Durante mi niñez fui extremadamente tímido. Cuando iba con mis padres a reuniones familiares, sudaba frío desde dos días antes de llegar; la visión de los varios niños, casi todos desconocidos, aunque había algunos primos, me aterraba; quería que me tragara la tierra.
Más tarde, durante mi juventud, a los trece o catorce años nada cambió; los mismos niños eran ya adolescentes y las niñas y las primas ya habían crecido; yo no las entendía y además me atemorizaban.
En esa época, oí en el radio en un programa de aficionados, una canción llamada “Mantelito Blanco”, la que era cantada por una niña con una voz angelical y sublime. Algo extraño pasó en mí; la bendita canción se me grabó, imborrable como un tatuaje en el cerebro. Cada vez que la recordaba, mi corazón saltaba como loco y deseaba por lo menos, saber el nombre de la niña que cantaba con esa dulce voz, que se estaba apoderando de mis noches; me la imaginaba delicada como una princesa y hermosa como un ángel. Hoy en día, pensándolo bien, creo que me había enamorado por primera vez. Después, como en todas las historias de amor, ella pasó al olvido, aunque todavía me acuerdo de la letra: “Mantelito blanco, de la humilde mesa, donde compartimos el pan familiar…”
Varios años después, cuando estaba ya en los dieciocho, en una de las vacaciones familiares decembrinas, llegamos a Tolú con el nutrido grupo de amistades de mis padres, el que se componía de cuatro, a veces cinco parejas, con hijos y todo. La situación se repetía de nuevo; el grupo de seis o siete jóvenes tenían diferentes actividades vacacionales. La angustia y la timidez de que hablé antes, se apoderaban de mí de la misma forma, lo que me obligaba a marginarme de ellos. Hoy en día pienso que curiosamente, nunca se me pasó por la mente revelarles a mis padres mi grave problema. Nunca supieron de mi timidez.
Una mañana, caminaba solo por una playa un poco retirada al hotel; era temprano y por consiguiente había marea baja. Entré al mar con las aletas y la máscara de caucho que me habían regalado de Navidad, las que tanto me envidiaban; me encantaba bucear conchitas, clavando mis manos en la blanca y tibia arena.
Ese día, estaba entretenido con mi búsqueda de conchitas, cuando noté que se me acercaba una mujer. Creí que aparentaba unos veinticuatro años, tenía una cara muy bonita y sonreía; su pelo mojado y desarreglado le daba cierto toque enigmático a su apariencia.
−Hola, ¿eres turista? −preguntó.
−Si −contesté tímidamente.
−Cuál es tu nombre? Yo me llamo Milena.
−Yo soy Rafael, me llaman Rafa. −contesté.
−De dónde vienes?
−De Bogotá. −repliqué con algo de sequedad.
No era común para mi que una mujer así me entablara conversación. Donde yo estaba parado, la profundidad del agua no era mayor y me llegaba máximo a los hombros; pequeñas olas corrían hacia la playa y volvían suavemente mar adentro; cuando lo hacían, el nivel del agua bajaba, descubriendo algo de nuestros cuerpos. Querido lector, te cuento que pude observar un par de enormes pechos que se agitaban con lentitud, los que en aquella época no estaba acostumbrado a ver.
−Ah, eres “cachaco”! −exclamó.
−¿Que soy qué? −pregunté extrañado.
−“Cachaco” −contestó−. Así le decimos en la costa a los del centro del país. Yo vivo en el pueblo, aquí nací; y tú, ¿dónde te estás quedando?
−En el Hotel Principal. −contesté muy orgulloso−. ¿Lo conoces?
−Claro. −respondió− ¿quien no lo conoce?
Ella se desenvolvía con facilidad, yo no. Me atemorizaba su conversación y tan inexperto era, que ella iniciaba cada diálogo, al que yo respondía con dificultad, tratando de aparentar una muy inexistente experiencia. Milena me intimidaba un poco, aunque tengo que admitir que a medida que los temas se desarrollaban, adquiría algo de confianza. Me habló de béisbol, deporte que yo nunca había practicado, pero tema único en ese pequeño pueblo de la Costa Atlántica.
−¡Loj cachacoj no saben bailá! −dijo sin importarle lo que yo pensara.
Yo guardé silencio, pues no sabía si alegar o asentir.
−¿Qué son esoj extrañoj aparatoj que tienej? −preguntó con su marcado acento costeño.
−No son aparatos. −contesté.
Procedí a explicarle que era mi equipo de buceo, el que me habían dado mis padres de Navidad. Le mostré como lo usaba e inclusive saqué unas cuantas conchitas, para que las viera, aunque estaba seguro de que, siendo lugareña, sabía lo que eran. Había pasado más de una hora desde que se aproximó a mí y conversábamos animadamente; me había adaptado bastante bien a los varios temas, aunque siempre iniciados por ella. En el proceso de instruirle sobre la pesca de las conchitas, habíamos cerrado las distancias y con algo de agrado, mejor, de alivio, noté que me sentía un poco mejor, confiado y menos atemorizado. En un momento bajé la vista y cuando la subí de nuevo, ella me tomó rápidamente de la quijada con una de sus manos y me estampó un beso en la boca. Segundos después, cuando repitió su acción, sentí su lengua invadiendo mi boca con insistencia, algo que yo ni siquiera sabía que existía. Fueron varios segundos, durante los cuales no supe que hacer. Ella separándose de mi, me miró y viendo el gesto que creo que hice, mezcla de estupidez, pavor y sorpresa, dijo con un marcado acento costeño.
−¡Mieda Rafa, tranquilo que no te voy a comé! −al mismo tiempo, soltó una simpática risotada, que me tranquilizó un poco.
−Tengo que ime Rafa, ¿vas a vení mañana? −preguntó.
−Si, seguro que si. −contesté, tomando la pregunta como una invitación.
Esa noche pensé en sus besos; había sido una experiencia totalmente desconocida para mi, como en las películas y además en traje de baño, lo que lo hacía más emotivo. Pensé que nunca había experimentado que una mujer me besara y además… con lengua, en mi vida. Ese momento con Milena, me inundaba el cerebro, pero no podía definir si lo que tenía era miedo, alegría o terror, pues dichos sentimientos se movían con rapidez en mi mente. Definitivamente algo especial. Pensaba en sus enormes pechos, los que sentí tan cerca de mi cuerpo. Tenía sólo dieciocho años y en el entorno del colegio no había aprendido mucho, pues en dicho plantel, bastante elitista por cierto, disfrutábamos de una adolescencia extremadamente sana.
Cuando apagué la luz, mis manos se dispararon raudas hacia abajo y con ansiedad busqué alivio, de la única forma que había conocido, por varios años ahora. Fueron tres o cuatro minutos, durante los cuales hubiera querido pronunciar el nombre de Milena, pero lo que no hice, pues mi hermano dormía en la cama contigua.
El día siguiente, llegué al mismo sitio a las diez de la mañana; esperé hasta después de mediodía. Milena no llegó. Traté de sacar conchitas, pero se me entraba el agua dentro de la careta, el aceite protector del sol me hacía arder los ojos y me estorbaban las aletas, en fin, me di cuenta de que las conchitas me importaban un carajo. Después de esperar un par de horas más, sin sacar conchitas, me fui al hotel deambulando y pasé el resto del día con el desagradable grupo de jóvenes, obviamente sin divulgar el nombre de Milena… pero sin dejar de pensar en ella… y en sus enormes pechos.
Esa noche, sólo y en la oscuridad, me asaltó un sentimiento indescriptible de temor e inseguridad; trataba de encontrar explicación alguna de porqué Milena no había venido a nuestra cita. Me preguntaba, −¿había sido en realidad una cita? Se me vino a la mente la niña de la canción “Mantelito Blanco”, a quien nunca llegué a conocer, pero que me acompañó muchas noches. La única diferencia entre ellas dos, era la edad, los tiernos once o doce de la niña cantante… y los sensuales veinticuatro de Milena. En la oscuridad, mis manos empezaron a jugar inquietas abajo de mi cintura y al final, encontré descanso como otras veces en el pasado… y como la noche anterior.
La siguiente mañana llegué a la playa a eso de las nueve; mi corazón dio un vuelco cuando desde la distancia divisé a Milena, parada en la orilla donde el agua le llegaba apenas abajo de las rodillas. Cuando llegué cerca, a unos veinte metros, me saludó agitando con entusiasmo uno de sus brazos. Un enorme sentimiento, mezcla de alegría y seguridad, me hizo sonreír, aunque el brusco movimiento de sus enormes pechos no le pasó desapercibido a mi frágil mente.
−¿Vinijte ayer Rafa? −preguntó con interés.
−No, me compliqué. −respondí mintiéndole−. Estuve con mi familia.
Ella no dio explicación alguna sobre su ausencia el día anterior y empezó a caminar mar adentro con lentitud, hablando continuamente sobre esto y aquello. Era evidente que ella lideraba nuestro entorno, la conversación, nuestros movimientos, todo.
−¿Vas a buscar conchitas hoy? −inquirió riéndose con cierto tono de burla, el que al principio me molestó.
−No son conchitas Rafa, se llaman almejas. −agregó alegremente.
Como sabía que las aletas y la careta flotaban, me deshice de ellas y tratando de disimular mi ingenuidad, me reí con ganas y recibí su broma con agrado, pues la tomé como un intento de iniciar un buen rato. Pensé en la frustración y ansiedad que me había causado su ausencia ayer y en los tumbos mentales que me impidieron dormir la mayoría de la noche. Quería preguntarle por qué no había venido; quería preguntarle si estaba ansiosa de verme, como lo estaba yo de verla a ella. Conceptué que debía callar y olvidarme del asunto.
Igual que hace dos días, los temas fluyeron siempre iniciados por ella; debo admitir que me sentía bien, tranquilo y lejos de mi odiada timidez, aunque un poco nervioso. Me preguntó con gran interés sobre detalles de mi vida en Bogotá, sobre mis estudios, sobre el fútbol y el atletismo, deportes que siempre me apasionaron y los que practiqué, y sobre costumbres del interior, las que le causaban extrañeza. Su interés parecía legítimo, sin embargo, yo notaba también una no muy disimulada coquetería en su trato hacía mí. Su idioma corporal, aunque no exagerado, era parecido al que había usado hace dos días cuando me besó. Mientras nadábamos, lentamente se había aproximado de tal forma, que un par de veces pude sentir su aliento cerca de mi cara. Varios minutos pasaron entre retozos y risas, pero mi inexperta mente no me daba orden alguna, por lo tanto, sólo esperé con ansiedad.
Mientras conversaba, me miraba fijamente a los ojos; por un instante, pensé que ella estaba preparando un nuevo ataque, el que creí, era totalmente premeditado con tiempo. Minutos después, cuando me abrazó de nuevo Milena, te confieso querido lector, que mi cuerpo temblaba como una hoja al viento, lo que empeoró cuando sentí de nuevo sus labios sobre los míos. Pensé en las películas francesas para mayores de veintiún años de aquella época y traté de responder a sus besos en una forma que creía bastante inexperta. Su lengua inició de nuevo su invasión, la que te confieso querido lector, estaba deseando.
Observé cómo las suaves olas empujaban su cuerpo contra el mío y sentí sus abultados pechos estrujarse inquietos contra mi torso. Ella me siguió besando con pasión por varios minutos, una de sus manos sobre mi nuca, trayendo con firmeza mi cabeza hacia ella, la otra en la parte baja de mi espalda, me halaba con fuerza hacía su vientre, el que movía con un erótico ritmo de cumbia.
En un momento me sorprendí, pues Milena empezó a horadar mi boca, de aquella forma que yo ya conocía. Sentí su fuerte respiración, lo que empezó a excitarme; su lengua bailaba algún ritmo caribeño dentro de mi boca, al que traté de adaptarme. Así mismo sentí una tremenda erección, no causada por una de mis manos, como de costumbre, sino por una mujer. Por primera vez, querido lector, una mujer me causaba una pasión indescriptible, con la que yo no podía, ni sabía lidiar.
Tomó una de mis manos y con decisión la dirigió hacia abajo entre sus piernas; ya allí, apartó su bikini hacia un lado y con fuerza aplastó mi mano contra su cuerpo. Sentí una tremenda humedad, la que creí no era causada por el agua marina; sentí un líquido resbaloso, el que no sabía qué era. Además, aquella área era considerada por un joven como yo, como algo prohibido. Perdóname querido lector por repetirte, pero mi cuerpo temblaba como una hoja al viento. Quise decirle algo, pero no me dejaba hablar.
−¡Acaríciame Rafa, mueve tu mano con fuerza! ¡Mueve tus dedos! −ordenó con decisión.
Yo obedecí, tratando de adivinar lo que ella quería. Iba a pedirle que me explicara, pero pensándolo bien, creí que era una estupidez. Había gente mayor y algunos niños cerca de nosotros y aunque el nivel del agua alcanzaba la altura de nuestros hombros, mi preocupación era que esos bañistas cercanos, viendo mi expresivo gesto de desconcierto y estupidez, detectaran lo que estaba allí sucediendo.
Continué moviendo mi mano allá abajo con cierta decisión, siguiendo las instrucciones de Milena, cuando intempestivamente dijo, −¡Mírame a los ojos Rafa, mírame!
La observé con intriga.
Ella repitió −¡Mírame Rafa!
Mi sorpresa fue mayor cuando sus ojos se clavaron en los míos por un largo transcurso de tiempo; me enlazó con sus brazos y sentí su cuerpo temblar lo que terminó con algo así como espasmos, acompañados con hermosos sonidos, confundidos con su intensa respiración.
No pasaron muchos segundos, cuando sentí como una fuerte explosión, la que no pude saber si era física o mental; sentí el trastorno ese de diez segundos que sufría al final, cuando me masturbaba. Lo que sí sé, fue que después de dar un extraño y grave gemido, se me aflojaron las rodillas, lo que causó que mi cabeza se desplazara ligeramente hacia abajo, obligándome a tragar un gran buche de agua salada, el que me hizo atorar severamente. Milena, un tanto asustada, salió al rescate dándome fuertes palmadas en la espalda.
−¡Mieda Rafa, casi te ahogaj! −dijo burlonamente− a lo que no contesté.
−¿Nos vemoj mañana? −dijo, caminando sonriente hacia la playa, mientras agitaba su cabeza para escurrir algo del agua de su pelo.
−Seguro, a la misma hora. −le contesté, aunque sabía que al día siguiente partíamos de vuelta hacia la capital.
Mientras nadaba para rescatar mi equipo de buceo, el que divisé flotando a unos diez metros, me sentí como un simple idiota, pues me di cuenta y te repito, querido lector, de que acababa de experimentar ese raro trastorno que sufría al final de mis frecuentes masturbadas, aunque esta vez con la planeada complicidad de una joven y bella mujer, a la que seguirían años después… cientos más.
Así terminó aquel inolvidable y accidentado encuentro, el que creo contribuyó algo a combatir mi exagerada timidez. Milena desapareció de mi vida, igual que la niñita de la canción “Mantelito Blanco”.
−¿Se puede saber a qué viene esa amplia sonrisa que tienes? −me preguntó mi hermano al día siguiente, ya en el avión de regreso.
−Oh, aventuras que tuve en la playa mientras sacaba conchitas. −contesté tímidamente, manteniendo mi sonrisa.
De ahí en adelante, durante las frías noches de Bogotá, rutinariamente mis manos proporcionaron sin timidez y muchas veces, alivio a mi cuerpo, allá debajo de mi cintura. Así mismo, empecé a conocer mujeres y aprendí a manejar situaciones con ellas, teniendo como preludio aquel inolvidable orgasmo de Milena, en el mar Caribe de Tolú.