Rebecca se había criado como hija adoptiva de una familia acomodada, era la niña mimada y protegida por todos. Su piel trigueña y belleza mestiza, contrastaba con la tez casi pálida de sus progenitores y hermanos. Había sido muy bien educada y muy bien aprendida, siempre moviéndose por los cánones morales correctos. Con su determinación y buena conducta logró recibirse de abogada con 24 años y convertirse en el orgullo de toda su familia
Sin embargo, ya estaba cansada y la vida la encontraba en una situación diferente. Como inmigrante en España y bastante frustrada a sus 30 años, estaba desarrollando una personalidad que había reprimido durante años. La misma actitud y determinación que la llevaron a obtener su título, ahora la utilizaba para obtener lo que quería a toda costa. Un poco alejada de la corrección moral inculcada por sus padres, ahora aprovechaba sus habilidades de seducción y sensualidad natural. Sabía que tenía poder sobre el sexo masculino, y disfrutaba de ejercerlo.
Su sonrisa tan simpática como sugerente, su profunda mirada de ojos marrones y sus labios carnosos lograban obtener frutos simplemente con un gesto. Ni que hablar si dejaba ver sus extravagantes pechos, con un tamaño casi que desproporcionado para su metro sesenta de altura. Aunque con los años había descubierto que en ocasiones surgía más efecto intentar tapar sus inocultables senos y dejar su moreno abdomen al descubierto, para que la imaginación masculina hiciera el resto del trabajo en la cabeza del observador.
Gracias a estos dotes, Rebecca no pagaba alquiler hacía cuatro meses. Hans, el viejo alemán dueño del piso, llegaba todos los lunes a primera hora para obtener su “pago”. Un pudiente jubilado de 72 años que había elegido terminar su vida cobrando rentas frente al mediterráneo, y disfrutando del sexo pago con mujeres mucho más jóvenes que él. Para Rebecca era la definición de un viejo degenerado, es decir, una oportunidad que no podía dejar pasar.
Ya casi no existía interacción en su rutina semanal. Hans tocaba la puerta, al entrar le daba un beso a Rebecca, le ojeaba las tetas y le daba una nalgada. Se destapaba una cerveza y desparramaba su enorme y robusto cuerpo en el sillón de un cuerpo. Rebecca, que con suerte había alcanzado lavarse la cara, forzaba una simpática sonrisa y se acercaba todavía un poco dormida o con resaca de las copas del fin de semana.
Se arrodillaba, desabrochaba el pantalón y dejaba caer el descuidado miembro de tamaño estándar de Hans. Rebecca ya tenía el proceso automatizado para hacerlo acabar. Tomaba el pene con una mano y lo masajeaba, mientras se inclinaba para comer sus huevos peludos, lo que le aseguraba una erección casi instantánea. Desde ahí era todo más fácil: ensayaba el mejor "fellatio" que podía dar a las 8 de la mañana y cuando creía que había sido suficiente, le alcanzaba con mirar a Hans profundamente a los ojos, mientras frotaba sus enormes senos contra las piernas del viejo y actuaba algunos gemidos.
Generalmente, el alemán comenzaba a sacudirse bastante y emitir fuertes sonidos cuando estaba por eyacular, Rebecca se quitaba el velludo y oloroso miembro germánico de la boca, para terminar haciéndole una paja con sus pechos debajo y recibir el semen del septuagenario en la inmensidad de sus senos. Alguna que otra vez, el alemán no era tan intenso o Rebecca no estaba atenta, y terminaba con su boca cargada del espeso semen de Hans, lo que le generaba un profundo malestar y asco.
La rutina tenía siempre el mismo final. Rebecca le daba su mejor sonrisa, el alemán la miraba completamente exhausto y le decía:
– Te ganaste otra semana preciosa, nos vemos el lunes.
Ella se iba al baño con el sentimiento del deber semanal cumplido y feliz por haberse ahorrado otros cientos de euros. Hans lentamente se incorporaba, subía sus pantalones, acomodaba su panza y finalmente se retiraba, no sin antes hacer un fondo blanco con la cerveza.
Pero aquel lunes caluroso de verano, todo parecía distinto. Por alguna razón, Rebecca se despertó antes de sentir la puerta o el despertador. Algo bastante extraño, ya que venía de una noche de sábado muy intensa, que la había llevado a estar todo el domingo con una resaca infernal. A los 30, el cuerpo ya no respondía como a los 20, pero Rebecca solía olvidarlo al momento de tomar o participar de alguna que otra propuesta sexual.
Como todavía faltaban 30 minutos para las 8, optó por cambiar la rutina. Pensó que tal vez, si le daba algo más al viejo verde de Hans, podía ganarse dos semanas o por qué no un mes de alquiler. Que tan distinto podía ser dejarse penetrar por ese miembro estándar y de tiro corto, si ya se lo estaba llevando a la boca todos los lunes.
Rebecca se levantó y se dirigió al baño. Lavó sus dientes y se metió en la ducha. Su plan era arreglarse bastante, maquillarse y esperarlo con lencería, para buscar un acuerdo más beneficioso para ambas partes. Pero esta vez algo cambió, por alguna razón la invadía una profunda excitación por el nuevo reto. Esta excitación rápidamente se tornó sexual, y los dedos de Rebecca fueron casi que solos hacia su entrepierna. No pudo evitar pensar miles de situaciones que podían darse al momento de sorprender a Hans con su nueva propuesta. Su mente divagaba en fantasías mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo y sus dedos se deslizaban suavemente por los largos labios de su vagina. Pero lo que parecía el comienzo de un momento placentero, fue bruscamente interrumpido: sonó la puerta.
El puntual alemán estaba llegando 15 minutos antes y Rebecca estaba desconcertada. Decidió intentar recibirlo desnuda con una toalla tapándola, no iba a ser menos estimulante para ese viejo morboso. Rápidamente, se quitó la gorra de baño y devolvió su negra cabellera a su tradicional "cola de caballo" que disimulaba los estragos que había sufrido su pelo el fin de semana. Se secó lo más rápido que pudo, mientras el insistente viejo golpeaba la puerta y tocaba el timbre sin parar.
– ¡Ya voy! – gritó Rebecca desde el baño.
Decidió en milésimas de segundo dejar caer la toalla. Tenía miedo de que Hans se hubiese enojado y no quisiera seguir con el pago de siempre. Pensó que lo mejor sería abrir completamente desnuda y darle la sorpresa. Corrió por el pasillo sintiendo una brisa liberadora en su sensibilizada entrepierna y con sus enormes pechos rebotando entre sí. Se frenó frente a la puerta, tomó un respiro hondo, puso su sonrisa más pervertida y abrió la puerta…
Pero quedó completamente en shock. Sus reflejos atinaron a taparse sus partes íntimas completamente expuestas. Frente a ella, se alzaba una enorme señora rubia, de unos 50 años y con unos tacones altos que la elevaban a un metro ochenta del piso. Sus ojos verdes penetrantes miraban a Rebecca con una mezcla de sorpresa e indignación.
– ¿Tú eres Rebecca? – dijo muy enojada la señora rubia en un precario español
Rebecca se dio cuenta de que esta señora también era alemana, y probablemente tenía algún tipo de relación familiar con su arrendador, por lo que tomó coraje, se destapó las partes nuevamente y respondió:
– Sí, soy yo – retrucando con el mismo tono agresivo.
La señora dio un paso al frente y quedó cara a cara con Rebecca, quien se esperó lo peor. La presunta alemana la miraba desde arriba, y ponía sus pechos casi que en la cara de la achicada treintañera.
Un segundo de tensión pareció detener el aire del lugar. De las miles de situaciones que pasaron por su cabeza en la ducha, ninguna se acercaba a lo que estaba sucediendo. La mirada era tan tensa que Rebecca sentía una mezcla de miedo y respeto ante esa enorme diosa germánica. Pero antes de que le saliera ni una palabra, la señora dijo en un tono firme pero más calmada:
– Vengo a cobrar el alquiler…
Continuará.