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Mujer joven algo perdida
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Intenté abrazarme a las teologías y a las filosofías espirituales, pero nunca terminaron de convencerme, aunque las respeto a casi todas por igual, y a quienes las creen. Intento abrazarme al más adulto de los vicios, pero ya empiezan a aburrirme un poco. Siempre es el mismo guion. Intenté abrazarme a la militancia política juvenil, pero nunca creí en sus utopías. Sus libros técnicos, académicos y ensayísticos; esos ladrillos que apenas me sirven para darles una compañía a mis historietas eróticas, no me despiertan nada. Si sigo yendo a esos antros, es sólo para buscar a alguien con quien compartir salivas y sudores, y de paso un porro también.

¿Acaso creían las chicas que me importaba la mala reputación que merecidamente me gané con mis cuestionables actitudes? No me provocaba ningún remordimiento mostrarle los pechos o los genitales a cada joven ingenuo que se ofrecía a compartirme gratis media pizza de muzzarella con ananá, o una docena entera de empanadas de carne y jamón con queso. Solamente lo hacía los fines de mes, y es cuando apenas tenía para pagar el alquiler. Con el hambre no se bromea. Si el estómago está siempre vacío, todo lo demás, de repente empieza a perder real importancia; y en esa triste y repetitiva situación, un par de platos hondos llenos de ravioles con salsa boloñesa podía justificar una felación completa sin condón. La emoción y el agradecimiento por tener la heladera llena de botellas grandes con gaseosa y agua saborizada, era abismalmente superior al desgano con el que tenía que brindar “besos negros” en un armario vacío. Un coito individual en las escaleras o en la biblioteca era la recompensa mínima por recibir un bolsón lleno de comida no perecedera; y un coito grupal en el patio, muy fácilmente podía pagarse con un asado entero. Si necesitaba agregarle pan de molde o francés, con un sesentainueve en la mesa o en el sillón, se acababa el problemita.

Sólo tenía que pararme corita de manos en la pileta un minuto y medio, si quería ganarme una entrada al cine, al teatro o a un recital sin costo monetario. —¿Quién es el “caramelito relleno de chocolate”, a quien estoy a punto de invitar a salir?

—Amalia. Para vos soy Amalia Anastasia Lovova —le respondí al pelado, segundos antes de escupirme la mano y dirigirla hacia los adentros de su traje de baño.

A los chicos de la comuna y a mí, nos divertía y emocionaba mucho cuando yo los mandaba a correr desnudos con el “perchero” atenazado a mis manos rojas y calientes. Se ponían eufóricos y me aplaudían cuando compartía el “chupetín dulce” con uno de nuestros compañeros homosexuales. Besito él, besito yo; mordida él, mordida yo; escupida él, escupida yo; ambos nos encargábamos del lavado profundo. Sólo para después ensuciar de nuevo el “trofeo” con crema batida en lata, y repetir de nuevo el lavado. Más de un tierno y tímido muchacho, a quien días antes lo saqué del “barbecho libidinal” arrebatándole la virginidad, se ha ofrecido a brindarme un supuesto amor sincero, pero algo así, es imposible de compensar a igual escala para mí, les dije siempre. Pobres. A esos todavía les faltan vivir más historias como la mía, si enserio creían que conmigo encontraron a “la horma de sus zapatos”.

Me acuerdo, que el primer muchacho virgen con el que copulé, con los brazos atrás y desnuda de las “naranjas” hasta las uñas, me había acercado a él para preguntarle, en voz suave y maternal, “si estaba despierto”. “No entiendo”, boquiabierto y tartamudeando me respondió; visiblemente sorprendido, maravillado y conmovido con lo que veía. “Me refiero a esto”, le dije levantando mi pie izquierdo para apretarle el cierre cerrado de su pantalón manchado de antiguo verdín. “¿No querés ir al baño conmigo a jugar?”, despacio y de las manos me lo llevé para desvestirlo ahí mismo, con la ducha del agua caliente encendida y en presencia del resto de los “chonguitos”. —Ay, pero, qué ardiente lo tenés. Estás como para “darte masa” toda la noche, ¡hasta que grites mi alias!

—¿Cuál es tu alias?

—¡Yulia Irina Malkova! —Luego le pedí que me enjabonara todo el cuerpo y se mojara conmigo.

Minimalista y bellamente poética, era la imagen que proyectábamos al cielo cuando dormíamos empelotados en el pasto, abrazados todos juntos. Con frecuencia notaba cómo Fulano se deleitaba chupando los dedos de mi pie izquierdo; Zutano hacia lo mismo, pero con el pie derecho; Mengano sólo me acariciaba el cabello, la frente y las orejas; Perengano me besaba el hombro, el codo y la muñeca de mi brazo libre; Juan Pérez construía puentes y caminos con su lengua, sobre el extremo sur de mi pelvis tatuada; Perencejo sólo sabía girar en intermitentes rotondas alrededor de las aureolas de mis dos “pomelos rosados”; de tanto en tanto, Citano se acercaba para dejarme la boca y la barbilla dulces con el caramelo duro sabor uva que llevaba consigo.

Diosa latina despertando, en plena madrugada y con el aire caliente de mi boca, a los “eternos espectadores de la vida” que odiaban mostrar sus pieles, ahí, justo abajo de sus vientres. Despertándolos acostados boca arriba con mis manos calientes recorriendo la cara externa de sus muslos, después de haberlos despojado muy lentamente de su única y más pequeña prenda de tela de algodón. Despertándolos con un tierno beso, ahí, abajo de sus cinturas, con sus cabellos todavía mojados tras haberse bañado, por más que no los podía ver por la falta de iluminación. Despertándolos con un largo lengüetazo mío, ahí, abajo de sus ombligos. Despertándolos con el frenesí de mi lengua, y con esos recorridos circulares que suelo hacer también, para que supieran que era yo y no otra mujer.

Diosa iberoamericana lamiendo la humedad que desprendían por mí y gracias a mí, después de haber acabado sus sueños eróticos conmigo. Despertándolos haciendo un sube y baja lingual, ahí abajito, haciéndoles temblar la respiración. Despertándolos con una dulcísima sensación de hormigueo en sus estómagos; con la que, a la noche siguiente, le tocaría a uno de ellos despertarme. Con la que, a la madrugada siguiente, le tocaría a uno de ellos, hacerme lo mismo que le hice a él.

Yo era la “abeja reina” de cinco, diez, no sé si quince abejitas, cuyas picaduras adentro o afuera de mi cuerpo eran un consagrado gozo si lo hacían bien. Hasta me regalaron el diván donde ellos solían masajearme las piernas y los pies bocabajo, o donde me pintaban las uñas; o donde yo les “agitaba la botella hasta vaciarla”. También me dieron el asiento sin respaldo con el que varios aprendieron conmigo a “buscar la perla del Mar del Sur”. Si querían recibir una informativa y práctica clase, sobre cómo contentar de la manera más rica a sus respectivas parejas allí abajo, sólo tenían que regalarme algo de plata a voluntad.

Ninguno de los que participábamos en aquellas orgías creíamos inmaculadamente en la lucha de clases desde el proletariado; ni en la defensa de los ideales obreros; ni en la transformación de nuestras vacías realidades mediante el corte de calles; ni en el compromiso por un planeta con justicia social, soberanía política e independencia económica. No lo queríamos admitir, pero la supuesta trascendencia de la militancia “nos la sudaba” a todos. A mis hombres se los notaba más felices cuando les ataba un moño de tela en sus “ejes de rueda”, que quedarse toda la tarde hablando de las divisiones y extensiones que sufrió la Cuarta Internacional al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Se los notaba más contentos gimiendo como condenados a muerte en su última noche de júbilo, mientras creaban para mí sus respectivos y desalineados “collares de perlas” en mi cuello de gacela, que contar sobre el hecho histórico en que se basó la película soviética “El Acorazado Potemkin”. Bichos de patas peludas arrastrándose patéticamente a las paredes del hedonismo, eso éramos, sólo para después caer de nuevo al rasposo suelo del nihilismo. O al menos eso es lo que pienso, en mis días de “abatimiento sin gravedad clínica”. ¿Será verdad? ¿Qué se yo? Me “importa una pija”. A la verga con la verdad. “A la concha” con ella.

Las poquísimas veces que nosotros nombrábamos a la política, era para hablar de ella como una infecciosa enfermedad; como el “alquitrán que mancha la ropa blanca”. De su visceral toxicidad, y de las malsanas características que tiene la búsqueda de poder. De la anemia de escrúpulos que preside los tejemanejes de aquel mundo lleno de traiciones, al que no nos interesaba pertenecer. De los politiqueos de salón en las llamadas universidades “populares” latinoamericanas, y de los arribistas de cloacas varias. ¿Para qué arrugar tanto la frente pensando en esas cosas?, les pregunté a todos una vez mientras se la estaba “lubricando e inflando” a un rapado, a quien minutos antes, le ordené desbocadamente que me rascara el “tejido carnoso abultado de la frutilla” con su cabeza.

—¿Cómo te llamás, vos?

—Para vos, soy Rita Olga Demikova.

—No, ¿cuál es tu nombre de verdad? El que figura en tu documento nacional de identidad.

—¡No te voy a decir cuál es! Quédate con las ganas.

¿Para qué pretender que éramos actores globales creíbles? Nos veíamos y escuchábamos creíbles, cuando actuábamos con el vicio de los conejos y la lascivia de los demonios de Tasmania; con la impetuosidad de los dogos argentinos y el acaloramiento de los filas brasileños; con el desenfreno de los gatos y la desinhibición de los gorilas; con el frenesí de los guepardos y el celo de las hormigas; con el deseo de los jaguares y el arrebato de los leopardos; con la inmoralidad de los leones africanos y la libidinosidad de los ñandúes; con la fogosidad de los ñus y el delirio de las panteras; con la picardía sexual de la perdiz pardilla y la concupiscencia de los pumas; con el libertinaje de los ratones y el enardecimiento de los rottweilers; con la desvergüenza de los tigres.

Palabras como “cambio sustancial del sistema”; “transformación real”; “sentimiento revolucionario”; “voluntad de marcar la diferencia”; “juventud movilizadora”; “hacer política para nuestro tiempo”; tenían en nosotros el mismo peso que un alfiler, un mondadientes o un grano de arena.

¿Para qué autoengañarme con el mito de que yo era una pieza fundamental de un importante movimiento social, político y económico? Mejor me ponía a bailar perreo pegado para uno de mis chicos, o me ponía a jugar exhalando enormes bocanadas de humo cigarrero sobre sus “grandezas pélvicas”. Mejor usaba esas grandezas para “hacer sonar las espumas”, o me colocaba “en cuatro patas” sobre la alfombra, para que uno de ellos me “hiciera la cola”.

—Perdoname, pero me da un poco de miedo. ¿Cómo sé que no te va a doler?

—Tenés que lubricarlo mucho primero, con uno de los lubricantes a base de agua o de silicona que tengo guardados en mi mochila, y siempre andá y entrá des-pa-ci-to.

Pero, ¿cuál es el verdadero bando que escogo en la vida, entonces? El amor, por más sucio y ordinario que sea el que yo practico. El amor profundo que suelo sentir por los hombres a veces, más allá de lo que haya sido mi “padre” conmigo.

No todo ha sido así de interesante siempre. Una vez desatado el escándalo interno, los líderes me han expulsado y vetado permanentemente de todas las sedes juveniles de los partidos de la izquierda trotskista de la ciudad. Fueron bastantes selectivos al haber hecho eso solamente conmigo y no con el resto de los involucrados. Se vio que no quisieron adelgazar demasiado su número de afiliados arriesgándose a tomar semejante medida, con la inminente consecuencia de engrasar todavía más su agrietada reputación. Ya no soy bienvenida en ningún campamento anticapitalista veraniego. Una vez un grupo de novias y ex novias desdichadas intentó sin éxito lincharme (“¡Vení y da la cara, trola (prostituta)!”), y les he tomado un cariño muy especial a ese grupo de flacuchos temerosos que se armó en rotonda para evitar que me hicieran daño. En medio de un ensordecedor histrionismo y de una angustia imposible de explicar, llegué a decirles que los amaba a todos.

Ahora estoy con los marxistas-leninistas, aunque sus interminables debates internos sólo me incitan a callarme y a dibujar corazoncitos sonrientes en sus afiches propagandísticos. Cuando me presenté ante ellos, las primeras veces iba siempre de zapatillas y perfume floral, dulce y delicado; blusa corta de mangas largas color violeta y calza deportiva oscura con un talle menos; cabello lavado con fragancia a menta refrescante y pendientes de aros con forma de corazón hechos de plata; con el aliento a té de rosa mosqueta caliente y ojos delineados; pintalabios saborizado y lencería blanca transparente. Casi no me hicieron preguntas y me aceptaron de inmediato, a pesar de que me presenté con el nombre de Anna Malena Koshka.

“Me tenés la pipa ardiendo y quemando, vos”, me escribió en uno de esos afiches partidistas el primer “chongo (hombre)” con el que a escondidas me trastabillé de la risa usando mis propias medias para taparle el “cucharón de madera”. “Lo escribiste mal”, le dije al oído; “Se dice pija”, y le pasé la lengua en el lóbulo de la oreja. El día en que me echen de allí, los traicionaré yéndome con los comunistas de corte maoísta.

—¿Con qué apelativo te gustaría que te llame?

—Ningún apelativo. Llamame… Gina. Gina Alena Pavlova.

El cortejo hacia personas que apenas conozco, o que desconozco totalmente, me gusta demasiado. Se me sube la adrenalina cuando realizo esas miradas, cargantes de intenciones y al mismo tiempo suplicantes de complicidad; esas sonrisas que se esfuerzan por no parecer muy obvias; esos saludos entusiasmados por querer iniciar algo recordable; esos tuteos o esos voseos deseosos de marcar territorio en el terreno de la confianza ajena; esos halagos trepadores y esos silencios anti sepulcrales; esos milimétricos acercamientos y esos susurros encantados de contribuir en lo que pueden; esos ligeros o pequeños toqueteos que quieren aparentar ser inocentes pero que no lo son. O cuando digo esas palabras picantes, amables, pero también sicalípticas, con suavidad, queriendo desencadenar lo que no me atrevo a decir. Y bien, pero bien, que me emociono o me excito cuando esas sutilezas son correspondidas por mi receptor, por más que tales respuestas sean tan modestas como un cortometraje.

Para mí, toda esa secuencia es como un refrescante que se da a una vida –mi vida– que, desde mi propia perspectiva, carece de gracia o de fascinación. Una suerte de evasión temporal de mis obligaciones diarias. Una forma extraña de actuar –y muchas veces peligrosa– para una mujer joven algo perdida, que está en busca de la felicidad. Aunque a veces, sólo en el más patético de los casos, no me lo quiera reconocer ni a mí misma.

Soy plenamente consciente de que mis redondeces lisas y tensas, un día se convertirán en grasas temblorosas cubiertas por una epidermis relajada y blancuzca. A veces pienso en abrazarme a la idea de tener una familia propia, pero el vértigo de cometer los mismos errores que mis progenitores, me aleja cada vez más de eso. A veces, intento abrazarme a la idea de tener una pareja fija al menos, pero todos los jóvenes como yo, incluyéndome, tenemos un mambo indomable con la libertad: no sabemos qué hacer con ella, pero no queremos perderla por nada. Amamos las grandes pasiones que nunca duran más que un par de semanas. Quizás cambiemos de opinión cuando la belleza nos sea un ente ajeno y no propio, y cuando el miedo a la soledad de la noche, nos caiga encima como una losa de hormigón. De ser así, no creo que me importe mucho, daría igual. Aunque me pase el resto de mi vida estucando arruguitas.

Donde vivo ahora, hay tazas sin limpiar y botellas de alcohol por todo el monoambiente. Cada superficie capaz de sostener una, está ocupada. Hay ropa mía y ajena tapando el sillón, copando la cama, ocultando el piso de madera. Está sucia y arrugada, y no tiene posibilidades más allá de un lavado urgente. El esmalte rosado de mis uñas está saltado en cada uno de mis diez dedos formando siluetas sin uniformidad. Todo está desubicado y errado, vencido o simplemente confuso. Me caigo de la cama y desciendo sobre una montaña de ropa usada. Cambio varias veces de posición, pero finalmente opto por la primera y quedo boca arriba. Soy un zombi adormilado por la baja presión y la bronca de no estar en la playa todavía, dentro de un pequeño infierno húmedo. A la fuerza quiero darle los “buenos días mañaneros” a la “cotorra (vagina)”, como suelo hacer seguido.

Abro los ojos y miro el techo blanco. ¿Por dónde empiezo a solucionar todo esto? Desde que me mudé sola las dudas existenciales se multiplicaron y las estructuras que se supone debían brindarme contención no hacen más que resultar insatisfactorias. No entiendo cómo se vive la vida cuando lo básico está más o menos resuelto. No entiendo cuál debería ser el objetivo ahora. ¿Cuál es el “próximo nivel”? ¿Para qué estar una hora cortando verduras? ¿Cómo hago para no estar agotada todo el tiempo? Dejar de buscar ese falso y eternamente inconcluso sentido a tu existencia “espantando a la purísima inmaculada”. ¿Pero cómo? La abstinencia bloquea mi respiración cuando alargo la penitencia más de la mitad de una semana.

Toda mi habitación huele a marihuana y a restos de cópula del día y noche anterior, pero eso no quiere decir que me haya despertado esta mañana realizada y con un humor excelente. Me levanto y noto que tengo el dibujo, deformado e infantil, de un falo en uno de mis glúteos, y en el otro tengo una ilustración detallada, casi académica, de una vagina. Chad Kyle Brad (así lo llamo yo), el chongo número treinta que conocí en el gimnasio y con el que me acosté, todavía no se fue. Sigue durmiendo en el colchón de resortes viejo con el que “hicimos corromper a los santos” ayer. Me acerco a él para intentar despertarlo apoyando uno de mis pies sobre su mejilla izquierda, apretando los dedos sobre su cara, sin lograr nada. Luego hago lo mismo con sus costillas, y otra vez nada. Me acerco más para apretarle con cuidado los genitales usando mi mano izquierda. —¡Perro! ¡Perro, levantate! ¡Levantate, perro! Levantate y devolveme la bombacha violeta que tenés puesta.

—¡Ay piba, no me jodás ahora!

—¿A dónde me tiraste el corpiño?

—Ay, ¿qué se yo?

—Tenés que saber, mirá que yo tengo que ir a trabajar hoy con eso.

—Andá en bolas, o no vayás.

Me levanto de nuevo para darle una ligera patada en las posaderas. —¡Dale! Te tenés que ir.

—Na, me quedo acá un rato más.

—¡No, dale! —Vuelvo a patearlo en las posaderas—. Tu novio te mandó mensajes por el celular.

—Ya no es mi novio, estamos peleados, ¿y cuándo fue que yo te dije que estoy con otro hombre?

—Parecía arrepentido con lo que escribió.

—No le hagás caso, hoy está así y mañana está asá. Pero, ¡¿qué hacés leyendo mis cosas?! —Se levanta parcialmente del colchón.

Me cruzo de brazos y piernas. —¿Qué hacés vos todavía en mi apartamento?

—Ya me voy. Dejame que me tome una ducha nomás. ¿No te querés bañar conmigo? Así te sacás lo que te dibujé.

—Te creí más maduro al principio.

—Y yo antes te creía más amable, y más limpia también. Pero eso no quiere decir, que no haya sido un verdadero gusto conocerte.

Me quedo un rato mirándolo y luego niego con la cabeza. —No, no me conocés todavía; y es lo mejor para vos y para todos, que nadie llegue a conocerme de verdad, o en profundidad.

—Tengo cosas mucho mejores que ofrecerte, además de mi cuerpo.

—Ah, ¿sí? Yo no; y ahí está, la enorme diferencia entre vos y yo.

Se levanta para devolverme las bragas y me pregunta: —¿Quién es Alonzo? ¿O quién es Lautaro? ¿Son la misma persona?

—¡¿Qué?!

—Te escuché decir esos nombres durante la madrugada. No dejabas de moverte la pelvis contra la almohada. Casi no me dejaste dormir. ¡¿Por qué no le preguntás, a ese Alonzo o a ese Lautaro, si alguno de ellos quiere hacer un trío con nosotros un día?!

—¡Basta, basta, basta! ¡No te quiero escuchar! ¡Metete en la bañera, rápido! —Exclamo nerviosa y avergonzada mientras lo empujo en dirección al baño.

—Ya, ¡¿cómo dijiste que te apodabas, vos?!

—Soy Daria. ¡Daria Sabina Polina!

—¡Andá! ¡Esos nombres que te ponés!

Mi adultez mal llevada y gestionada me resuelve, otra vez, a dejar el monoambiente y mis dilemas burgueses para ver si logro respirar mejor. Cierro la puerta con llave en un alivio inmenso por dejar atrás todo el desastre del que soy en gran parte responsable. “Después lo arreglo”, pienso, sabiendo que no voy a lavar ni un solo utensilio hasta que la cosa se ponga peor. Muchísimo peor.

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