(…)
Esperaba nervioso dando vueltas de aquí para allá. Había ido tres veces al parking junto a la casa de Enma para comprobar si la moto estaba bien aparcada o yo que sé qué. No era tarde, solo que los segundos se me hacían eternidades. Iba a encenderme un cigarro, pero el simple tacto de la cajetilla me produjo arcadas. El tufo terrible de la reciente juerga me golpeó las narices, a pesar de estar recién duchado. El olor de la decadencia es difícil de quitar.
Era imposible quitarme a Diane de la cabeza. Me cuestionaba sin cesar las decisiones tomadas y era imposible pensar en otra cosa, ni un solo segundo. ¿Me equivoqué al dejarla? ¿Propicié yo la ruptura? ¿No me porté bien con ella? ¡Maldita sea mi mente!
Harto de dar vueltas al borde del ataque de nervios, me apoyé en la pared y no pude vencer la tentación de sacar el móvil para ver las redes de Diane. Ni una sola actualización desde que lo dejamos. Me puse a ver fotos antiguas y casi rompo a llorar viéndonos juntos. Volví al inicio, actualicé la página principal, una y otra vez, sin cambios, evidentemente. Era como si buscara una respuesta, como si pudiera decirme algo desde donde estuviera.
Escuché una puerta cerrarse y conseguí dejar de hacer el tonto con el móvil. Era Enma saliendo de su portal, caminando contenta hacia mí. Llevaba un vestido de verano negro, gris y rojo. Con solo su alegre caminar, los flecos bailaban sugerentes y sus pechos trotaban bajo el escote, sujetados por finos tirantes. Las curvas de esta mujer eran increíbles.
-¡Hola! ¿Qué tal? – saludó con entusiasmo.
-Bueno, aquí vamos – no pude compartir su actitud.
-Jack… ¿estás bien? – Enma se apiadó de mí poniendo cara de circunstancias y acariciándome el brazo.
-No, bueno, sí… quizás. Me duele la cabeza, no sé si de la tormenta de pensamientos o de la resaca.
-¿Resaca? ¡Que estamos a martes, Jack! – se reía mientras me regañaba.
-El día que nos encontramos, cuando pasó lo de… Diane, también fue entre semana. No estás en posición de decirme nada – traté de reírme, sin mucho éxito, para que se notara que hablaba con ironía.
– Ya, ya, jajaja. Es que me volvía loca por salir y no me aguantaba al fin de semana. ¿Con quién saliste?
-Solo. Bueno, sí, solo, pero acabé haciéndome amigo de todo el bar.
-¡Qué valor! Bueno, ¿qué? Te iba a decir de tomarnos algo pero, a lo mejor no te apetece después de lo que me cuentas.
-No, por Dios. Alcohol hoy no. Vamos a darnos un paseo que me dé el aire un poco.
Nos pasamos casi dos horas dando vueltas sin rumbo. Evité el tema Diane, pero la mente se me iba y mi rostro lo reflejaba. Todo el camino estuvo lleno de abrazos y gestos de cariño por parte de Enma. Al principio me costaba horrores responder a ellos, como si me hubieran arrancado el alma y un puñal me atravesara el pecho; pero, en cuanto decidí reconciliarme con la vida y devolverle el abrazo, sentí una ligera calidez reconfortante. Fue como soltar lastre, como cuando rompes a llorar y sale todo, pero esta vez no lloré, solo suspiré sintiendo gran alivio.
Estábamos parados en medio de la acera, disfrutando ese abrazo necesario, en silencio, apretando nuestras caras contra el hombro contrario, acariciando nuestras espaldas con ternura. Enma estaba blandita, tenía un abrazo muy agradable, a pesar de que sentía su mano en mi espalda aún más inquieta que la mía. Echamos a andar y, con naturalidad, no deshicimos del todo el nudo de nuestros brazos, quedándonos agarrados por la cintura. Sin ser delgadita, Enma tenía una cintura fina; la transición hacia sus anchas caderas era una cuesta pronunciada que provocaba vértigo. La sensación que tuve al apoyar ahí mi mano me hizo olvidar todas mis penurias temporalmente. Los movimientos de su cadera al andar se sentían increíbles desde mi posición. La verdad es que me dio algo de vergüenza y retraje mi mano, colocándola en su espalda. El resultado fue aún peor, ya que su culo grande y respingón daba lugar a una curva tan vertiginosa, o más, en la zona donde quise esconderla.
Mientras yo me volvía loco buscando un sitio para colocar mi mano que no evocara demasiada sensualidad, Enma caminaba tranquila con su mano, ya no tan inquieta, bien agarrada a mi cintura. Nuestro paseo ahora era más lento, me pareció hasta sentir calma. Como si todo hubiera cambiado, hablando de cosas banales, como si fuera una situación normal. Tan normal que me sentía culpable.
Al no tener rumbo alguno, nos encaminé intencionadamente hasta el parking y, una vez estuvimos cerca, confesé mi deseo de volver a mi infierno:
-Enma, creo que debería de marcharme. He cumplido el cupo diario de sentirme bien.
-¡No me digas eso, Jack! Pensaba que íbamos a estar más rato – no pensé que le fuese a afectar tanto el anuncio de mi marcha.
-Ya, imagino, pero es que no puedo más por hoy. Poco a poco.
-Ahora la que se va a quedar triste soy yo. ¿Ni un poquito más? ¡Has dicho que te estabas sintiendo bien!
-Súper bien. No te imaginas. Pero, de verdad, creo que debería irme ya.
-¡Jo! ¿Y un último abrazo?
-Eso sí, por supuesto.
Una vez más nos fundimos en un cálido abrazo, sintiendo su cuerpo, sus pechos apretados contra mí, notando como sus manos volvían a estar inquietas en mi espalda, subiendo y bajando sin parar de manosearme. Nos separamos y sus manos se quedaron reposadas sobre mi cadera.
-Tengo que ir…
Enma me besó, sin dejarme si quiera terminar la frase. Puede parecer que lo hizo de forma furtiva, pillándome desprevenido, pero no. Se acercó de forma lenta, lo suficiente para darme opción a una negativa que preferí no usar.
Lo que no fue tan lento fue su lengua en mi boca. Me dejé llevar por ella. Posé mis manos en sus caderas, redescubriendo esa magnífica sensación, ahora desde el frente, sin tapujos. El sentimiento de culpa revoloteaba mi consciencia pero las manos de Enma adentrándose bajo mi camiseta lo hicieron desaparecer. “¡A la mierda! Quiero seguir con esto” me dije y me ardió el cuerpo solo con sus caderas. Deslicé inseguro mis manos hacia arriba y abajo con muy poquito margen. Ella sacó sus manos de mi camiseta y me agarró de la cabeza para clavarme la lengua hasta la garganta. La inseguridad de mis manos desapareció y bordearon su cintura para bajar hasta su culo. “¡Dios! ¡Dios! ¿Qué maravilla era esa?” Me tembló el cuerpo con solo su tacto. Grande, respingón, blandito… Lo apreté, me regodeé con él. En ese momento (y aún ahora) estaba seguro de que no había mejor culo en el mundo.
Los labios de Enma se separaron. Tenía cara de mala, sonrisa pícara. Apretó sus brazos, resaltando aún más su escote. “¿Pero esta mujer es real?” me pregunté sin soltar su culo. Volvió a besarme, esta vez con más fuerza, empujándome contra la pared. No tardó ni un segundo en meter la mano bajo mis calzoncillos, buscando con habilidad y sin dilación mi polla. Me di cuenta de que ya estaba terriblemente empalmado en el momento que su mano hizo contacto. Ella, al notarlo, se vino aún más arriba.
Seguíamos en plena calle. La entrada al parking estaba a dos metros, pero nosotros estábamos en plena acera, con los coches pasando por nuestro lado, a expensas de cruzarnos con cualquier vecino. Pero le importaba una mierda, ella continuaba como si estuviéramos en su casa. Yo disfrutaba el momento, pero no podía parar de mirar de reojo por todas partes. Comenzó a pajearme, sacando casi por completo mi polla del pantalón. De nuevo sentí un impulsó que me hizo meter la mano por debajo de su vestido de verano y seguir disfrutando de su culo en un nivel superior; solté un gemido al notar su carne desnuda, solo tapada por un pequeño tanga, ella respondió con un mordisco en mi cuello.
Se levantó el vestido por delante y restregó mi polla contra su tanga, en el lugar donde debería de estar el clítoris. Gemía muy despacito y en voz baja, con la boca bien abierta. Estaba a punto de bajarse las bragas cuando vi acercarse a una pareja por nuestra acera.
-¡Cuidado, viene gente! – la alerté.
Se bajó el vestido rápido y me abrazó, evitando (o tratando de evitar) que se me viera la polla por fuera. Yo creo que se dieron cuenta. Observamos como se alejaban y, cuando los perdimos de vista, Enma me cogió del brazo y me metió corriendo en el parking. Allí dentro continuamos dando rienda suelta a nuestra pasión, pensando que estábamos más escondidos aunque se escucharan coches entrar y salir todo el rato.
Me adelanté a sus movimientos y, antes de que me agarrara la polla de nuevo, le devolví el mordisco en el cuello y le metí la mano en su tanga, comenzando a manosear su coño chorreante. Enma fue presa de un escalofrío y no pudo más que retorcerse. Cuando consiguió reaccionar, buscó rápido en su bolso y sacó un condón. Me hizo parar, poniéndose seria, y me llevó hasta una columna entre coches. Abrió ansiosa el envoltorio y me lo dio para que me lo pusiera. Traté de llevar a cabo mi tarea lo más rápido posible, pese a la distracción de verla bajarse las bragas. Solo sacó una pierna, no había tiempo para más, y se dejó el tanga enrollado en el muslo izquierdo. Viendo que el condón ya estaba puesto, se levantó el vestido y me hizo ponerme de cuclillas, contra la columna.
Se sentó sobre mí, recayendo todo el peso de su glorioso culo sobre mis piernas. Mi polla entró como un guante en su coño, casi sin dirigirla; sorprendentemente bien para no haberlo hecho en cinco años con alguien que no fuera Diane. Era ella quien marcaba el ritmo y tenía toda la responsabilidad de movimiento; en mi posición no podía más que soportar el peso del galope y disfrutar del espectáculo con el tacto y la vista.
Al principio fue lentito, subiendo muy, muy progresivamente. Ni siquiera trotaba, solo bailaba sobre mi polla, gustándose, arrancándose muy poco a poco. Nos mirábamos con lujuria, en silencio, notando como su baile cogía cada vez más amplitud.
-¡Qué gorda es! – dijo en un arrebato, con el rostro retorcido, que dio pasó a la galopada.
Los cachetes de su culo reposaban sobre mis brazos. Yo los guardaba como un tesoro que podía perder en cualquier momento. Comenzaron a ir y venir, saltando sobre mí. Los otrora blanditos, ahora estaban duros por el esfuerzo que requería la posición. No podía verlos, pero solo su tacto me parecía el mejor acompañante que había tenido nunca para una penetración.
Con mi ayuda, Enma mantenía el ritmo sin decaer, con firmeza y tesón. Nunca antes había visto semejante serie de sentadillas. Me follaba de un modo y con una velocidad que no me permitiría aguantar mucho. Sus pechos saltaban al compás y los finos tirantes de su vestido no aguantaron mucho en su posición. Al caer una de ellas, el sujetador se dejó ver y de él asomó parcialmente una aureola de buen tamaño. Dejando mi mano derecha en su culo, para que no me lo quitara nadie, agarré la teta con la izquierda, tomando vestido, sujetador y carne. Era algo más grande que lo que podía abarcar mi mano abierta; para algunos sería la medida perfecta, pero yo no creo en perfecciones de ningún tipo… aunque su culo me lo hiciera cuestionar.
Empujó mis hombros contra la pared, cabalgando con más fuerza. Acercó su cara hasta la mía apretando los dientes. Un gemido largo y creciente anunció el inminente orgasmo, cuando llegó, retumbó todo el parking con su placer y los sonidos de su boca se descontrolaron. En cuanto sus sentadillas flojearon, agarré con más fuerza su culo y le ayudé a seguir un poco más. Estaba a punto, estaba a punto, estaba…
Una estampida corrió por mi polla y sentí como el semen se quedó aprisionado en el condón, saliendo a borbotones. Las piernas me temblaron y perdí la posición, cayendo al suelo con ella encima.
Miramos a nuestro al rededor. No vimos a nadie, aunque estaba seguro de que alguien nos tendría que haber visto o escuchado. Estábamos empapados, jadeando. No solo había sido un polvazo, sino que habíamos hecho una exhibición de fuerza en las piernas. La vergüenza nos entró de golpe y tapamos con prisa nuestras partes pudendas. Busqué una papelera para tirar el condón, bajo la risa de Enma al verlo todo lleno de semen. Volvimos a parecer gente decente.
-¿Qué tal? – me dijo haciéndome una carantoña en la barbilla
-Muy bien, genial. ¿Y tú?
-Como nueva – casi se le dan la vuelta los ojos al decirlo.
-Ya sí debería irme, Enma.
-Claro, claro. Hablamos cuando llegues a casa, ¿vale?
-Por supuesto.
Enma salió del parking radiante, despidiéndose con dulzura. Me puse el casco y arranqué la moto, rumbo a mi pocilga. Sentía una frescura mental que ya no recordaba y el aire dándome en la cara me supo a gloria. El bienestar duró todo el camino, la ducha al llegar a casa e incluso la cena. Mas en el momento en el que apagué la luz al irme a dormir, el recuerdo de Diane volvió a apuñalarme.
(…)