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Reina por un día
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Ana se abraza a mí en la cama, mientras yo le besaba el cuerpo en la oscuridad de su habitación. La había conocido aquella misma noche en un bar. Iba vestida de forma más modesta que el resto de sus amigas, y daba una impresión de timidez. Al principio rechazó mis avances, diciéndome que no estaba interesada en ligoteos en estos momentos. Entonces le dije: “eso es porque nunca te han tratado como a una Reina”. Soltó una risa, pero algo picó su curiosidad porque siguió hablando conmigo.

Seguramente fue el tono natural con que lo dije, porque lo pensaba de verdad. Aquella chica me parecía más linda que todas sus amigas, pero nadie más parecía verlo, pues su comportamiento recatado lo ocultaba. Las horas fueron pasando aquella noche de viernes a sábado y, quizá con demasiado alcohol encima, acabó invitándome a su apartamento.

Nos desnudamos y nos sumergimos en la cama. Al principio nos besábamos y tocábamos, pero poco a poco ella dejó de hacerlo a medida que besaba y acariciaba todo su cuerpo, limitándose a abrazarme. Yo estaba enteramente centrado en ella, y buscaba la mejor manera de darle placer. Ella se iba dejando hacer, y poco a poco fui rodeando su clítoris, hasta que acabó pidiéndome que la lamiera. Comencé a darle placer oral, y ella gemía suavemente. Tuvo un orgasmo, pero no me detuve. Me pidió que la penetrara, pero le dije que todavía no. Seguí a ello, tocándole también los pechos y el cuerpo entero, buscando llevarla al éxtasis; cada vez gemía más. Volvió a pedir que la penetrara, y le dije que sí, en un ratito; pero seguí dándole placer oral. Ella empezó a agarrar las sábanas con fuerza, llena de tensión y, de forma natural y seguramente inconsciente, me enganchó el cuello entre sus piernas, forzándome contra su vagina, como diciendo: “¡Sigue! ¡sigue! ¡No se te ocurra parar!”. Al final, como en una explosión, tuvo varios orgasmos seguidos, gimiendo de forma primitiva y hasta violenta, y en aquel instante me apretó tanto entre sus piernas que no pude respirar. Finalmente me soltó, exhausta, y quedó tendida en la cama, sin prestarme atención. Yo me puse junto a ella y seguí acariciándola.

Al cabo de un rato, se puso de lado, mirándome con curiosidad, y en la oscuridad pude ver que los gestos con los que se movía hablaban de una mujer más segura de sí misma que la que había conocido hacía unas horas, y su pose, apoyando un codo sobre la cama y su cabeza sobre la mano como una reina egipcia o una patricia romana, era tan sensual y femenina que nadie habría podido ver en ella otra cosa que una codiciada y atractiva mujer, la mujer que yo intuí en aquel bar. Ella, por supuesto, no se daba cuenta: estaba siendo simplemente ella, igual que en el bar. Me espetó de repente, curiosa: “oye, al final no me penetraste. ¿Por qué no? Te lo pedí varias veces”, acariciándome el pelo con una sonrisa coqueta y atrevida, añadió: “tenía muchas ganas de tu pene. Quería sentirlo ahí abajo. Es mucho mejor que una lengua, amiguito”. Yo le contesté, con un tono que no dejaba entrever en qué grado hablaba en serio o en broma: “¿Recuerdas que te dije que te trataría como a una Reina? Bueno, pues eso pienso hacer todo el sábado, y verás: los hombres perdemos el interés y las ganas cuando nos corremos. Si mi pene no queda contento, tu súbdito seguirá adorándote con gusto todo el día”. Ella se sorprendió, y se rio de nuevo. “¡Madre mía! ¡Esa contestación no me la esperaba! Pero hombre, así te quedas insatisfecho ahí, me da un poco de cosa, me hace sentir egoísta. ¿Seguro que estás bien conque las cosas acaben así hoy?”. Le contesté: “mi satisfacción está en tu placer”. Se rio de nuevo, incrédula pero divertida por la situación. “Claro, claro”, dijo; “y mis deseos son órdenes también, ¿no?”. Le contesté, un poco teatralmente: “solo si no son ofensivos a su divina condición, Su Majestad. Comprenderá que no puedo permitir que se rebaje a ser penetrada por un humilde siervo como yo, o a ensuciar sus manos cocinando”. Ella no quiso hablar más, demasiado extrañada ya por todo aquello. Se despidió entre risas y, dándome la espalda, se acostó; no sin antes darme, aún incrédula, una palmadita en mi pene erecto. “Pues nada, hasta mañana, “súbdito””. Ella no sabía cómo tomarse todo aquello, pero yo sabía algo que ella no: que el sexo es algo mágico y misterioso, capaz de transformarnos; que la penetración empodera al que penetra, y que el sexo oral empodera a quien lo recibe. Ella no se daba cuenta, pero poco a poco, la Diosa que habitaba en su interior salía a la luz e, imperceptiblemente, ya se sentía más femenina y más feliz.

****

Ana se despertó al día siguiente con su largo pelo hecho un laberinto, bostezando y rascándose a través del pijama, con una muy ligera resaca. Se sorprendió al ver que yo no estaba en la cama, y sonrió. “Menuda Reina estoy hecha”, pensó, “que me despierto y parezco más un troll que una mujer”. Yo la había oído despertar, y entré en la habitación con una gran bandeja de desayuno. “Con su permiso, mi Señora” le dije, depositando la bandeja sobre su cama y haciendo una reverencia. Ella me miró con la boca abierta. Había pastas de calidad y fruta pelada y cortada, entre otras cosas. “¿Y esto?” me preguntó. “Bueno”, le dije, “desconocía Sus gustos, así que lo he preparado con variedad”. “No me refería a eso. Yo estas cosas no las tenía, y la bandeja tampoco. ¿Y cuánto tiempo llevas despierto?”. “Hará un par de horas que me desperté. He bajado al supermercado y he estado preparando el desayuno. ¿Café?”. Mientras le servía una taza, me preguntó si había desayunado; le dije que había tomado fruta para tener energía, y que no necesitaba más. Ella, muy contenta, se colocó bien en la cama, y disfrutó de un buen desayuno sin necesidad de levantarse. Su rostro irradiaba luz, y no se apreciaban ya signos de que acabase de levantarse. Yo permanecí en pie a su lado, como un mayordomo; en no mucho tiempo, ella se había recostado como en un diván romano, y yo le servía la comida directamente a su boca. Observé que ya estaba de nuevo moviéndose tan femenina y poderosamente como la noche anterior, tras su éxtasis. “La verdad es que esto de tener un servidor es algo a lo que una se puede acostumbrar”, dijo divertida.

Cuando hubo terminado, recogí la bandeja y, al regresar, me encontré con que se había puesto en pie con intención de darse una ducha. “Verá, mi Señora; en antelación, ya le he preparado un baño. Permítame”. Me postré ante ella y, comprendiendo, se sentó sobre mi espalda. Caminé a cuatro patas, llevándola al baño sin que sus pies tuvieran que tocar el suelo. Una vez allí, pudo observar que había comprado productos especiales, por lo que la bañera olía a perfume y rebosaba espuma. Procedí a desnudarla, desnudándome yo también. Cogiéndola en brazos, la introduje en la bañera, y ella emitió un suspiro de placer y satisfacción. Le lavé los cabellos masajeándole el cráneo, froté sus brazos con agua perfumada asegurándome de que fueran caricias placenteras; cuando llegué a sus piernas, repentinamente las sacó del agua y, apoyándolas sobre el borde de la bañera, dijo casualmente: “besa mis pies”. Obedecí, y sonrió. Vi en su rostro que empezaba a sentirse muy cómoda en la situación, y que le gustaba cada vez más. Si alguien la pintase en un cuadro en ese instante, podría afirmarse honestamente que se trataba de una princesa griega acostumbrada a tal trato. Cuando hube terminado, se sentía tan a gusto en la bañera que me ordenó que me fuera, para estar un rato disfrutándolo a solas. Fui a preparar otros asuntos, hasta que oí su voz, que me llamaba desde el baño. Fui a atenderla estando yo aún desnudo, y así permanecería el resto del día. Para evitar ser brusco con su piel, usé Su secador, y envolví su cuerpo en una toalla y el pelo en otra. Postrándome de nuevo a cuatro patas, se sentó de nuevo sobre mí, y la llevé de nuevo a la habitación.

Allí, sobre la cama, había dispuesto varias toallas para evitar la humedad, y la tumbé boca abajo. Había comprado aceites aquella mañana, y comencé a darle un masaje de cuerpo entero. Le masajeé los pies, el cuello, los brazos y las piernas, el culo; besaba su cuerpo entero al pasar, y le dije lo hermosa que era. Luego le di un masaje facial, y descendí por toda la parte frontal de su cuerpo. Cuando llegué abajo, le di un final feliz con placer oral. Estaba tan relajada que ni se movió, indicando simplemente un satisfecho “ya” cuando quiso que parase. Después de unos minutos, exclamó: “Esta SÍ es manera de empezar el día”, pero su tono ya no sonaba jocoso y divertido, sino satisfecho, sensual e, incluso, algo autoritario. Su rostro y sus movimientos eran más femeninos que nunca y, a la vez, su sonrisa y su mirada empezaban a resultar intimidantes. “Vísteme”, ordenó, “que con lo tarde que me he levantado son casi las cuatro, y esta tarde tengo trabajo que hacer”. Sus palabras eran las de una mujer moderna estresada por el mundo corporativo que, cigarrillo en boca y con pantalones vaqueros, se deslomaba para intentar ascender mientras pagaba el alquiler de un pequeño apartamento; pero su tono y gestos eran los de una patricia romana, a la que no le espera otra cosa que una agradable charla con sus amigas y algún senador. En el tiempo que había estado en el baño, había inspeccionado el armario buscando la ropa más adecuada, y la encontré. Le puse su mejor vestido: un vestido blanco y elegante, que caía hasta poco más allá de las rodillas, dejando al descubierto uno de sus hombros e insinuando el pecho de dicho lado. Se cerraba con broches brillantes y, en torno a su cintura, un cinturón plateado. Era un vestido que había comprado para la boda de su hermana, según me dijo; se lo compró porque le hacía parecer una princesa. Esta confesión confirmó lo que ya sabía: que una Diosa habitaba en su interior. Sentándola en un taburete frente a la cama, comencé a peinarla con varias trenzas que se unían en una sola, al modo de las clases altas medievales; mientras mis dedos se deslizaban por sus pelos, ella suspiró con placer. “Sabes”, me dijo, “las mujeres ricas del Imperio Romano llegaban a tener a una multitud de esclavas atendiendo a sus necesidades personales. Podían tirarse mañanas enteras siendo acicaladas”. El hecho de que supiera cosas así y las retuviera en la memoria, me confirmaba nuevamente lo que ya sabía; pero notaba que ella misma estaba, por primera vez, dando rienda suelta a su fantasía. “Aquellas mujeres debían ser esplendorosamente bellas”.

Cuando terminé de peinarla, iba a preguntarle si tenía joyas, y donde las guardaba; pero, para mi sorpresa, antes de que pudiera decir nada me dijo: “ve al cajón de debajo de la izquierda del primer armario: allí guardo las joyas de mi madre. Tráemelas”. Obedecí y, al abrir la caja, se puso unos largos pendientes de falsa plata, y tres collares (suntuosos, pero no muy caros) uno sobre el otro. Además, tenía cuatro brazaletes de oro, que puso dos en sus brazos y dos en sus piernas, a la altura de los tobillos. “Estos son de oro de verdad, herencia de mi abuela”. Finalmente, le puse dos elegantes zapatos al estilo sandalia, y marché a por un espejo. Arrodillándome, le enseñé su aspecto. “Ahora”, dijo, “sí que soy una Reina”.

***

Ella se había sentado en el sofá del salón, cuya mesa le hacía las veces de estudio. Allí había encendido el ordenador y tenía una enorme cantidad de ventanas abiertas, así como una pila de papeles sobre la mesa. La mujer que hacía apenas una hora se había sentado en aquel sofá con la delicadeza de una princesa y el orgullo de una reina había desaparecido: lo que quedaba era una pobre chica estresada, más tímida si cabe que la noche anterior en el bar, y el vestido y las joyas que llevaba provocaban un contraste que resultaba grotesco. Yo había estado preparando la comida que me ordenó y, cuando volví y vi aquella triste situación, no pude contenerme. “Ana”, le dije, con un tono que la hizo dar un respingo, tanto por lo grave y masculino que sonó como por el hecho de que la había llamado por su nombre, cosa que no había hecho en todo el día. “No puede ser que te degrades de esta manera”. “¡Bah!” exclamó, con un tono enfadado y despreciativo, pero débil; “no me vengas con fantasías ahora. Ha estado muy bien todo lo que has hecho por mí, pero ahora tengo que trabajar. Si no trabajo hoy, no voy a tener estos informes listos para el lunes. Así que como reina que dices que soy, te ordeno que te calles, comas y me dejes trabajar. Si no, puedes irte”. Su tono pretendía ser más autoritario y cruel que nunca y, sin embargo, resonaba en el alma como débil y sumiso. Es el tono que muchas mujeres depresivas usan para regañar a sus maridos e hijos, que no le hacen ni caso, un tono que se vuelve pesado y desagradable para todos y que, cuanto más pretende imponerse, menos lo consigue. Al final esas mujeres, que buscaban empoderarse mediante su carrera profesional, acaban siendo impotentes, sometidas al jefe, el marido y los niños, y acaban medicándose. Había, sin duda, mujeres para las que ese camino era el mejor; pero Ana no era una de ellas, y el mundo en el que vivía le estaba robando su poder femenino natural. “Eres una reina, MI reina, y como tal no puedo dejar que te hagas esto. Venga, déjame ver de qué va el asunto. Soy inteligente y aprendo rápido: seguro que te puedo ayudar”.

Me senté a su lado, y comencé a inspeccionar los papeles. Entonces comenzó a reprenderme a regañadientes, diciendo que era todo muy complicado, que no lo iba a poder entender, que era su trabajo y bien que le había costado tenerlo, que no podía asumir que iba a saber hacerlo, que todo esto era muy machista, que bla, bla, bla; como no tenía otra intención que ayudar, estos prejuicios eran muy irritantes, y me hacían perderle el respeto. Al final estallé, y me abalancé sobre ella en el sofá, agarrándola de las muñecas, mirándole a los ojos y poniendo mi rostro sobre el suyo. Mi pene rozaba su vestido, y ella se había quedado súbitamente callada, expectante. Podía ver en sus ojos que, aunque algo asustada por el gesto repentino, la situación le atraía. “Cuando te comportas así, no eres reina de nada”, le dije con violencia serena y controlada; “como mucho, podría dejarte ser mi puta. ¿Eso quieres? ¿Qué te ponga una argolla, y haga de ti mi voluntad?”. Me retiró la mirada a un lado, incapaz de mantenérmela; y con tono sarcástico y erótico, dijo: “bueno, no estaría tan mal. Ya te dije que me apetece tu pene”. “Oh, te gustaría sin duda; pero no es lo que en verdad quieres”, le dije, con autoridad; “yo he visto un cambio hoy. Yo he visto hoy a la chica más guapa de aquel bar, a la luz. Yo he visto a la mujer que siempre quisiste ser. Déjame que te devuelva ese poder”. Ella siguió sin poder mirarme a los ojos, pero vi que se daba cuenta de que era verdad, de que ella lo deseaba. Por eso siguió hablando conmigo en el bar, por eso no cortó el ambiente en ningún momento; inconscientemente, quizá, sin saberlo del todo, quizá, pero lo había estado buscando; quería sentirse como una gran mujer, y la única razón por la que había traicionado ese deseo era porque le aplastó la presión de “la vuelta a la normalidad”, y había preferido reprimirlo. Con un tímido “está bien, vale” de su boca, nos incorporamos, y empecé a preguntarle por lo que estaba haciendo, por los procedimientos y, con su colaboración, empecé a ayudarle.

Poco a poco fui mecanizando los procesos, y quedó impresionada ante el hecho de que, verdaderamente, no mentí cuando dije que tenía una gran facilidad para estas cosas. Pronto estábamos trabajando a medias y, en menos de una hora desde que habíamos empezado, se retiró con una sonrisa de satisfacción, tumbándose en el sofá y encendiendo la tele para ver su serie favorita, dejándome con todo el trabajo. La miré, y vi, para mi satisfacción, que se movía libremente, y había vuelto a ser la reina que fue apenas unas horas antes. Estuvimos así varias horas, yo trabajando en sus negocios, ella divirtiéndose; de vez en cuando, me metía sus pies, zapatos incluidos, en la boca; otras veces me acariciaba los músculos.

Cuando hube terminado, se levantó de repente, y me miró desde arriba. Me sonrió sensual y seductoramente. “Buen trabajo, me has ahorrado mucho tiempo. Me siento muy satisfecha”, me dijo; pero inmediatamente su sonrisa se tornó enfado, y su aspecto se volvió verdaderamente intimidante, digno de una emperatriz. “Pero… ¿se puede saber qué fue lo de antes? ¿Esa forma de abalanzarse sobre mí… de TOCARME de semejante manera? ¿Cómo te has atrevido?” su furia era doble, pues no estaba reaccionando solo al hecho, sino que sucedía que la rabia no expresada antes había vuelto con resentimiento como condimento. “Eres un esclavo, eres MI esclavo; es completamente inaceptable”. Intuyendo lo que venía, decidí postrarme para evitar lo peor. Con la cabeza contra el suelo, intenté defenderme: “no vi otra salida”, dije; “era la única manera que vi para salvar a Su Majestad de seguir degradándose”. “Oh, hiciste bien, hiciste bien; no digo lo contrario. Pero aun así, aun no pudiendo haber hecho otra cosa, sigue siendo inaceptable. Para evitar que me degradara, me degradaste; me violentaste con tus sucias manos de esclavo. ¡Discúlpate! ¡Besa mis pies!”. “Perdóneme, mi Señora, perdóneme” suplicaba, besándola. Finalmente, me agarró de las mejillas con su mano derecha y me levantó, atravesándome con sus ojos. “Escúchame bien: hasta ahora, me has servido libremente porque necesitábamos que me guiaras hacia mi ser, pero ahora ya has despertado a la Diosa en mí: a partir de ahora, no puedes volver siquiera a tocarme sin mi permiso, o habrá consecuencias. ¿Entiendes?”. “Sí, Señora”. “Tampoco podrás dirigirme la palabra, ni mirarme a los ojos, ni mucho menos como lo hiciste en ese horrible momento, salvo que te conceda permiso; y no me digas Sí, Señora; me hace sentir vieja. Di: Sí, Ama. Soy Señora de todo súbdito de mi reino, pero de ti, soy Ama”. “Sí, Ama”. “Bien”, dijo, y me soltó. Sentándose de nuevo en el sofá, dijo: “ahora, ponte a cuatro patas ante mí: quiero reposar los pies en alto”. Así lo hice, y así estuve hasta que terminó de ver su serie. Lo poco que quedaba de tarde lo pasé abanicándola, preparando una cena que me obligó a comer sentado en el suelo, y dándole placer de diversas maneras.

Finalmente, cayó la noche, y tocó despedirse. Su rabia había desaparecido ya por completo, y se la veía satisfecha y feliz. Yo, por mi parte, me había vestido de nuevo, y ninguna diferencia parecía haber con el hombre que fui al entrar por aquella puerta. Sin embargo, ella brillaba. “Ha sido genial. Realmente… realmente me has hecho sentir como una reina”, me dijo, con un tono dulce y amable. “Oye, perdona si te sentiste mal antes. Fue cruel, y muy humillante. No quiero que pienses mal de mí”. “Descuida. Era necesario” contesté, sonriendo. “Mírate ahora. Me siento muy feliz. Ha sido un gran día”. Hubo un silencio, y entonces ella habló, algo confusa: “Bueno… oye… la verdad, me gustaría repetir. O bueno, me gustaría que esto no quedase en nada, en cosa de un día. Lo que pasa es que… bueno, no sé como seguir a partir de aquí. ¿Qué leches se supone que hacemos? ¿Quedamos otro día en el bar? ¿Salimos? ¿Somos novios, o qué? ¿Te encierro en un sótano y no te dejo salir?”. Se rio, y yo también. “La verdad es que soy pesimista con estas cosas. No creo que funcionen. Un día está bien, pero… no se puede ser novio en una relación tan desigual. No satisface. Al final, echarás de menos tener un hombre que no solo te penetre, sino que te cuide de igual a igual, un Rey para tu Reinado; y me tendrás que dejar. Y no puedo convertirme en tu esclavo de verdad, ello exigiría renunciar a mi vida entera y solo servirte, y no quiero eso. Tengo familia, amigos, sueños… una vida que amo, y el sexo solo es una parte de ella. Solo puedo hacer esto: conocer a una chica especial, y hacerla sentir especial una buena noche”. “Bueno”, dijo ella, “¿y por qué no lo dejamos como está, y simplemente repetimos? El sábado que viene, o dentro de un mes, como mejor te venga. En vez de buscar chicas por ahí… ven a visitarme. Hazme sentir divina de nuevo, y yo te haré sentir que me perteneces”. Me quedé pensativo. “Sí. Eso podríamos hacerlo”. Entonces, con el mismo tono con que le había hablado la noche anterior en el bar, le dije: “oye, ¿por qué no me acompañas a dar una vuelta a la manzana? Quiero que veas una cosa antes de que me vaya”. Con curiosidad, aceptó.

Bajamos a la calle, ella aún vestida como una reina, y la cogí del brazo, y ella se agarró al mío. Lo mejor era fingir que éramos dos novios, para evitar incidencias. Al momento de comenzar a caminar por la calle, sucedió lo que esperaba: cada hombre que nos cruzábamos se quedaba mirándola, y su rostro se quedaba débil y embobado. Cada mujer que nos cruzábamos se quedaba mirándola, sin saber que pensar. Lo que todos sentíamos, Ana quién más, es que aquella mujer era la Belleza en persona, y que lo que paseaba entre los humanos aquel día nunca lo habían visto ninguno de ellos; y sin embargo, era la misma chica que la misma noche anterior pasaba desapercibida.

Cuando completamos la vuelta y la dejé de nuevo en su casa, tenía lágrimas en los ojos, y estaba callada, sumergida en sus pensamientos. No sabía qué decir. “Bueno…” intenté comenzar, “ahora debo irme…”. Entonces, de improviso, se abalanzó sobre mí, me abrazó y me dio un largo e intenso beso en la boca. Me tiró contra el sofá, me bajó los pantalones, y comenzó a cabalgar sobre mí, gimiendo y besándome. Yo, que había estado en tensión todo el día, me corrí antes que ella, pero ella siguió cabalgando hasta tener un breve pero intenso orgasmo, arañándome con fuerza todo el cuerpo, lo que me hizo gritar. Se tumbó sobre mí y, susurrándome al oído, me dijo divertida: “¿ves? Te dije que quería tu pene”.

Nos quedamos acariciándonos en el sofá. Yo tenía que irme, pero, la verdad, ya estaba pensando en volver.

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