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Mi suegra es mi mujer (capítulo 1)
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Mi esposa y yo nos conocimos en New Jersey, poco después de que llegué a Estados Unidos procedente de Colombia. Había llegado buscando una mejor vida, como todo inmigrante, y aunque la vida se me hizo muy difícil, tuve la suerte de encontrar trabajo en un taller mecánico a los 2 meses de llegado. No ganaba mucho, pero me sostenía. Ahorraba para poder montar mi propio taller y el poquito que me sobraba lo mandaba a mi familia en Colombia para que mejoran su situación.

Cuando estaba por cumplir el año en Estados Unidos, conocí a Estrella, una chica costarricense joven y hermosa, con 20 años recién cumplidos. Para mí, no había nadie en el mundo más perfecto que ella, aunque con el tiempo me daría cuenta que estaba muy equivocado. Yo tengo 28, casi 8 años más que ella pero la verdad es que cuándo la conocí deje de buscar y me propuse conquistarla.

Como siempre los meses de noviazgo fueron idílicos, de los más felices de mi vida. Me imagino que la soledad y la distancia de mi tierra me hicieron aferrarme a ella como si fuera lo más importante.

Nos casamos pronto y yo puse todo mi empeño en darle todo, una vida feliz, una casa y tal vez con el tiempo una familia. Desafortunadamente, creo que ella tenía otros intereses que me ocultó muy bien.

Cuando mi suegra entró esa noche, yo estaba sentado en la oscuridad, con la vista perdida y los ojos secos de tanto llorar. Encendió la luz pero yo no me pude mover del sofá. Dejó su maleta cerca de la puerta y se me acercó preocupada –¿Qué pasó yerno? –me preguntó angustiada. Yo no pude decir nada, solo le extendí la nota que había encontrado en la mesita de la cocina. Ella se sentó en el sillón, se puso los anteojos y la tomó con cuidado, leyéndola en silencio. –¡Maldita estúpida! –fue todo lo que exclamó cuándo la terminó de leer.

Doña Marcela, mi suegra, había venido a este país con Estrella, la menor de sus hijas. Se casó poco después de llegar al país con un gringo, y vivía a unos 40 minutos de nuestra casa. Se había metido muy poco en nuestras vidas, a diferencia de la típica suegra latina, y por eso yo le estaba agradecido.

Nos visitábamos poco, para el Thanksgiving o la Navidad, si acaso. Y sin embargo, ahora, en este momento de dificultad, había sacado el tiempo para resolver este asunto de su hija. Mi suegra arrugó la nota, que solo decía “No me busque” y me dijo –Estese tranquilo, yo le voy a ayudar. –mientras se pasaba al sofá y me tomaba la mano para consolarme.

Ese fin de semana casi no salí de mi habitación. Apenas acepté un café aunque mi suegra insistía en que comiera algo. No podía digerir la noticia de que mi mujer, mi amada mujercita, me hubiera dejado. Yo le había entregado todo mi amor y todo el sacrificio de mi trabajo para darle la mejor vida posible y ella lo había despreciado. No entendía si ella, por inmadurez o por estupidez, despreciaba a un hombre decente que la quería con sinceridad. La rabia y la frustración se mezclaban en mi mente y la nublaban.

Al lunes siguiente, me levanté temprano y me preparé para volver al taller. Cuando salí de la habitación quedé sorprendido. La casa estaba preciosa, impecable. Mi suegra se había pasado el fin de semana poniendo orden y limpiando, haciendo las cosas que hasta ese momento me daba cuenta que mi esposa no hacía.

Desayuné con ella, como no hacía con su hija, quien usualmente dormía a la hora en que yo salía para el trabajo. Ella estuvo siempre sonriente y se empeñó en darme ánimos y hacerme olvidar el trago amargo por el que pasaba. Me aseguró que no tenía porque sentirme mal, que no era mi culpa y que ella se iba a encargar de que nada me faltara. –Doña Marcela, no me tome a mal por lo que le voy a preguntar, pero ¿y su marido no se extraña de que haya pasado este fin de semana aquí? –le pregunté mientras me preparaba para salir al trabajo –Para nada. Ese gringo pendejo solo debe estar extrañando que no le hagan la comida. Le apuesto a que se quedó todo el fin de semana viendo el futbol y tirándose pedos en el Lazyboy.

Cuando regresé a la casa ese lunes por la noche, mi suegra tenía la cena lista. Había puesto la mesa y comprado vino, había flores y todo se veía fresco y limpio. Me sentía extraño porque ese sentimiento de tristeza que me producía el abandono de Estrella, se desvanecía en ese ambiente tranquilo de “hogar” que mi suegra estaba construyendo.

La cena estuvo deliciosa y el cansancio del trabajo se me desvaneció pronto. Supongo que por el vino me fui relajando y dejando de lado la tensión que me había aprisionado desde que leí la carta de despedida de Estrella. Doña Marcela es una excelente conversadora y me tuvo entretenido, y sobre todo distraído, mientras me atendía y se aseguraba de que comiera bien. Poco a poco, con las copas y con la charla fui dándome cuenta de otras cosas. Doña Marcela estaba muy atractiva. Estaba maquillada y peinada, arreglada como si fuera a salir.

Tenía una falda que resaltaba su figura y usaba pantymedias y tacones, que sin duda le favorecían, y me hacían olvidar que era varios años mayor que yo.

Mientras conversábamos, no dejaba de agarrarme las manos sobre la mesa y mirarme fijamente cada vez que quería que entendiera que hablaba en serio. De esa manera me dijo que la desgraciada de Estrella no merecía mi sufrimiento, que su hija, por mucho que le doliera, era una malagradecida y que esperaba que yo entendiera que ella me consideraba un hombre y un yerno excelente. Su manera afectuosa y latina de decirme “mi amor” y “papi” me confundía. Me llenaba de sentimientos que no debería tener para mi suegra, una mujer casada, pero en ese momento me parecieron apropiados.

Cuando empezó a hablar de que ella vería con buenos ojos que yo me buscara otra mujer, traté de cambiar el tema y le dije en broma –Le estoy muy agradecido por todo, pero ¿su marido no la estará extrañando? –Ella solo se rió y me dijo – Tranquilo papi, a él no le hago falta –y me apretó la rodilla. A mi se me erizó la piel y creo que tuve una erección.

Cuando nos levantamos de la mesa ya nos habíamos terminado dos botellas de vino y la verdad estaba borracho.

Me trasladé a la sala y me senté en el sillón. Era más cómodo y pensé que se me pasaría el mareo antes de irme a dormir. Mi suegrita se fue al baño y regresó unos minutos después. Traía una cara de mala que no podía con ella. Puso música suave en el equipo de sonido y se quedó allí de pie. Pude apreciarla en toda su belleza. Sus ricas tetas se marcaban a través del vestido, y las piernas aún firmes y esbeltas se revelaban claramente. Se veía muy bien en tacones y con el pelo recogido. La miré unos minutos como embobado hasta que me interrumpió –Papi, que canción más linda!, venga y saca a una vieja a bailar, no sea malo –No tuvo que insistir mucho, me paré, un poco mareado pero muy excitado y le ofrecí mi mano.

Bailamos muy apretados al ritmo de una canción romántica, y cuando terminó, seguimos pegados, esperando la siguiente canción. Continuamos danzando.

Ella recostaba su cabeza contra mi pecho y podía sentir sus ricos pechos contra mi abdomen. Me abrazaba fuertemente mientras yo olía su cabello y le acariciaba la espalda. –Que rico mi amor, hacía tiempo no bailaba así. –me dijo ella mientras volvía a pegarse a mí. No pude evitar erectarme. Sabía que ella se daría cuenta pero no me importó.

Cuando mi suegra sintió mi miembro erecto contra su abdomen, solo se separó de mi pecho y me miró con picardía. Sostuvo una mirada endiablada durante más de un minuto, hasta que no pude más y me incliné a besarla. ¡Fue increíble!

Ella se dejó ir y me besó con una pasión increíble. Sus labios húmedos se abrían y su lengua buscaba desesperada la mía. Le correspondí lamiendo su boca y chupando su lengua. ¡Se sentía tan bien! No tuve mas pensamiento que la excitación intensa que esa mujer pequeña y madura me producía.

Mis manos la recorrieron de arriba abajo mientras la besaba. Le acaricié el cabello, la espalda y las nalgas. Se las toqué, las apreté y la empujé contra mi pubis mientras examinaba las marcas de su lencería a través de la delicada tela del vestido. Seguí el contorno de su tanga hasta que se perdía entre las nalgas.

Ella me correspondió acariciándome las nalgas con una mano y bien pronto me buscó la verga con la otra mano.

La palpó por encima del pantalón y puede sentir que se estremecía de placer entre mis brazos mientras la apretaba y la sentía entre su pequeña mano.

Desesperada buscaba el cierre del pantalón. Yo la dejé hacer lo que quisiera mientras disfrutaba de la sensación.

Finalmente liberó mi verga y mis pantalones se escurrieron hasta las rodillas. Inmediatamente ella se puso de rodillas y liberó mi miembro erecto del boxer y se lo metió en la boca con verdadero amor.

Me mamó la picha deliciosamente, tragándosela toda y succionando con desesperación. No tardé mucho en desesperarme y levantarla para besarla nuevamente en la boca. Me puse detrás de ella y comencé a apretarle las tetas mientras buscaba como desnudarla. Ella se detuvo, se separó de mi, y con un delicioso y erótico acto de striptease se terminó de quitar el vestido, hasta que quedó en medias y calzones. Llevaba un portaligas negro, increíblemente sexy. Se quitó el calzón, una diminuta tanga y se echó en el sofá, con las piernas bien abiertas. Se frotó el coño mientras me invitaba a acompañarla.

Llenó de excitación, me terminé de desnudar y enseguida me arrodillé entre sus piernas para mamar su deliciosa vulva. Mamé como un desesperado mientras ella me acariciaba el pelo y gemía de gozo. Sin mucho problema lamí su clítoris varios minutos hasta que tuvo un orgasmo violento.

Quería seguir mamando pero ella me jaló del pelo hasta que pude verla a los ojos –Papi, ahora lo que quiero es que me meta esa verga deliciosa –me dijo con amor.

Yo no me hice de rogar, estaba medio borracho y muy excitado, así que la puse en posición y llevé mi glande hasta su vulva. –Métemela toda mi amor. Dame picha. – me dijo casi suplicando. Aún me quedaba un poco de conciencia y me preguntaba si era conveniente traspasar esa barrera. Pensaba que la locura que habíamos hecho se podía excusar con la borrachera y mi situación, pero si la penetraba ya no podría regresar atrás.

Ella me miraba con tanto deseo que no pude resistir más. Le hundí la verga hasta el fondo y ella pegó un grito de placer increíble. La callé con un beso profundo y poco a poco empecé a bombear ese coño maduro y mojado. Metía y sacaba la verga lentamente mientras ella se enloquecía de placer. Abría las piernas aún más para darme oportunidad de penetrarla hasta el fondo. Conforme aceleraba el ritmo podía sentir mi glande golpeteando contra el cuello del útero. Por un instante recordé que por esa misma vagina apretada y deliciosa había sido parida la puta de mi ex esposa y empecé a bombear con más rapidez y violencia. Mi suegra gemía loca de placer mientras alcanzaba un segundo y tercer orgasmo.

Me abrazaba suavemente mientras la culeaba y alternaba sus gemidos con besos de lengua vulgares y desesperados. Finalmente, de manera inesperada, empecé a sentir la inminencia de la eyaculación y casi por instinto traté de sacar la verga. Mi esposa, que siempre había tratado de evitar que la embarazara, me exigía el condón o que eyaculara afuera. Pero mi suegra en cambio, apenas notó que estaba cerca de llenarla con mi semen, arrolló sus piernas alrededor de mi cintura y me abrazó fuerte.

Eyaculé adentro de su vagina como nunca lo había hecho. Me relajé completamente y dejé ir toda la carga adentro de su coño delicioso. Los espasmos de mis genitales eran acompañados por sus besos y caricias, hasta que la última gota de semen me abandonó.

Mi respiración empezó a recobrar su ritmo normal. Podía sentir nuestros cuerpos sudados pegados el uno al otro. A pesar del enorme alivio que sentía, en mi mente se empezaron a acumular pensamientos confusos. Sabía que había roto un tabú y me sentía confundido. Haber llegado tan lejos con la madre de mi legitima esposa me llenaba de inquietud.

No supe que hacer después. Me levanté, sacando mi verga flácida y aún lubricada con semen de su vagina.

No quería ofenderla ni hacerla sentir mal, pero no sabía que decir. Solo le dí un beso en la mejilla y me fui a mi habitación. Me acosté desnudo y exhausto y poco después me dormí profundamente.

A la mañana siguiente, no sabía muy bien si lo que había pasado era un sueño o qué, pero traté de no pensar en ello. Me bañe y me vestí como de costumbre, pero apenas llegue a la cocina, mi suegra me esperaba, fresca y hermosa, con un desayuno completo en la mesa. Ella no desayunó, solo se sentó a acompañarme sin decir nada, pero su sonrisa me confirmaba que lo que había pasado era real.

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