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Seducida y follada por un caradura con sorpresa inesperada
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Tiempo de lectura: 9 minutos

Julio de 2022. 

Llevo una semana trabajando como camarera en una terraza de ocio nocturno. Tras terminar el curso en la universidad, pensé que no me llegaba con la asignación de mis padres, y decidí ganar un dinero extra para mis cosillas.

Hace dos días, mientras repartíamos el bote de las propinas entre las compañeras, Lucía se quejó. Afirmaba que el reparto no era justo, porque mi aportación estaba muy por debajo del resto. Marta, la veterana entre todas, explicó que los clientes no dan buenas propinas a las chicas bonitas, sino a las picantes que alimentan sus fantasías. No es que yo fuera de puritana, pero reconocí que ellas iban escandalosas. Decidí de buena gana seguir el ejemplo.

Ayer en mi dormitorio, tras poner patas arriba el armario, me decidí por una blusa blanca anudada por debajo de los senos, sin abotonar y sin sujetador. Al tener los pechos menudos, no pretendía resaltar su volumen, sino insinuarlos con la más leve inclinación del torso. Añadí un pantaloncito vaquero muy corto, que suelo ponerme cuando voy a la playa, y muestra una generosa porción de culo, dibujando una sugerente sonrisa de gato entre las nalgas y los muslos. Completé el look con la melena alborotada, botines de cuero marrón, bisutería justa y unas gotitas de colonia. Entonces noté el cambio y pensé, mientras me miraba en el espejo, la de pasiones que levantaría.

Roja de vergüenza, apenas bajé de mi coqueto Seat 600 rojo en el aparcamiento, aguanté comentarios groseros y algún que otro silbido, como los que se emplean con el ganado. Los de mis compañeras, picantes y jocosos, tampoco rebajaron el color de mis mejillas, pero me sonaron diferentes. Luego bromearon con lo que ellas llaman, «la metamorfosis», y que definen como, «la gata que se convierte en tigresa».

A eso de la medianoche, unos chavales ocuparon la mesa once, una de las que yo atiendo. Eran cinco y parecían bebidos. Se comportaron con educación durante un rato, hasta que las tonterías de unos animaron al resto. De este modo escuché comentarios del tipo: “¡vaya culo tiene la tía!”, “¡está para hacerle un favor!”, o el más recurrente en estos casos, “¡a esta le echaba uno detrás de otro!”. Nada que yo no pudiera manejar con un poco de tacto. Sin embargo, el que no decía nada era el más peligroso, el típico Casanova guapito que te desnuda con los ojos, mostrando indiferencia cada vez que le pillas haciéndolo.

Cuando se marchaban, el tunante me ofreció un billete de cincuenta euros, y me pidió con exquisita cortesía que le cobrara todo. En ese preciso instante, como salido de la nada, mi jefe me arrebató el billete de las manos y se lo devolvió al otro, alegando que la ronda corría de su cuenta.

Pregunté por el motivo de tanta generosidad, molesta porque esperaba una buena propina. Entonces, mi jefe explicó que era su primo, que allí nunca paga.

Me lo presentó y nos saludamos con dos tímidos besos en las mejillas; pero, cuando nos separamos, un penetrante aroma varonil había invadido dulcemente mis fosas nasales.

El encuentro fue breve porque sus amigos le apremiaban para marcharse. Quise preguntarle dónde iban; pero los clientes de la mesa cuatro, dando voces con los vasos vacíos en alto, reclamaban más bebida.

Pasados unos minutos, de los otros apenas recordaba nada, pero del primo, ¡Caray con el primo! De él hubiese recordado la lista de los reyes godos si me la recita. Me quedé con que se llama Róber, diez centímetros por encima de mi metro setenta, tirando a cachas, con ojos marrones y avellanados, labios gruesos y rosáceos, el cabello castaño y cortito, y la voz melosa y varonil por igual.

Mientras yo fantaseaba con Róber, Marta me abordó interrumpiéndome en lo mejor.

-Sandra, ten mucho cuidadito con Róber -advirtió con tono ceremonial-, porque, semejante maravilla de la genética, no es bueno para una chica. Es un caradura, un picaflor de veinticinco, cuatro años mayor que tú, que te hará sufrir.

Puesta en antecedentes y lejos de amedrentarme, pensé que Róber me convenía. Había terminado una relación tortuosa con un chico celoso y controlador meses antes, y me apetecía un amigo con derecho a roce.

Cuando me tocó el turno de retirar vasos vacíos por la zona de la piscina, le vi rodeado de tres gatitas mimosas, dejándose querer mientras ellas le ronroneaban. Eran menudas y me parecieron vulgares, dos teñidas de rubio platino y la otra pelirroja.

Si ellas iban de gatitas, pensé que yo debería hacerlo de zorra, y aproveché para insinuarme recogiendo los vasos caídos en el suelo. Lo hice exagerando el gesto cada vez que me agachaba uno por uno. De este modo aumentaban mis posibilidades de que viera algo entre mi escote. Me entretuve más de lo necesario esperando a que ellas fueran al baño, segura de que lo harían más pronto que tarde. Cuando finalmente lo hicieron, aproveché para acercarme a Róber y darle el remate. Primero le solté el típico, ¡cuánto tiempo sin vernos!; después mi particular, ¡qué calor hace!, consistente en ahuecar el escote con ambas manos al tiempo que refresco los pechos soplando.

Las felinas regresaron antes de lo previsto, más zorras que yo y dispuestas a alborotar el gallinero. Fue la pelirroja, algo culona y con unas tetas de alucine, quien llevó la voz cantante.

Me preguntó si no tenía nada mejor que hacer. Yo respondí que estaba en ello. Ella me miró los pechos al tiempo que se colocaba las tetas, y desplegando toda la artillería, replicó que yo era sorda además de no tener delantera.

Esto fue la gota que colmó el vaso, una provocación en toda regla.

Sacando las uñas, le respondí que era una niñata, exigiendo que me respetara, que no aguantaría sus impertinencias, y que prefería tener dos jugosos pomelos, antes que dos sandías pochas como las suyas. Me despedí añadiendo que me pagaban por trabajar, y no por estar de caca-cacareo en el gallinero.

Si las gallinas dijeron algo, debió ser cuando ya estaba lejos, porque no las oí cacarear.

Más feliz que una codorniz, entré en el almacén y metí los vasos sucios en el lavavajillas. Me disponía a salir de allí cuando alguien abrió la puerta, entró y se interpuso en mi camino.

―¿Sabes una cosa, rubita? ―Era Róber, que me miraba fijamente con sus penetrantes ojos, descarado, arrogante y muy seguro de sí mismo.

La puerta se cerró sola antes de que mi corazón huyera acobardado.

Sin darme cuenta y sin que me rozara, su cuerpo, delante del mío, me obligaba a recular hacia atrás, hasta topar con una pila de cajas a mi espalda.

―¡No lo sé! ―susurré con el corazón todavía en su sitio.

Tras mi respuesta, que parecía ser la que él esperaba, se acercó más, llegando esta vez a rozar mi ropa con la suya. Entonces susurró en mi oreja con todo el descaro del mundo.

―Que tienes el mejor culo que he visto en mucho tiempo. Y tus tetitas, como peras maduras cuando te agachas, no las hay mejores en toda la región. ―Ciertamente las había visto―. Por no hablar de tu boca, una fresa que voy a comerme ahora mismo.

No dijo más el muy tunante.

Acercando sus labios a los míos, me dio un beso que terminó de noquearme y casi me meo de gusto. Estaba en estado de shock, incapaz de reaccionar ante su ímpetu, de puntillas porque me tenía agarrada del culo y tiraba de él hacia arriba, al tiempo que restregaba sus labios contra los míos, sin miramientos, con fuerza desmedida, aprovechando mi pasividad para soltar el nudo de mi blusa, dejando mis pechos libres, indefensos a merced de sus grandes manos, manoseándolos, apretando como si fueran de goma.

Fue todo muy rápido, en apenas unos segundos que parecieron eternos.

Luego liberó el botón de mi pantaloncito, bajó la cremallera e introdujo la mano hasta rozar el clítoris con las yemas de los dedos.

Gemí golosa y maullé convertida en una gata en celo, como las otras, a las que Róber había dejado plantadas por mí, en un gesto que me colmaba de felicidad. No obstante, iba muy lanzado precipitando sus acciones.

—¿Se puede saber qué haces? —le pregunté al notar que tiraba de mi pantalón con ambas manos hacia abajo.

—Mi morbosa Sandra, creo que está más que claro —respondió con indiferencia.

—Era una pregunta retórica. Lo tengo muy claro, pero no entiendo dónde está el incendio. Además, tengo que seguir trabajando.

—No me vengas con excusas. —Me frenó en seco. Estaba preparado para una respuesta así—. Se nota que tienes tantas ganas como yo, y sé de buena tinta que estás en tu media hora de descanso.

Seguramente eran excusas. No podía engañarme a mí misma pues el fuego del deseo me consumía. Era claro que yo le había provocado un rato antes, con idea de motivarlo para que me llevara por ahí al salir del trabajo. Este no era ni el momento, ni el lugar adecuado. Además, y no menos importante, su ímpetu pronosticaba que terminaríamos en un visto y no visto, y esto a mí no me interesaba, no después de tantos meses sin comerme un colín. Por otro lado, entregarme tan fácilmente podría traer consecuencias no deseadas. Por ejemplo, que se fuera de la lengua, que presumiera con sus amigos, unos chismosos que no dejarían títere con cabeza.

No podía darle estas razones. Era mejor echar balones fuera.

—Veo que has hecho los deberes, averiguando sobre mis horarios de descanso, y esto me halaga, pero deberíamos dejarlo para luego, en un sitio más adecuado.

Inaudito: como si no hubiese prestado atención a mis palabras, me bajó el pantaloncito como cinco dedos, lo justo para introducir holgadamente la mano entre los muslos, suficiente para separar los labios vaginales y penetrarme con dos dedos.

Invoqué a Dios gimiendo al sentirme profanada.

Titubeante, sin medir las consecuencias, traspasé el umbral de su bragueta con la mano derecha, me abrí camino entre la prenda íntima y busqué su miembro. Lo noté muy duro, erecto como era de esperar, igual que cuando lo noté en el vientre en los besos de rigor al ser presentados.

—Me encantan tus peras, porque no son grandes ni pequeñas. Tienen el tamaño justo para mí, también la forma, la textura y la consistencia —afirmó como lo haría un mercader de fruta, valorando la calidad del género, mientras las sobaba con la mano izquierda, para luego pellizcar los pezones, al tiempo que hurgaba con la derecha en el coño, deleitándome con sus hábiles dedos.

Pensé que su forma de comportarse, actuando al tiempo que me regalaba el oído con su verborrea, respondía a una táctica empleada, seguramente, cuando alguna se le resistía. Y no se le daba nada mal, porque me arrancaba alaridos de placer, que yo agradecía con mi mano convertida en una máquina de masturbar.

La simbiosis era perfecta: lo dado, por lo recibido.

Por un instante me cuestioné si realmente era yo. No recordaba la última vez que me había sentido tan motivada, tan golfa, mucho más de lo que cabría esperar. Mi frágil cuerpo temblaba y las rodillas perdían eficacia. Era seguro que me desmayaría en cualquier momento si no recuperaba la cordura. Resultaba difícil conseguirlo con Róber transformado en una especie de animal rabioso.

Me levantó del suelo por las axilas, y me llevó en volandas al cuarto de baño del almacén. En un periquete me depositó en el suelo, trabó la puerta con cerrojo y se bajó el pantalón, arrastrando la prenda íntima con él.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamé viendo lo que había surgido majestuoso entre sus muslos, segura del buen rato que pasaría apenas me la metiera.

En este momento todo se precipitó.

Consumida por los nervios, viendo que mi tiempo se agotaba, y decidida a llegar hasta el final, le pregunté si tenía condón y respondió que no. Yo tampoco lo tenía. Cómo iba a suponer que sucedería algo así.

Salí precipitadamente del lavabo y comencé a rebuscar en los bolsos de mis compañeras, colgados en las perchas del almacén, por si alguna era más precavida que yo. Finalmente encontré uno en el bolso de… Ni sabía de quién era.

Con la agilidad de una gacela regresé al lavabo, cerré la puerta, eché el cerrojo y me dispuse a ponerle la goma en la polla.

Contemplé arrodillada aquello grande y erecto, y no pude resistirme a engullirlo. Róber lo agradeció gimiendo a medida que mis labios y lengua ganaban agilidad.

—No imaginaba que fueras tan experta chupando…

Róber contuvo la lengua porque los jadeos se precipitaban desde sus labios. Luego añadió que se la chupaba de lujo.

Inesperadamente, cuando sentía que me deleitaba y él conmigo, me agarró del cabello y tiró hasta ponerme en pie.

—¡Quítate el pantalón! —ordenó.

Obedecí como si su palabra fuera ley, y con el pantaloncito también se fue la tanga.

Me tomó de la cintura y me hizo girar 180 grados sin esfuerzo. Luego me arrebató el condón de la mano, se lo puso y aseguró descontrolado:

—Apenas te he visto por primera vez, no te haces una idea de las ganas que tenía de esto.

Me obligó a levantar la pierna derecha, apoyando mi rodilla en el borde del lavabo, y empujó mi cabeza hasta que toqué el espejo con la mejilla izquierda, arqueando la espalda con el culo en pompa y ansiosa por recibirlo dentro de mí.

Noté cómo apoyaba el glande en la entrada de mi sexo, y luego penetró precipitadamente. Yo jaleé con gemidos de placer y algún que otro sonoro SÍ.

Cuando los testículos rozaron los labios mayores, me penetró y comenzó a follarme enérgicamente. Entonces mis síes fueron profundos y repetitivos, así durante un par de minutos hasta que, de repente, escuché cómo se cerraba la puerta del almacén, y luego una voz apresurada, alguien tratando de abrir la del aseo.

Al encontrar la puerta trabada, una voz femenina preguntó si estaba ocupado. Me pareció la de Lucía. Respondí que tardaría un rato porque estaba indispuesta, al tiempo que tapaba la boca de Róber con la mano derecha. Ella se lamentó porque andaba apurada con la vejiga a reventar, y se quejó porque no tenía más remedio que ir a los aseos públicos.

Apenas se fue Lucía, obstinado como él solo, Róber pretendía reanudar lo que ella, inconscientemente, había interrumpido. Repeliéndole con las palmas de las manos en su pecho, le ordené que parase; pero Róber no entendía y preguntaba qué mosca me había picado. Le expliqué que lo de Lucía había sido un aviso de lo que podría pasar si nos pillaban, porque no podría soportar el bochorno. Indiferente y con una expresión de no pasa nada, Róber objetó que era improbable que nos pillaran.

—No insistas más, porque también he sido insolidaria con una compañera —argumenté. Luego le hice una oferta más que generosa—. En lugar de insistir, espérame a la salida, porque juro dejarte hacerme lo que quieras y por donde prefieras.

No fue suficiente para aplacar su ira.

—¡Eso ni lo sueñes! —respondió con cara de pocos amigos, sin mirarme siquiera mientras se vestía—. No eres más que una niña estúpida, una de esas que primero provocan y luego te dejan con cara de idiota —añadió con gestos bruscos y alguno que otro grosero.

—Eres muy libre de pensar lo que quieras, pero estás muy equivocado —respondí con indiferencia.

—Esto ya carece de importancia. Lo que importa es que no quiero volver a verte más —dijo y se fue dando un portazo.

Yo, aunque apenada, respiré aliviada cuando escuché cerrarse la puerta del almacén, agradecida porque se mantuvo dentro de unos límites aceptables, sin tratar de forzarme, sin ponerme un solo dedo encima, dejándome, no obstante, con un calentón del quince y un hilo de flujo vaginal descendiendo por la cara interna de los muslos.

Tardé unos cinco minutos en recuperar la compostura, otros tantos en asearme la zona íntima, y apenas unos segundos en salir al exterior, buscando, desesperada, una bocanada de aire fresco.

Allí todo seguía igual: las chicas trabajando, los clientes a lo suyo, Róber desaparecido y Marta en plan cotilla.

-Tienes mala cara, Sandra. Como si tuvieras el palo de la escoba metido en el culo. Igual que Róber cuando ha salido del almacén.

-Todo está en orden -respondí restando importancia-. Solo ha sido una bobada.

No quise dar más explicaciones, por mucho que ella insistía. Y es que compartir secretos o intimidades con Marta, con su fama de chismosa, es como publicarlos en la prensa amarilla. Tan solo me limité a preguntar por Róber.

-Apenas ha salido del almacén -dijo Marta entre susurros-, se ha juntado con un tipo y una tipa, y se han ido juntos los tres. No quiero aventurar nada, pero creo que han ido a follársela entre los dos.

Asumí que sería alguna de las golfas con las que estuvo un rato antes.

No supe más de Róber esa noche.

Finalmente, cuando regresaba a casa, me cuestionaba cómo podía sentirme tan mal, sobre todo, siendo un tipo al que apenas conocía. En casa tumbada en la cama, comprendí que la situación me superaba, y me dormí resignada pasadas las seis de la madrugada, pensando cómo recuperaría a Róber.

Pero esto es otra historia.

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