Un día fui al estudio de Sara. Ella me había invitado varias veces, pero, hasta ese día, no se me había ocurrido acudir a sus citas. Su estudio estaba en una céntrica calle de la ciudad. Sara no vivía allí, sólo trabajaba, pintaba. Pulsé el botón del porterillo y enseguida oí su voz: "¿Quién? "Hola, soy yo, Carlos", respondí, y, tras un zumbido, el portal se abrió. Subí a la segunda planta. En el rellano vi que una puerta estaba entreabierta; supuse que era la del estudio de Sara y entré.
Avancé por un pequeño recibidor hasta llegar a una habitación más amplia. Descubrí a Sara entre todo aquel desorden. Ella, de espaldas a mi, se afanaba en un cuadro. Me acerqué. El cuadro era un paisaje urbano. El estilo era muy peculiar por la manera en que las formas se difuminaban y el enorme colorido, estridente. "No sé, le falta algo, el cielo…, no…", decía Sara, aún sin mirarme, como para sí. "Yo lo veo muy bien", comenté. Sara se giró en su taburete. Sara era baja de estatura, de cintura fina, caderas anchas, pechos floridos, culo carnoso y redondo, y muy guapa; su media melena resaltaba la suavidad de su armonioso semblante. "No, le falta algo", insistió Sara; "Pues, no sé…", dije dubitativo. Ella me miró, fijamente, desde abajo; su rostro, a la altura de mis muslos, era misterioso: contorsionaba los labios y miraba de soslayo el pincel que todavía portaba en una mano. Tiró el pincel al suelo. "Carlos, ¿tienes ganas?", me preguntó; "¿De qué?", pregunté a mi vez; "¡De qué va a ser, de sexo!", exclamó; "Chica, yo…".
En un visto o no visto, Sara abrió la portañuela de mi pantalón, sacó mi polla y se la metió en la boca; sus labios avanzaron sobre el tronco, luego retrocedieron: besó y lamió el glande; prepucio y frenillo fueron convenientemente chupados; luego la tarea le resultó cómoda, pues mi polla había crecido lo suficiente. "Oh, Sara, me corro", avisé entre espasmos; "Córrete", susurró Sara, sacando la polla de su boca un par de segundos. Y continuó. "Oh, Sara, oh", exhalé, y vertí el semen. Sara, rápidamente, giró su taburete, apuntó con su barbilla al cuadro y escupió: mi semen cayó en el lienzo, lo manchó, un chorro, sobre el cielo. Y allí quedó.
"Me encantan tus cuadros, Sara", dijo el jefe de la sala de la exposición, "sobre todo, éste, este paisaje urbano, qué colorido, qué formas…, ese cielo, ¿qué color es ese que domina el centro?, desde luego, dominas la paleta a la perfección, Sara, eres una genia".
"Carlos, levanta", dijo Teresa; "Voy, voy Teresa". El desayuno estaba puesto en la mesa de la cocina. Teresa, su esposa, le esperaba. "¿Los niños?", preguntó Carlos; "Ya se han ido". Bebieron zumo, café; comieron tostadas con mantequilla y mermelada… "Carlos, hacemos poco el amor", se quejó Teresa, "¿quieres, ahora?"; "No, no, debo irme a trabajar". En realidad, Carlos sí quería, pero oler el aliento de Teresa por la mañana, qué mujer, podía al menos lavarse los dientes; morder los pechos de Teresa, tan blandos; meter su polla en el coño de Teresa, tan peludo. "Esta noche, Teresa, te lo prometo"; "Vale, Carlos, esta noche, después de que vayamos a una exposición"; "¿Qué exposición?"; "Una…, se trata de una joven pintora, Sara Bernal, tengo ganas de comprar un buen cuadro, y esta pintora…, ¡mira el catálogo!". Sólo oír el nombre, Sara Bernal, a Carlos le hizo sentir un escalofrío, sin embargo ver la foto del cuadro con su semen le heló. "Bien, iremos", dijo Carlos.
Por la noche, Teresa y Carlos fueron a la sala de exposición. La autora no estaba presente y un representante vendía los cuadros por ella. Teresa se fijó en el paisaje urbano con extraña mancha en el cielo; le gustó; lo compró. Por la noche, Carlos y Teresa follaron. "Ay, ay, sí, amor, sí, ah, sigue", gemía Teresa a cada embestida de su marido. Éste, esforzándose al máximo, besaba el cuello de su mujer, sus pezones, cerrando los ojos, imaginando que se lo hacía a otra, a esa chica, la cajera del súper, que estaba a reventar de buena, y gruñía y jadeaba guiado por el gustirrinín que sentía en la punta de su capullo. "Ya, ya", pensaba, "ya me corro". "Sí, sigue, Carlos, ¡no!, espera", interrumpió Teresa, "córrete fuera, ahora soy fértil"; "Vale", dijo Carlos, empezando a controlar para dar la marcha atrás. "Ay, sí, Carlos, me he corrido, ah, córrete tú". Y Carlos elevó su torso, se sacudió la polla; no obstante, Teresa se incorporó y le pidió terminarlo ella misma haciéndole una paja, y el semen salió disparado sobre la mano de Teresa. Ésta miró la mancha, y algo se le vino a la cabeza debido a ciertas semejanzas… "Pero, no, no puede ser", se dijo.