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Placeres peligrosos (III): El desenlace
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Tiempo de lectura: 7 minutos

—¿Has leído esto?, —preguntó César, mientras leía el periódico.

—¿El qué?, —respondió Cristina acercándose a leer el titular.

—Un coche se ha precipitado desde lo alto de un mirador en la sierra. Parece ser que se trata de un crimen pasional.

Cristina no contestó, cogió el periódico y se quedó leyendo la crónica. Al menos en la prensa no había indicios de que se la involucrara en el trágico suceso. Otra cosa era la investigación policial que se estuviese llevando a cabo, en cualquier caso, estaba segura de no haber dejado ninguna prueba que la implicara, ni ningún indicio por el cual se la pudiera rastrear.

—¿Has acabado de leer?, —preguntó Alberto reclamando el diario.

Cristina se lo devolvió, después cogió sus cosas, le dio un beso a su marido y se despidió marchándose al hospital.

—Hoy tengo guardia, —dijo ya en la puerta, mintiendo una vez más.

De camino al hospital sintió una extraña sensación, mezcla entre resarcimiento como venganza y animadversión a sí misma por el atroz crimen que había cometido.

¡Ojo por ojo! Se dijo para aliviar su conciencia, pensando que se lo merecía por haberla violado. Pensaba que al deshacerse de uno de sus violadores se encontraría mejor y sus pesadillas desaparecerían, en cambio, no era así como se sentía. ¿Era porque el asesinato no era el camino para tal fin, o porque aún faltaba una pieza para completar el puzle? La segunda opción era la que fue tomando forma durante todo el día mientras operaba.

Como era muy habitual, se había inventado la guardia, no sabía exactamente para qué. Era ya como una costumbre, aunque no saliese a echar un polvo. Quizás necesitaba ese espacio de reflexión tras haber cometido un terrible crimen. Lo cierto es que aprovechó la ficticia guardia, y por la noche volvió al lugar donde había conocido a sus dos violadores con la intención de tantear el terreno. Entendía que las posibilidades de encontrarse con Jorge eran escasas, pero quería intentarlo.

El camarero la reconoció al instante. No era una mujer fácil de olvidar. Le preguntó si le ponía lo mismo de la otra vez y Cristina asintió mostrando una tímida sonrisa, sin duda, sabedora de que el mozo sabía que aquella noche ella se había ido con dos de sus clientes a echar un polvo, sin embargo, su discreción profesional le obligaba a ser respetuoso y educado.

Hubiese querido preguntarle si conocía a los dos bastardos con los que se fue esa noche, pero no quería dejar evidencias para que no la pudiesen rastrear. Pero Cristina no era una criminal profesional, era neurocirujana, de modo que el hecho de presentarse allí era más que suficiente para estar ya dejando un rastro, si es que llegaban a indagar el asesinato con su presencia allí.

Después de dos gin tonics desistió de su aventura detectivesca y salió del local sin un destino fijo. Deambuló de noche por la calle durante dos horas absorta en pensamientos descabellados e irracionales. Alguien le piropeó haciéndole saber que tenía un polvazo, como si ella no lo supiera. En otras circunstancias, quizás se lo hubiera llevado a la cama, pero sus pensamientos estaban en otras cosas.

La siguiente semana lo volvió a intentar, pero su suerte no cambió. Recordó que aquel día era miércoles y probó suerte, pero también sin éxito. Fue al tercer miércoles cuando su fortuna cambió. Al entrar, Jorge estaba solo jugando su partida de billar. Él la vio aparecer y la reconoció al instante. Ella también le vio, pero hizo como si no y se dirigió a la barra como era costumbre. El camarero la saludó y le sirvió su gin tonic, después siguió con sus tareas.

Jorge dejó el taco de billar y se aproximó a ella con su habitual petulancia.

—Hola Cristina, —saludó mostrando una cínica sonrisa que no le fue devuelta. No se tomó el gin tonic, dejó diez euros en la barra y se fue sin decir nada sabiendo que Jorge iba a ir tras ella. Ya en la calle accionó el mando, el sonido agudo rasgó el silencio de la noche y la puerta del vehículo se abrió.

—¡Eh!, ¡Eh!, ¡Eh!… ¡Espera!

—¿No te acuerdas de mí?

—¿Tú qué crees?

—¡Vamos, no te enfades!

—No es exactamente la palabra que yo usaría, —dijo mientras se sentaba y cerraba la puerta.

—No me digas que no te lo pasaste bien, —manifestó él al tiempo que se sentaba en el asiento del copiloto.

—Te mentiría si te dijera que no, pero también recuerdo que acabó en violación. No sé si tú te acuerdas de eso, —declaró con sarcasmo.

—Recuerdo que te hicimos gozar como nadie en tu vida, ¿o me equivoco?

—No, en absoluto, pero tuvisteis que violarme luego para sentiros más machos. Yo ya no podía más, y eso creo que os lo dejé bien claro, —protestó alterada—. No eres tú sólo el que decide. Yo también tengo voz y voto. No soy ningún trapo.

—Crees que te violamos, pero no fue así. A veces es necesario cruzar el umbral para seguir avanzando.

—No me vengas con gilipolleces. Eres un demente. Me violasteis. Llámalo como quieras, eso no cambiará lo que es. ¿Quién eres tú para decidir por mí lo que quiero y lo que no, y para decir lo que es y lo que no es? Una cosa es disfrutar del sexo, y otra muy distinta es que me violes, pedazo de cabrón. Yo también tengo algo que decir.

—Tú no eres una mojigata que se conforma con dos polvos de su marido a la semana. Eres una tía exigente en la cama, y tu marido no te hace gozar, por eso necesitas que te den caña.

—Qué sabrás tú… —dijo con firmeza, pero sin convencimiento. Le costaba admitir que esa última frase era cierta. —Una cosa no quita la otra. No puedes tratarme como si fuera un trasto.

—No. Yo no lo veo así. Una mujer que deja a su marido por la noche y sale en busca de sexo significa que lo que tiene en casa no es suficiente, o no le satisface. ¿Me equivoco? Te digo más, te gusta ser sometida y así me lo demostraste. Más aún, si crees que con tu monótona relación marital eres feliz, ¡estupendo!, pero te digo lo que va a pasar. Ya sabemos que tu marido en la cama es un cero a la izquierda, aunque tú lo sabes mejor que yo.

—¡Deja a mi marido en paz!, —le advirtió molesta. —Crees saberlo todo de mí. ¿Quién te crees que eres? ¿Mi psiquiatra?

—Seguro que cree que te hace feliz en la cama y lo que no sabe que a su mujercita le va la marcha y se las come a pares ¿Le dijiste que te violamos o que disfrutaste como una loca con dos pollas a la vez?

—Eres un hijo de puta.

—Sí, pero un hijo de puta que te hizo ver las estrellas sin ser astrónomo, —rio—. Tarde o temprano querrás viajar de nuevo al espacio, gatita. Tú necesitas un hombre de verdad que te haga vibrar, y no un oficinista de tres al cuarto. Tu marido no es ese hombre, cariño. No lo niegues. ¿O me equivoco? Si no soy yo, será otro, pero lo que está claro es que, aunque no dejes a tu esposo, buscarás a otro que te dé el placer que precisas. Aunque estés molesta conmigo, dentro de un tiempo recordarás esta conversación y me darás la razón. Eres mucha mujer para el inepto de tu esposo.

—Posiblemente tengas razón, pero me violaste, pedazo de cabrón. Eso no era necesario. Puede que yo necesite ser sometida, como dices, en cambio, tú necesitas someter, pero lo malo es que no sabes discernir entre la sumisión que va implícita en el juego sexual y la violencia real. Desvirtúas esa sumisión y la conviertes en una imposición en la que necesitas humillarme hasta denigrarme. Intentaste anularme por completo como persona. Me injuriaste y ultrajaste, pero se acabó.

—¿Entonces, a qué has venido aquí? Si fuera como tú dices, éste sería el último lugar donde querrías tomarte una copa, ¿no te parece?

El argumento era más que coherente y ella lo sabía.

—Puedo tomarme una copa donde me dé la gana, —se quejó a falta de un razonamiento mejor.

—Cierto, pero también sé que llevas rondando por aquí varias semanas y me temo que conozco el motivo.

—Eres muy perspicaz, aunque quizás te equivoques

—No creo. Tú también sabes a qué has venido, —dijo presumiendo una vez más de una soberbia desmedida, mientras posaba su mano en la pierna de Cristina.

—¡Vamos! ¡Dime que no te apetece!, —dijo al mismo tiempo que su mano se adentraba por dentro de su falda hasta alcanzar su coño y un estremecimiento recorrió su columna vertebral en una mezcla de sentimientos.

—¡Por Dios! Si estás mojada… ¿Ves como eres muy puta, Cristina? No puedes resistirte ante un buen rabo.

Cristina no contestó y se apresuró a desabrocharle el pantalón para extraer la polla que tanto placer le brindo semanas atrás.

—¡Vamos, cómetela que te mueres de ganas!, —le ordenó, y Cristina no se hizo de rogar. Cogió el madero de la base con ambas manos, se lo introdujo en la boca y empezó a devorarlo como si hiciese años que no lo hacía. Intentaba con empeño metérselo todo en la boca a sabiendas que era una proeza impracticable. Su excitación aumentó y quiso sentir su virilidad.

A esas horas no había nadie por la calle, menos aún en el parking donde estaban, por lo que Cristina decidió echar el resto. Se quitó la cazadora, se deshizo de la falda, se bajó las medias y las bragas y se sentó encima del manubrio que le llenó por completo su angustiada raja. Cerró los ojos y suspiró.

— Eso es, ¡goza! que has estado en dique seco, le exigió, mientras ella brincaba con vehemencia sirviéndose de movimientos pélvicos, conjuntamente con enérgicas contorsiones de caderas en busca de su placer, al mismo tiempo que él cogía sus nalgas y las apretaba. Los cristales del vehículo empezaron a empañarse a causa del vaho causado por las aceleradas respiraciones, de tal manera que desde afuera no podía verse nada, eso sí, si alguien pasaba por allí, de seguro sabría lo que estaba ocurriendo en el interior del coche, puesto que el bamboleo constataba la actividad de su interior.

— ¡Dame polla!, —pidió entre jadeos Cristina, mientras cabalgaba como una experta amazona.

— Estoy follándote, zorra, ya no puedo más.

Cristina anunció entre suspiros que se corría.

— Eso es. ¡Córrete, puta!

Los suspiros se convirtieron en alaridos de placer durante el interminable orgasmo. Después se quedó extenuada encima de Jorge sin moverse, sin embargo él seguía moviendo la polla y percutiendo en su interior como un pistón buscando su orgasmo, sin embargo, en esa posición era difícil encontrarlo. Le dio la vuelta, se agarró a sus ancas y se la volvió a meter para seguir follándola por detrás. Una fuerte palmada en una nalga le hizo un poco de daño, y una segunda todavía más fuerte cambió el tono de su piel, tornándola rojiza. Los azotes iban in crescendo, al igual que los embates que Jorge le daba. Por su parte, Cristina quería que acabase pronto y su amante no se hizo de esperar. Le dio la vuelta y puso su polla a la altura de su cara y en tres meneos el semen escapó del glande con la misma rapidez que la lengua de un camaleón alcanzaba su presa. En este caso, la presa era el rostro de la neurocirujana, quien iba recibiendo cada impacto con la misma virulencia que el anterior. El líquido resbaló formando regueros por su cuello hacia sus tetas.

Después de someterse a sus deseos, toda la credibilidad que podrían haber tenido sus palabras minutos antes se desmoronó, pero le daba igual, nadie mas que ella iba a saberlo.

Cristina encendió un cigarro sin inhalar el humo, a continuación se lo pasó a Jorge que, satisfecho de su conquista aspiró una profunda bocanada de humo que le hizo escupir el cigarro inmediatamente. Una tos aguda se apoderó de él impidiéndole respirar, y con cada intento de aspirar aire limpio, éste parecía ser cada vez más tóxico. Abrió la puerta y salió del coche a trompicones para respirar el aire fresco de la noche sin entender por qué con cada inhalación le parecía cada vez más nocivo. Cayó de rodillas en busca de un aire que no existía, porque por más que respiraba, el oxígeno no entraba en sus pulmones. Sus ojos aparentaban querer escapársele de las órbitas y buscó con la mirada a Cristina. Estaba allí de pie, impasible, mientras sin poder articular palabra alzó la mano hacia ella pidiendo auxilio. Fue en ese momento cuando Jorge cayó en la cuenta de lo estaba pasando.

—No puedes respirar. ¿Notas una sensación de ardor en tus pulmones? Es lo que tiene el ácido sulfúrico. Tienes los bronquios gravemente dañados.

Cristina cogió de la cabeza a Jorge como si estuviese consolándolo ante los últimos estertores, y le dijo impávida, como si la agonía que estaba sufriendo no fuese con ella:

—¿Todavía crees que necesito que me sometan?, —le preguntó mientras él la miraba con ojos desorbitados sin poder contestar.

—En fin… Dicen que fumar puede matarte, lo que no dicen es que violar también puede hacerlo.

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