí.
-Aha –me empujó despacio, haciendo que me recostara en el sofá y descansara mis brazos en el lateral– lo que jea –no pudo evitar una sonrisa de satisfacción
-Vas a hacerme la mejor comida de concha de mi vida
Apenas terminó esas palabras se acomodó encima de mí y corrió su bombacha y mi corbata. En cuanto su sexo estuvo a mi alcance empecé a lamerlo de arriba abajo. Micaela me fue indicando lo que quería que hiciera: “lameme”, “chupá”, “mordeme despacio”. De a poco sus órdenes fueron haciéndose más espaciadas, mientras las reemplazaba por gemidos. Pasados unos minutos me agarró de la cabeza, pegándome a ella con fuerza y gritando “así jefecito” o “seguí, no pares”. Por último, me tiró fuerte del pelo y gimió durante algunos segundos, sin casi dejarme respirar. Yo seguía lamiendo con todas mis fuerzas hasta que finalmente me liberó.