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Probando frutas maduras y ajenas (1)
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Inicié mi trabajo docente muy joven, me asignaron pocas horas de asignatura y, por ello también tenía otro trabajo en una oficina gubernamental. Así, a mis 23 años, en la mañana era burócrata y en la tarde asistía a dar mis clases.

En la oficina, yo estaba bajo las órdenes de la ingeniera Goya, jefa de departamento de 30 años, quien tenía una subjefa llamada Carmen, de 37 años. Chela, la secretaria, tenía 35 años. Todas ellas casadas y con hijos. En ese departamento también había otros dos compañeros, pocos años mayores que yo. Resumiendo: éramos tres hombres, todos menores que las tres mujeres y yo era el menor de todos.

Sin embargo, aunque mis dos compañeros eran pasantes a punto de titularse y mi jefa tenía título, todos me trataban con mucha benevolencia por ser un profesor y no por ser el menor, además del respeto que me otorgaban por mi actividad secundaria, poco a poco me fui ganando la estimación y confianza de todos.

También, al ser las únicas mujeres de la oficina, poco a poco me fui interesando en ellas como mujeres pues estaban de muy buen ver, se antojaban para tocar y más. Ellas, por su parte, se mostraban hacia mí con coquetería en los primeros días, pero luego fueron más directas en lo que me mostraban cuando me llevaban documentos a mi escritorio y se agachaban para darme indicaciones sobre el contenido. En verdad me embobaba viendo en el escote la línea de las tetas y, a veces, cuando llevaban blusa y brasier ligero blancos me hipnotizaba viendo cómo se les marcaban los pezones de aureolas morenas.

La mejor era mi jefa, quien un día me llamó a su escritorio.

–Quiero que me digas la verdad. ¿Qué tanto me ves al pecho? Me parece que tu mirada me penetra…–me dijo sin ambages.

–Espero que no se moleste con mi franqueza. Sus pezones se translucen como dos soles morenos. Dos hermosos pendientes encumbrando su monumental atractivo –expliqué y continué al ver que se sonrojó, al tiempo que apareció su sonrisa mostrando una bella dentadura– Confieso que me agrada su hermosura y que cada vez que la veo imagino un verso que luego escribo. Procuro no mostrar mis deseos, pero, si eso le molesta, le prometo que seré más discreto cuando esté frente a usted.

–Sí, me gustaría que, cuando haya alguien más mirándonos, no te fijes en mis “pendientes” –señaló redoblando su sonrisa–. Gracias por tu sinceridad –expresó a manera de despedida, pero al levantarme para ir a mi escritorio, remató con una orden–: quiero que mañana me muestres los versos que has escrito.

–De acuerdo, los traeré, pero quizá le resulten ofensivos –acaté, mostrando un ademán de desconfianza por el uso que pudiera darle.

–¡Achis! ¿Tan grave es el asunto? –expresó con una leve sonrisa.

–No hay ninguna mala palabra en ellos, pero sí dejan claro mis deseos… –dije mirándola a los ojos y esbocé una sonrisa que trató de ser seductora y otra vez su cara se puso roja al sonreírme.

Al día siguiente le llevé una impresión de un pequeño poema que tuve que completar esa noche previa, titulado “Soles morenos”, donde hablaba metafóricamente de su pecho, su boca, su sonrisa y mi deseo de poseerla. Al rato lo veo”, me dijo tomando la hoja y la guardó en su cajón.

Más tarde, cuando yo la veía, lo sacó y lo leyó alternando la mirada a mi cara y a la hoja en cada línea. Su rostro se dulcificaba conforme avanzaba en la lectura y de vez en cuando dejaba escapar un suspiro. Al terminar la lectura, me llamó.

–¿No plagiaste ninguna línea o metáfora? –preguntó sosteniendo la hoja.

–No, aunque quizá alguna metáfora se parezca a la de algún poeta, pero sería de manera inconsciente.

–Está hermoso y me hizo sentir cosas nuevas. Quiero que me lo envíes a mi correo particular –dijo anotándolo en la misma hoja. Es peligroso tenerlo aquí, y más, en mi casa –dijo esto y me regresó la hoja.

Me quedó claro que sólo le faltó decirme “Me mojé”. A partir de ese día, sus comentarios hacían referencia a las metáforas, pero sabíamos que ella debería dar el paso decisivo.

La secretaria, cuidando de no ser vista por otras personas, volteaba hacia mí y giraba su silla para que viera cómo abría sus piernas, las mejores entre las de muchas oficinas circunvecinas, y ella me sonreía con deseo, el cual yo correspondía con un suspiro y una sonrisa discreta. Le conocí varias pantaletas, algunas translúcidas que permitían ver lo espeso de sus vellos morenos, algunos de los cuales escapaban de sus límites con mucha frecuencia. Se rumoraba que el padre del hijo menor de ella era el subdirector y que ya se la habían cogido muchos.

En una ocasión, con motivo de las fiestas navideñas hubo una comida en la casa de la jefa, a la cual acudimos después del horario de trabajo. Ese día, a la hora del almuerzo, cuando mis compañeros salieron a comer algo, al abrir las piernas para que me diera el calentón diario, vi su breña en todo su esplendor, resaltando su clítoris y labios interiores entre lo oscuro de la maraña. ¡No traía calzones! ¡Se me paró la verga! Se puso de pie y lo más impresionante fue su mirada retadora, que mantuvo directamente a mis ojos, ensanchando su sonrisa conforme se acercaba a mí. Se pasó del límite de mi escritorio y descubrió mi turgencia queriendo salir del pantalón. Entonces fue que noté que tampoco traía sostén pues sus pezones estaban muy marcados y las tetas tenían una caída natural.

–¡Aj, aj, aj…! –rio con sonoridad –ahorita vengo, voy al baño– expresó retirándose con un bamboleo de nalgas y chiches que me mantuvo humedeciéndome por el presemen al mirar la falda pegada que dejaba claro que no traía nada más entre la carne y el vestido.

Cuando regresó, junto con los demás, se notaba que ya traía ropa interior.

–¿Bailarás conmigo una o más piezas? –preguntó.

–¡Claro, bailaré con todas las que me lo pidan! –contesté

–¡Fatuo! –respondió mostrándome la lengua como muestra de desagrado.

En la fiesta, bailamos alegremente y casi todos tomaron con muchas ganas. Yo bailé con las tres. Con Chela la primera pieza y más tarde otras más. En las últimas, cuando ya estaba muy bebida a todos se nos resbalaba dándonos varios repegones con sus tetas y sus piernas para calar el temple del pene que ella nos producía. Una de esas últimas veces, descaradamente me apretó la verga y me dijo en voz baja “Este nene la tiene muy buena…”, seguramente más de uno se dio cuenta de su maniobra y de mi gesto de sorpresa.

Con quien mejor me acoplé para bailar fue con la señora Carmen. Confieso que emanaba un olor seductor, más allá de la delicada fragancia de su perfume y se complementaba con lo coqueto de su mirada y su sonrisa. Me contó que tenía dos hijos y que su marido trabajaba en otra oficina gubernamental, pero que tomaba mucho y los asuntos matrimoniales iban en franco declive por el vicio de su esposo; que, en lugar de besos y caricias, todo se había transformado en rechazo y malos modos. “¿También en la cama?”, pregunté. Su cara se entristeció y confesó “Me toma pocas veces y lo hace cuando viene caliente, seguramente porque las putas de la cantina sólo lo encendieron”, después de enjugar una lágrima que se le había salido remató con “Me hacen falta las caricias que me daba cuando aún no tomaba”. Yo miraba con deleite el movimiento de las ondas en su pecho y ella se dio cuenta, procediendo a ajustarse el escote para mostrar menos. “Con razón, no quieres compartir la belleza que tienes”. Volteó a ver mi cara con una gran sonrisa y, moviendo los hombros, bajó el escote del vestido para preguntarme “¿Así está bien?”. “¡Así estás hermosa!, dije y la estreché fuerte, oprimiendo mi pecho con el suyo y poniendo nuestros pubis en contacto. Volvió a sonreír y recargó su cabeza en mi hombro, aprovechando la suavidad de la melodía. “Debes darte otras oportunidades de disfrutar de hacer el amor”, señalé pensando en ser yo el agraciado. Ella se sonrió y asintió con la cabeza.

Con mi jefa bailé, señalando sus encantos y recitándole al oído nuevos versos que, extasiada, escuchaba y apretaba mi mano aprobando mis palabras. Casi al final de la reunión, cuando todos andaban en pláticas de borrachos, me dijo “Acompáñame a la cocina” y jalándome me llevó hacia allá. En el camino colocó mi mano en su pecho. Entramos, cerró la puerta y encendió la luz. Me abrazó después de colocar mis palmas en sendas tetas y me dio un beso. Nuestras lenguas se trenzaron. En ese momento noté que en el segundo piso se apagó la luz de una ventana y se movió la cortina de esa habitación.

“Parece que nos están viendo”, le dije tratando de separarme, pero ella me abrazó más fuerte volviéndome a besar, además de bajar su mano para acariciar mi gran erección. Yo me dejé hacer, pero también me atreví a meter mi mano bajo su brasier. Con poco trabajo saqué un pezón y lo lamí, de inmediato éste se puso rugoso y firme. “Que mi marido vea que yo también puedo ponerle cuernos”, dijo y apagó la luz. “Con eso tiene, por ahora…” balbuceó como si se tratara de una promesa y me llevó a la sala. Sólo Carmela, por su sobriedad, se dio cuenta de nuestra ausencia y esbozó una sonrisa maliciosa cuando nos vio de regreso.

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