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Pigmalión para Marisa (tercera parte): Secundaria
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Tiempo de lectura: 11 minutos

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Pigmalión para Marisa (segunda parte): Primaria"

Durante los siguientes tres meses, continué viéndola una o dos veces por semana -e incluso nos fuimos un fin de semana a un hotelito de estos que llaman «con encanto»-. La verdad es que ella había progresado muchísimo, en técnicas, pero, sobre todo, en actitud: su rechazo ante la idea del sexo había pasado a la historia y se había convertido en una verdadera fiera. Afortunadamente, poseía un cierto saber estar y no se comportaba en sociedad como una ninfómana, cosa que inicialmente temí, después vi que infundadamente. También había modificado mucho, si bien discretamente, su presencia personal y, bueno, ya no parecía mi abuelita, daba gusto verla, una vez asumidas sus imperfecciones.

Me costó mucho iniciarla en la felación; yo creo que subconscientemente aún le afectaba el recuerdo del pestazo de aquel bárbaro y rechazaba acercarse «eso» a la boca. La convencí, al principio, haciéndole cunnilingus a ella para que experimentara el placer que se siente cuando a uno le hacen una caricia buco genital y la excitación que siente también el que lo hace. Cada paso costó un esfuerzo tremendo: primero, apenas besaba el glande como quien besa a un chiquillo; el segundo paso fue lograr que empleara la lengua, que lo lamiera; el tercero, que lo chupara como un caramelo de palito; y, finalmente, que se metiera el falo en la boca (aunque hubo que insistir en que vigilara con los dientes, tenía que abrir la boca mucho más de lo que el diámetro del pene hacía suponer).

Luego vino lo de aceptar el semen en la boca; eso tuvo dos problemas: el primero, obvio, el inherente -nuevamente- a la repulsión de principio que la idea le provocaba; el segundo, más complicado: resulta que yo, en general, no me corro fácilmente con una felación; me excita muchísimo, pero no me corro o me corro muy raras veces; y eso con mujeres hábiles, cosa que Marisa estaba a años luz de ser; eso provocó una escasez de «materia prima» que resolví como pude: masturbándome o haciéndome masturbar por ella (cosa que también requirió de un aprendizaje: es que la pobre no sabía nada).

Poco a poco la fui introduciendo en diversas técnicas. En alguna ocasión le sugerí contratar a una puta para que le enseñara cosas y modos de hacerlas que yo no podía enseñarle, pero ella se negó en redondo: no metería a una puta en su cama, aunque ésta fuera la de un hotel. Bueno, supongo que tampoco sería posible quitar de su cabeza todos sus prejuicios. No estaba mal hasta donde habíamos llegado.

Quedaba una cosa. Bueno, quedaban decenas, pero, digamos, de las más habituales, quedaba el tema de la sodomía. Imaginé que sólo con planteárselo montaría en cólera y, para mi sorpresa, no. Estuvo dispuesta desde el primer momento. Así que le enseñé algunos ejercicios, maniobré delicadamente con mis dedos el orificio anal para que se fuera habituando a la sensación y finalmente le introduje poco a poco la polla y la primera vez no toda, apenas el glande y un par de centímetros más. Le gustó. Ojo, no es obvio: hay algunas mujeres a las que les gusta mucho que las enculen, pero otras, la mayoría, lo odian y sólo acceden a ello -las que acceden- por dar satisfacción a sus parejas. Ni unas ni otras -salvo algún caso aislado- llegan al orgasmo así, pero a las que les gusta, las excita lo suficiente como para alcanzar rápidamente el clímax con la penetración vaginal o con el cunnilingus. A Marisa le iba mucho el tema del culo, mira por dónde. También, contra lo que yo me esperaba, aceptó de muy buen grado aprender a meter un dedo en el ano del varón y ponerlo a cien manipulando su próstata.

Así, pues, fue llegando un momento en el que acostarme con ella fue algo natural, como con cualquier otra, ya no era yo el «profe» sino, simplemente, el amante, y lo pasábamos muy bien. Iba a poner fin a mis «servicios» cuando me salió con una propuesta inaudita (casi incluso para mí).

Resulta que la vecina de la puerta de enfrente del rellano, le preguntó un día quién era yo, que aparecía con tanta frecuencia. Ella le respondió con un lugar común, pero la otra no picó:

–No me engañes: os he visto besaros y tú estabas con el culo al aire. Olvidaste cerrar la ventana del patio de luces.

Total, que la vecinita en cuestión y su marido eran aficionados al cambio de parejas y se daba la circunstancia de que a ella yo le había gustado y su marido le había hablado varias veces de que con gusto le echaría un casquete a Marisa. Así, pues, a la ocasión la pintaban calva.

Yo la vi venir y, ya antes de que me lo propusiera, me negué. El tema Marisa estaba llegando ya muy lejos y yo ya tenía bastante. Es cierto que, a partir de su cambio, acostarme con Marisa pasó a ser para mí una propuesta grata, pero este tema había que cerrarlo ya. Y así se lo dije.

–Mira, no. Si te gusta el marido de esa tía, me parecerá muy bien que folles con él; además, creo que ya estás preparada para «salir al mundo» y, encima, te conviene. Pero yo termino aquí. Que nos veamos de cuando en cuando y nos demos un revolcón, perfecto, aunque ya no será cada semana, ni mucho menos, pero, en fin, me gusta hacerlo contigo y no me importa que sigamos acostándonos en el futuro. Pero inventos, no. No así, por lo menos…

–Pero es que ellos sólo follan con otros si es recíproco, si lo hacen los dos.

–Pues mala suerte, que se busquen a otros

–Cielo, escúchame… Será la última vez que te pido algo: después de esto, nunca más. Pero piensa que me sigue dando un poco de miedo hacérmelo con otro hombre. Ya sé que dices que estoy preparada, pero tengo miedo. Si lo hago con ese tío –que, oye, no está nada mal ¿eh?– sabiendo que tú estás cerca, podré disfrutar de la experiencia sin pasar miedo, sabiendo que te tengo ahí. Ella es una mujer resultona, un poco más joven que yo, debe tener cincuenta años justos o a punto de cumplir y yo creo que te gustará. Quedamos una tarde, pasáis uno al piso de la otra y ya está. Por tu parte, si te he visto no me acuerdo.

Cedí, claro. Siempre acabo cediendo ante la mujer que tengo a mi lado en la cama. Las mujeres desnudas y dispuestas a follar conmigo son mi kriptonita, así que, bueno, Marisa invitó a la vecina y a su marido a tomar café tres días después.

La verdad es que la pareja de vecinos me sorprendió gratamente. Viendo el ambiente social de la vecindad, temía encontrarme frente a un ama de casa sector pringoso y un bárbaro con un palillo en la boca, pero resultaron ser un matrimonio muy apañadito, vestidos sencillamente pero arreglados, limpios, sin perfumes horteras y, oyéndoles hablar, parecía que tenían algunos estudios, como mínimo, secundarios. Él trabajaba como responsable de área de una empresa de transportes y ella de dependienta de una perfumería. Por este lado, empezamos bien.

Él se sentó con Marisa en el sofá, la vecina, Marta, en el único sillón del salón y yo me senté en un brazo de ese sillón. De momento, ya estábamos dispuestos en «orden de combate». Marta tendría, efectivamente, unos cincuenta, bien llevados y con un tipito bastante bien perfilado, tanto como para que lo envidiaran muchas mujeres de cuarenta años, y hasta algunas de treinta. Rellenita de caderas, de pecho y de culo, pero sin llegar, ni de lejos, al exceso de peso. Tenía unas piernas bonitas y unos muslos muy apetecibles. Y lo que era muy importante: tenía un gran sentido del humor y tanto su tono de voz como sus palabras rebosaban cordialidad y alegría. En fin, no parecía que acostarme con ella fuera a ser un sacrificio tremendo. Por otra parte, él, Miguel, estaba acorde con ella: alto, no muy delgado -incluso con algo de tripita-, más velludo que yo -que ya es ser velludo- y con una mata de pelo bien peinada en la cabeza, con esas canas en las sienes que hacen atractivos a los hombres maduros. No parecía un cazurro y no estaba mal para que Marisa «tomara la alternativa».

Estuvimos charlando un rato, centrándonos en su afición al revoltillo y nos explicaron cosas curiosas: por ejemplo, que había que ir con mucho cuidado con los bares o clubs de esa especialidad, que estaban llenos de putas y que los novatillos cedían su mujer -la de verdad- a un fulano que había pagado a un putón… o que se lo había cedido la propia dirección del establecimiento para mantener la actividad en alto. Nos hablaron de dos o tres recursos en Internet para ejercer esa actividad con garantías y, bueno, aunque no es mi rollo, traté de memorizar unos o dos… por si las moscas.

En un momento dado, Miguel empezó a acariciar a Marisa en los muslos y yo miré a Marta, que me guiñó un ojo poniéndome una mano en la rodilla. Yo cogí su otra mano y la besé. No iré a fanfarronear ahora de mucho mundo: la verdad es que me daba mucho corte andar con carantoñas a una señora delante de su marido. Pero, en fin, cuando uno está en el baile tiene que bailar, de modo que me incliné y la besé en la boca tímidamente. Respondió a mi beso, pero un momento después se puso en pie y dijo:

–Bueno chicos, ahí os quedáis. Este muchachote y yo nos vamos a casa a debatir sobre mecánica cuántica. Los primeros que acaben, que avisen…

Antes de irme eché una mirada a Marisa, que parecía pasárselo en grande mientras Miguel andaba magreando por debajo de su falda.

La casa de Marta y Miguel estaba arreglada con bastante más gusto que la de Marisa. Los muebles eran bastante nuevos, de tipo funcional, y la decoración minimalista. Habían sacrificado un dormitorio para hacer una cocina grande, en la que tenían el comedor y así éste quedaba solamente como salón. Pero cuando intenté hacerme una idea de cómo era el salón -estaba en penumbra- vi que Marta me abrazaba y me besaba en la boca con mucho detenimiento, con mucha fruición. Desprendía un aroma muy liviano y fresco, como de esencia de limón o quizá lavanda, o ambas cosas, y noté en mi torso sus pechos guerreros.

–Espera -me dijo- pondré algo de música. -Fue hacia el reproductor, manipuló un mando unos segundos y, al cabo, sonó, muy suave, música de bossa-nova; incluso me pareció identificar el saxo de Stan Getz.

Marta se abrazó a mi y empezó a bailar, muy despacito con los dos brazos en torno a mi cuello. Volvimos a besarnos mientras yo la abrazaba por la cintura, pero poco a poco fui bajando una mano hasta acariciarle el culo. Ella todavía se arrimó más a mí y entonces pasé mi mano por debajo de su falda y la introduje por debajo de sus bragas. Tenía un culo carnoso de piel muy suave. Ella lo revolvió un poco -con lo que, de paso, le dio un buen meneo a mi bragueta- y empezó a darme pequeñas lamiditas en el cuello. Sí, me estaba poniendo a cien notando su aliento cálido detrás de mis orejas. Y bien que lo valía.

No sin cierta dificultad, que –creo- supe disimular bien, pude desabrocharle la falda y se la dejé caer y quedó en bragas y blusita. Estaba impresionante. Sin dejar de besarla, le desabroché la blusa y emergieron de ella, sin sostén, unos pechos preciosos como nunca los había visto: proporcionados, suaves, firmes… y naturales, cosas todas ellas juntas rarísimas en una mujer cincuentona. Evidentemente, Marta se había cuidado y se seguía cuidando mucho. Acaricié aquellas maravillas sin apenas separarme de ella y la intensidad de mis besos aumentó. Ahora fue ella la que desabrochó mi camisa y me la quitó; se separó un momento para contemplar mi torso y después se abrazó a él. Seguimos unos muy pocos minutos bailando así y entonces tiró de mí hacia un sofá de asiento bastante ancho, casi como una cama individual, que es lo que seguramente sería una vez accionados los correspondientes mecanismos. Quedé recostado, medio sentado medio estirado, y ella se tumbó a mi lado; seguimos besándonos, pero ella ya estaba acariciando mi paquete (que, huelga decirlo, ya estaba en la correspondiente forma). Soy bastante ágil y no quise cargarla con el penoso trámite de bajarme los pantalones, de modo que los desabroché y, de un sólo salto, me los quité; previamente ya me había descalzado los náuticos, uno con la puntera del otro.

Ella se desabrochó, a su vez, los zapatos de tacón y, al hacerlo, sus pechos quedaron colgando. Eran bellísimos, de verdad que nunca había visto cosa igual en persona, sólo en estatuas griegas o en alguna revista de modelos, pero los casos de esta última olían demasiado a cirugía estética y a retoques de fotoeditor. Cuando ella volvió a incorporarse, dudé si tocárselos; me parecía como mancillar tanta hermosura (¿cómo diantre -volví a preguntarme- tiene unos pechos así una mujer de cincuenta años sin pasar por el quirófano?), pero ella pareció darse cuenta y me los acercó a la cara, dejándolos a un palmo de ella. La invitación era tan evidente que ya no dudé: con la mano derecha acaricié su pecho izquierdo y con el pulgar jugueteé con su pezón.

La izquierda la volví sobre su culo, por debajo de las braguitas nuevamente -tenía el buen gusto de no llevar tanga, prenda que a mí me parece sumamente hortera- y recorrí con la mano toda su rajita, hasta llegar al agujerito del ano, donde me detuve unos segundos, para luego continuar hacia la parte inferior de su vagina. Ella exhaló un suavísimo suspiro, muy elegante y, a continuación, se quitó las braguitas y se puso a hurgar por el interior de mis calzoncillos, donde encontró lo que buscaba rápidamente y me despojó a su vez de mi prenda. Ya estábamos los dos totalmente desnudos, y aprecié en ella un coñito también precioso, completamente rasurado.

Marta se puso a jugar con mi polla, pero con mucha suavidad, sin apresurarse, sin pretender arrancarme un orgasmo súbito, simplemente con una cadencia pausada. En un momento dado, dejó de acariciarme y, poniendo mi pene apuntando a mi cara, montó su coño sobre mis huevos y se puso a moverse adelante y atrás. Cuando vio que mi polla había llegado al máximo, se agachó para mamármela y lo hizo deliciosamente. Pero brevemente: con un movimiento corto y ágil, se la metió en su vagina -suave, acogedora, húmeda y caliente- y la cabalgó lentamente. Poco a poco se fue doblando para seguir moviendo su culo sobre mi miembro y alcanzar a besarme en la boca, en las tetillas, en el cuello… Sus manos recorrían mi pecho velludo como si mulleran una almohada y yo estaba haciendo grandes esfuerzos para no explotar, sobre todo cuando ella empezó a gemir con cada vez mayor frecuencia e intensidad hasta que me sorprendió lanzando un grito que debió oírse hasta en el terrado, y ahí fue donde yo ya no pude más y me corrí en su vagina.

Quedamos los dos uno al lado del otro un buen rato, respirando profundamente. Entonces ella se levantó y se dirigió a uno de los cajones del apilable y sacó algunas cosas, que vi cuando regresó al sofá: dos dildos y un bote de vaselina.

Ahora, muchachito, vas a hacer exactamente lo que yo te diga. Y no tengas miedo, que verás lo que te gusta. Lubricó uno de los dos dildos con abundante vaselina.

– Levanta el culo -me ordenó. Y lo hice, claro.

Se untó dos dedos con la pastuza en cuestión, me los metió por el culo y empezó a trabajarme la próstata. Hasta ahí bien. Esto me lo habían hecho algunas mujeres con las que yo trataba o había tratado y era muy satisfactorio; de hecho, me ponía la polla a cien. Pero cuando ya la tenía más que morcillona, sacó los dedos y me dijo:

–Ahora relájate, sobre todo no estés tenso. ¿Te han dado por el culo alguna vez?

–Tal como se entiende comúnmente, no.

–Pero tú si has dado por el culo ¿no?

–Sí, bueno…

–Así que sabes que no pasa nada si se hace bien. O sea que relájate y verás lo que te va a gustar. De hecho, se te va a poner la polla como un cohete, por más que te hayas corrido hace diez minutos. Y entonces, cuando ya la tengas bien tiesa, yo me meteré el otro aparatito en el coño y tú, aguantando el tuyo, me la meterás a fondo por el culo. Ya verás: o salimos tan contentos o vamos a urgencias con infarto por orgasmo.

Dicho y hecho, me metió, muy despacito, el aparato por el trasero. Lo hizo muy bien, no me dolió: para mí fue una sensación extraña, pero placentera. Y fue siendo más placentera a medida que pasaban los minutos. Sin embargo, apenas hizo falta uno para que se me pusiera el pene como un globo. Entonces ella conectó la vibración y llegué al delirio. Al mismo tiempo, ella se metió el otro dildo por la vagina, conectó su aparato y con voz ansiosa me gritó imperativamente:

–¡Ahora! Métemela por el culo ahora. Pero, sobre todo, no te quites el aparato de tu trasero, déjalo ahí.

La obedecí. Cogí mi polla, que nunca había visto tan dura, y se la metí -despacito y con delicadeza, eso sí- en el culo. Hasta el fondo. Casi diría que me faltaba polla para llegar al final de su culo; no tengo la polla pequeña, pero tampoco de campeonato olímpico, así que, pensando que habría un tope, fui bombeando para intentar llegar hasta el final… de no sé bien qué. El caso es que fui bombeando -porque me lo pedía mi propio cuerpo- cada vez con mayor frecuencia y, pasados… no sé… ¿Un minuto? ¿Cinco? Ella dejó ir, no un grito, sino un alarido que debió oírse más allá del terrado, en algún satélite. Eso me puso a mí no a cien -que ya lo estaba- sino a mil y me corrí también, pero tuve una corrida tan bestial que yo creo que lo que vertí en su culo no sólo fue leche, sino que debí dejar ahí hasta el cerumen de las orejas.

Nos dejamos caer exhaustos en el sofá, abrazados… Ella sacó su dildo de su coño y el mío de mi culo (y, fíjate, hasta me quedé un poco como perrito sin amo). Ella fue la primera en hablar:

–Bueno… ¿qué dice el amante de la vecinita?

–El amante de la vecinita está para el arrastre…

–¿A tu edad ya estás vencido? ¡Anda ya! Lo que pasa con la tonta del culo de la gordita de enfrente es que no te da suficiente marcha…

Eso me cabreó hasta el incendio.

–Si la gordita de enfrente me da mucha o poca marcha, es algo que sólo nos concierne a ella y a mí. Luego, cuando folles con tu marido, os contáis todo lo que os queráis contar, sobre la vecinita de enfrente y su amante, pero en lo que a mí respecta, hasta aquí.

–Bueno, no te enfades…

–Sí que me enfado. No soy ningún experto en el tema, pero ¿no forma parte de la ética «swinger» no hacer comparaciones? Aparte de que no hay por qué faltarle a Marisa. Si lo has pasado bien conmigo, deberías darle las gracias, que por ella estoy aquí, y no insultarla.

–Que sí, que tienes razón, que me he pasado…

–Bien, vale. Anda, llámalos a ver si ya han terminado y cada oveja a su corral.

–Manu, qué mal me sabe que terminemos de esta manera sólo porque yo no he medido mis palabras. Eres un amante estupendo y no me gustaría perderte de vista. No sé cómo pedirte perdón.

–No te preocupes. Olvídalo.

–Manu…

–¿Los llamas tú o los llamo yo?

Así acabó la cosa. Y fue una pena, porque era una mujer estupenda en la cama y muy interesante fuera de ella, pero hay cosas que no tolero y esta es una. No la volví a ver más. Cosa de la que me alegro porque, a pesar de que seguramente me perdí muchísimas experiencias sumamente excitantes, no tenía ningún interés en ese mundo. En el mundo de Marisa, para entendernos. Yo ya había cumplido con holgada suficiencia y así se lo repetí a la propia Marisa: como ya le había dicho, mi función -asumida bastante por los pelos- de ponerla en el mundo de una sexualidad normal había terminado -y con éxito, por cierto- y yo volvería a mi propio ambiente, a mi propio entorno. En el que Marisa tenía un papel, claro que sí: siguió saliendo con la pandilla -incluso con alguna cierta frecuencia adicional-, seguimos viéndonos muy de cuando en cuando, pero como una pareja normal de amigos que, adicionalmente, echa un alegre casquete muy esporádicamente, y punto.

Ella, según me dijo, hasta que yo la corté -basta de chismes- había disfrutado con Miguel, un tío, al parecer, muy majo y muy capaz. Le gustaría tirárselo con más frecuencia, pero él siempre fue fiel al principio matrimonial de «o los dos o ninguno», así que, retirado yo del asunto, a Marisa no le resultaba fácil -por el momento- encontrar a un señor que, además de follar con ella, se aviniera a intercambios de parejas. Digamos que era más difícil lo primero que lo segundo, aunque también es cierto que, uno por otro, Marisa siempre acabaría encontrando alguno que echarse al coño…

_______________

Yo seguí viéndome con Alicia, de manera esporádica, teóricamente, pero cada vez más frecuente. Seguíamos siendo «follamigos» y seguíamos manteniendo nuestra libertad individual: incluso dentro de la propia pandilla, era habitual que hiciéramos sorteos de llaves -todas las llaves de los señores en una gorra, y cada señora saca una, correspondiente al señor con el que se va a acostar esa noche-, cosa, que, dicho sea de paso, le encantaba a Marisa cuando venía con nosotros. Y también solía encantarle al que le tocaba encamarse con ella esa noche. Está claro que he nacido para la cátedra. Pero estaba claro también que a Alicia y a mí nos unía mucho más que una amistad creciente y una afinidad, también creciente, en la cama.

¿Cómo iba a acabar esto? No lo sé. Quizá algún día lo sepamos. Y quizá por aquí.

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