Ana María tenía 22 años y yo 40. Era hermosa. Delgada, casi de mi estatura, blanca, de ojos café claros. Se le adivinaban unas tetas grandes, firmes, paradas. No había reparado en ella porque no era estudiante mía. Pero ese día ella estaba con un grupo de mis estudiantes, por lo que me la presentaron. De inmediato me gustó. Y percibí que aquello era mutuo. Poco después quedamos solos, así que la invité a un café. Al despedirnos ya había cierta confianza y era claro que ambos queríamos que algo sucediera, como en efecto ocurrió. Pero esa es otra historia.
Ya llevábamos algún tiempo teniendo sexo delicioso y hablando de lo que nos gustaba y nos gustaría. Ese día no fuimos a un motel sino que ella me invitó al apartamento de Adriana, una amiga que, me dijo, le había recomendado cuidarlo en su ausencia. Yo conocía de vista a la chica. Era muy hermosa. De menor estatura, tenía una tetas deliciosas, según se apreciaba y un culo redondo y firme. Así, que fui con la idea de que tendríamos la tranquilidad de un apartamento solo para los dos.
Una vez allí, bebimos un par de copas de vino tinto cada uno. Después Ana María me pidió que me desnudara. No habíamos comenzado ninguna actividad sexual, solo estábamos hablando, así que me pareció extraño aunque excitante. Dudé un poco pero la determinación de ella me hizo obedecerle. Me desnudé un poco inhibido. Con una leve sonrisa en los labios, mostró su agrado y me hizo sentarme en el centro del amplio sillón. Luego fue por su bolso y trajo un grueso lazo de lana. Hizo un aro en un extremo y lo anudó a mi muñeca izquierda. Luego pasó el lazo detrás de la silla y anudó mi muñeca derecha. En ese momento mi respiración comenzaba a agitarse y mi verga comenzaba a abandonar su inhibición, aunque no de manera muy notoria. En ese momento yo ya estaba a merced de ella. No podía levantarme sin tener que arrastrar el sillón. Enseguida encendió dos lámparas situadas a los lados y apagó las luces del techo. Entonces comenzó a desnudarse. Mientras lo hacía, vi salir a Adriana. Mi sorpresa fue muy grande pero agradable. Ambas se desvistieron y se besaron apasionadamente mirándome por momentos. Tenía ante mí ese par de cuerpos hermosos, uno muy blanco, el otro apenas más oscuro. Y los tenía amándose. Veía sus manos masajear las tetas de la otra y apretar las nalgas carnosas. Unos segundos después eran las bocas, los labios, las lenguas, que besaban, chupaban y lamían las tetas mientras las manos buscaban los pliegues húmedos entre las piernas. Pero sus miradas no dejaban de volver hacia mí. Entretanto, mi verga había ganado tamaño. Habría querido tocarme, pajearme mientras observaba ese espectáculo. Pero me hallaba impedido de hacerlo. Eso causaba mayor excitación y fue así que mi verga terminó apuntando hacia ellas. Eso les causó una risa lúbrica.
No siguieron en sus juegos. Me habría gustado que hubieran seguido en esa excavación mutua en medio de gemidos y contorsiones. Pero tenían otra cosa en mente y ya la adivinaba. Se acercaron a mí y comenzaron a acariciarme. Mientras una se arrodilló y me acarició suavemente las piernas, la otra acarició mi cuello y mi pecho, y me besó. Mi verga, entonces adquirió mayor dureza. Sentía la sangre agolparse en ella. Así estuvieron largos minutos sin tocar mi verga. Solo sentía sus manos en mi cuello, mi pecho, mi vientre, mis piernas, y sus bocas alternar en besos húmedos y profundos sobre mi boca. Las dos hermosuras me acercaban sus tetas para que las besara, las chupara y las lamiera. En un momento me sentí sofocado bajo cuatro tetas hermosas que descansaban en mi cara y que se chocaban entre sí. Después hicieron que me extendiese tanto como pudiese y entonces sentí una mano rozar con mucha suavidad y lentitud mis huevas y mi verga. También en ella sus manos alternaban sin prisa. De pronto una mano me agarraba con firmeza y me pajeaba lentamente dos o tres veces, y luego era otra mano. La tortura se prolongó por el tiempo suficiente para que mi erección no decayera pero también para que sintiera una cierta desesperación. Fue cuando sentí un par de labios recorrer el tronco de mi verga y enseguida la humedad de una lengua extenderse desde la base hasta la gruesa y henchida cabeza. Al cabo de un rato entraron en acción los otros labios y la otra lengua. Los sentía en las huevas, en el tronco, en la cabeza. Pero siempre de forma muy suave, muy lenta y sin continuidad. Mi verga estaba en su máxima dureza. Fue cuando sentí que una boca muy húmeda y caliente tragaba mi verga hasta el fondo. Alcancé a mirar y no vi mi verga sino el rostro de Adriana con sus labios pegados a mi vientre. Me dio dos o tres mamadas así, lentas y profundas, y le cedió mi verga a su amiga, a mi amante. Ana María nunca me había hecho un garganta profunda pero, decidida a nos hacer menos que Adriana, metió mi verga en su boca y lentamente fue bajando y estirando sus labios hasta conseguirlo. Se sostuvo allí un momento y luego me dio unas cuantas mamadas iguales. Después siguieron alternado esta clase de mamadas. Tres o cuatro una, tres o cuatro la otra. Se escuchaban los suaves gemidos de ellas, una por el placer de tragarse mi verga y de la otra por el placer de ver a su amiga lograrlo. Y los gemidos míos, guturales. Creo que fue entonces cuando comencé a decirles que me la mamaban muy rico, que siguieran así. Les preguntaba si les gustaba tragarse mi verga de esa manera. La que la tenía adentro respondía con un gemido y la otra decía que sí, que era muy rico. También me preguntaban si me gustaba cómo me la mamaban, a lo que yo respondía agitado que sí, que nada me gustaba más. A medida que el juego se prolongaba, y como si lo hubieran planificado de antemano, las mamadas iban aumentando en cantidad (5 o 6 cada una, 8 o 9 cada una) como en ritmo. Mientras todo esto sucedía, alguna de sus manos jugaba con mi perineo y buscaba un poco más allá. Mi respiración estaba muy agitada. Sentía latigazos de sangre en mi verga. Mis huevas se apretaban. Mis gemidos se hicieron gruñidos. Y los gemidos de ellas eran más fuertes e intensos. Entonces escuché, medio ebrio de placer: “¿Nos vas a dar tu leche?”. Una bocanada de calor me inundó y cegó mis ojos un momento. Solo respondí que sí, que quería darles toda mi leche, que la sacaran que era de ellas y que no debían dejar ni una gota. En ese momento se ubicaron una a cada lado y, con las cabezas inclinadas mamaron al mismo tiempo mi verga a todo lo largo del tronco y hasta la cabeza. Al hacerlo, cada una envolvía parte de la carne y chocaba sus labios y su lengua con los de la amiga. Eran múltiples besos lésbicos con mi verga de por medio. Al llegar a la cabeza de mi verga sacaban sus lenguas y jugueteaban para que la estimulación fuera mayor. Entonces sentí una descarga eléctrica por mi espalda, mi cuerpo se tensó y un fogonazo subió por mi verga. Fue el primer chorro de semen que salía y que cayó en sus lenguas. Ellas siguieron su tarea sin bajar el ritmo y chillando de placer mientras mis gruñidos se hacían más profundos y guturales. Nuevos chorros de semen fluyeron con fuerza hacia sus bocas sedientas y ansiosas. Sus mamadas se concentraban ahora en la cabeza de mi verga para asegurarse de que no perderían nada del néctar que me estaban sacando. Yo me contorsionaba mientras sentía que mis huevas y mi verga iban quedando vacías. Las dos amigas ya habían recogido todo mi semen y ahora se dedicaban a juagar con y a intercambiar el que les había tocado en suerte.
Cuando me hube recuperado, tuve la plena conciencia de que jamás había experimentado un orgasmo tan completo ni tan intenso como este y que había sido un regalo de Ana María tras haberme escuchado mencionar una fantasía como la que ella y Adriana me cumplieron.