Cometí un error. Me dejé llevar por un impulso. Ni siquiera fue por pasión, porque no hubo ninguna pasión. Sólo un impulso, un único impulso, que fue más fuerte que yo. Paso a relatar.
A él lo bauticé “Casado Infiel”. Porque era casado y era infiel (lo siento, no estaba muy imaginativa para los nombres). Y también era un mentiroso; me quiso hacer creer que, antes de conocerme, nunca le había sido infiel a su esposa. Yo me pregunto, si no era infiel, ¿por qué andaba con un preservativo escondido en la billetera?
En realidad decía eso para librarse de la culpa. Me decía: “vos me hacés hacer cosas que yo jamás sería capaz de hacer”. Claro, entonces la culpa de su infidelidad era mía, ¿no? Pelotudo. Y lo peor era que me caía bien.
Casado Infiel era visitador médico. Debía ser muy buen vendedor porque me vendió una imagen de tipo sincero, con sentimientos, buena onda, sin segundas intenciones. Y yo compré, como una ingenua.
Su modus operandi es el de un cazador: estudiaba muy bien a su presa antes de atacar. Y a mí me estudió y me aprendió de pe a pa. Y planeó cada movimiento con cautela.
Por ejemplo, no me invitó a salir de entrada. Estaba harta de los pesados que sin saber ni mi nombre me proponían ir a tomar un café. Pero Casado no lo hizo, e hizo bien.
Cada vez que venía a que yo le entregara sus cajas de muestras me hablaba de algún tema que a mí me interesaba. Qué se yo… me hablaba de espiritualidad, de literatura, alguna película que había visto… Y se mostraba genuinamente interesado en cada cosa que yo le contaba. Y recordaba cada detalle: en cada charla me preguntaba acerca de cosas que habíamos hablado en charlas anteriores. Me prestaba atención. Y eso es algo que valoro mucho, y que pocos hombres hacen.
Era un tipo de cuarenta y pico, pelo entrecano, siempre bien afeitado. Cuerpo cuidado, pero sin exagerar. Lejos de la metrosexualidad. Bien vestido, pero también, sin exagerar.
Un día vino a llevarse una caja que no me aparecía en la compu. Entonces tuve que ir con él al depósito para verificar el lote. Y ahí no sé qué me pasó. Le dije que teníamos que ir a una parte cerrada del depósito, de la cual yo sola tenía la llave.
No sé si fue el sonido de su voz, si fue su perfume, o si inconscientemente yo estaba buscando un padre para mi hija y el aire paternal de este tipo me sedujo. Pero la cosa es que lo violé. Y él no puso mucha resistencia que digamos. Me consta que lo disfrutó. Le arranqué la ropa, me desnudé, lo tiré al piso, entre las pilas de cajas de medicamentos. Me trepé encima suyo. Mi concha agrandada de madre primeriza engulló su miembro de un bocado, lo bañó con mis jugos, lo friccionó hasta hacerlo eyacular. Y hasta causarme el primer orgasmo en mucho, mucho tiempo; el primero que no fuera masturbándome, claro.
Hacía mucho que no me desnudaba ante un hombre (dejando de lado a los médicos que me atendieron en el parto). Y a pesar de que aún no estaba cómoda con mi cuerpo de madre, con él no tuve ningún pudor.
Pero no fue ese el error que cometí. El error vino después: acepté salir con él.
Qué sé yo por qué. Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando, y no encuentro respuesta. Pero me invitó a tomar un café (como hacen todos los otros pesados) y (a diferencia de lo que hago con los otros pesados) le dije que sí. Supongo que quien dijo que sí fue mi cuerpo, recordando la experiencia del depósito, y confiando en que se repetiría. Pero no se repitió nada.
Resulta que eso de “tomar un café” en realidad significaba ir a un telo. Yo imaginaba que iríamos a eso, pero creía que habría algo más, algún preliminar, o algo después, pero no. No hubo nada.
Es que no conozco mucho de las rutinas de los casados. Por lo visto, siempre andan con poco tiempo, entonces no tienen posibilidades de charlar, de pasear a la luz de la luna o de quedarse abrazándote después de coger. Sus excusas (partido de fútbol, cerveza con los amigos, pasear al perro, gimnasio, etc.) les compran periodos breves de infidelidad. Tan breves son esos períodos que no alcanzan para otra cosa más que para un polvo.
Y así fue nuestra “salida”. Un polvo en un telo. Ni siquiera nos quedamos hasta que terminara el turno. Luego, un frío beso de despedida, y chau hasta mañana. Horrible. Y yo, re ingenua, me había comprado un conjuntito nuevo, me había depilado hasta el último pelito, me había perfumado, y me había entusiasmado con eso de “estar de vuelta en carrera”.
Lo más triste fue que él se quedó con la sensación de que la habíamos pasado bien, que habíamos tenido una linda experiencia. Porque después empezó a insistir con que lo hiciéramos de nuevo. Lo que no se dio cuenta fue que perdió todo su atractivo. Se volvió el más pesado de todos los pesados. Me empezó a escribir cartitas, a llenarme el WhatsApp con audios melosos, a traerme flores. Me contaba que con su esposa ya no pasaba nada. Que eran como primos, que dormían juntos pero que ni se tocaban. Que ya no había pasión, no había fuego, no había nada. Y claro, seguro que la culpa era de ella. Casado Infiel no tiene la culpa de nada. Si el sexo entre él y su esposa era como el de nuestra “salida”, la re entiendo a la esposa. Yo que ella le hubiera metido los cuernos.
Le dije que se dejara de joder, que por su culpa me iban a echar a la mierda del trabajo. Pero el tipo insistía. Juré que, si me echaban por su culpa, la iba a ir a buscar a la esposa y me iba a hacer su amiga. Y entre las dos íbamos a idear la venganza más espeluznante que Casado Infiel se pudiera imaginar.