Incluso cuando mi mente negaba la verdad, la memoria de mis manos lo confirmaba. Era como si dibujara en el aire las constelaciones de nuestros encuentros.
—Te deseo tanto —me dijo. Se levantó de la silla, dio un vistazo a su bisabuela que estaba colocada como un vegetal en la sala de estar frente al televisor. Y antes de que yo pudiera abrir la boca para suspirar, sus manos buscaban insistentemente bajar mi pantalón. Se oyó el sonido de un cierre abriéndose, luego el ruido húmedo y suave de su lengua acariciándome, probando aquella parte caliente y erecta de mi anatomía.
—Te deseo —le respondí después de un rato. Miré hacia abajo, hacia la chica de diecinueve años que succionaba mi pene con tanta inspiración, con la tremenda serenidad de su cuerpo, sus manos alcanzando mis glúteos para impulsarse, mi abdomen bajo golpeado por su cabeza en cada embestida. La sensación penetró en mis huesos, mi sistema nervioso fue impulsado hacia los circuitos más lejanos y placenteros del universo sensorial. Esa sensación me superaba, como si de golpe todo mi cuerpo hubiera sensibilizado su resonancia.
Antes de que la luz azulada y blanca comenzara a parpadear en el exterior, sus dedos estaban ahora sobre mi rostro, los puso en mi boca. La miré, no como una presa; más bien como un cazador que está a punto de disparar. La llevé hacia la pared, entre besos lentos y húmedos, tomándola entre mis brazos. Luego, con una mano larga y antebrazos venosos rodeé su nuca, de espaldas a ella le dije—. La anciana te oirá.
—No me importa —respondió con la voz más suave y descarada del mundo.
Ahora, con una mano busqué su trasero por debajo de su pantalón, con la otra apretaba su cuello. De esta manera, cuando uno de mis largos dedos entró en su culo, la presión en su garganta le impedía gritar. La sentí estremecerse, jadear, pero mis dedos estaban poseídos, ya no podía parar. Eso estaba pasando, no había manera de borrar el momento presente, no había forma de volver atrás. Que pena por su novio, que vergüenza por sus seres queridos que pensaban que teníamos una amistad sana, que lástima por todo aquel que me creía un santo.
—Duele —alcanzó a decir—, pero al mismo tiempo se siente rico.
Quizá fue lo que dijo lo que me hizo perder la cabeza, lo que instó a mis músculos a forzarla, a tomarla y quitarle todo rastro de ropa. Me instalé entre sus nalgas, pequeñas, y apreté con ambas manos su cintura, delgada, y vi sus brazos —flacos—, aferrándose a mi cabeza. Mordí, chupé y penetré su único lugar virgen, prohibido y apretado.
—Mi culo —susurró cuando estando detrás entré en ella—, despacio.
Aunque toda mi red de ideas me empujaba a cogerla violentamente por detrás, la empatía acudió al rescate. Empecé suave, lento, sin embargo, mis manos volvieron a su cuello, a su boca.
—No sabía que te gusta esto —suspiró. Ahora, mientras notaba que ella sola guiaba el movimiento, el ritmo de la penetración, deslicé mis dedos hasta su vagina para proporcionarle una doble penetración. Seguimos así cuidando de hacer el menor ruido posible, por suerte ambos éramos silenciosos.
Pero comencé a perder nuevamente el control, su agujero se estaba acostumbrado ya al tamaño y el grosor, sentía sus cálidas dilataciones, cómo se expandía con cada movimiento violento de cadera. Oía sus suspiros escapar de sus labios sellados, y el sonido plausible de la carne contra la carne. Los minutos escalaban sobre el reloj mientras la electricidad comenzaba a llenar mi sistema nervioso. Esa sensación, el cosquilleo, la maravilla de mi pene dentro de ella, del ominoso placer de entrar por detrás, como hacen los ladrones, como nunca había hecho su novio.
—Te siento en todas partes —articuló—, Manuuu. Manuuu.
Por algún motivo, el hecho de que ella fuese pequeña, delgada, muy blanca elevaba mis impulsos hacia el sadismo, quería cogerla más fuerte y lo hice. Deseaba romperla, quebrarla —en un sentido erótico—, no podía sentir ya piedad, ni considerar las diferencias entre nosotros. Yo era alto, delgado, pero fuerte. Mi piel era de un tono moreno. Sin embargo ella, delgada, muy blanca, parecía una frágil silueta ante esta sombra imponente.
Pero, un ruido. No, exactamente se oía el sonido de la puerta abriéndose. Debíamos terminar ya. ¿Quién era? ¿Su madre? ¿Llegó tan temprano?