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Mi querida hija
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Vivo en el norte de España en un pequeño pueblo de montaña a donde me mudé hace diez años. Es un pueblo apartado de la mano de Dios donde vivir tranquilo sin apenas contacto con otros de mi especie. Abandoné la gran ciudad, mi trabajo y todo lo que conocía después de mi traumático divorcio. Mi mujer Ana y yo decidimos romper nuestra relación de dos décadas. Los últimos años de convivencia fueron terribles; peleas, enfados, gritos y meses sin hablarnos, hasta que nos dimos cuenta que lo nuestro ya se había caducado hacía mucho.

Fruto de nuestro matrimonio nacieron nuestras dos hijas, Carla y Sara. Carla mi hija mayor, es una mujer de veinticinco años. Con el tiempo se ha convertido en una morenaza despampanante. Su metro setenta, acompañado por una melena rubia, unos ojazos azules y unos labios rojos y carnosos la hacen convertirse en el delirio de cualquier hombre. Además, es cariñosa y muy lista una mujer más que perfecta. Sara, la pequeña, es una mujercita de veintiún años. En lo físico no tiene nada que envidiar a su hermana, aunque sus bellezas son muy distintas. El rostro angelical de la mayor lo contrarresta con su belleza exótica, no supera el metro sesenta, pero sus enormes pechos y su culo más que generoso, han hecho babear a más de uno. Sara al contrario que su hermana siempre ha sido muy insegura, indecisa e introvertida.

Después de la separación ambas decidieron quedarse con su madre y aunque yo intenté de todas las formas posibles seguir viéndolas y teniendo relación con ellas, poco a poco se fueron alejando de mi por decisión propia. Toda nuestra relación estos últimos años se resume, en un par de llamadas telefónicas en sus cumpleaños y Navidad. Para mí era muy duro, pues eran mis niñas a las que adoraba, pero no me quedaba otra que aceptar su decisión. Mi último cumpleaños, el de los 56 lo había pasado sin recibir ninguna llamada de ellas.

Todo cambió hace justo año y medio. Una tarde de finales del invierno recibo de manera inesperada una llamada de Sara. Me dice que está en la estación de tren del Norte, a unos cien kilómetros de mí casa y me pide que vaya a buscarla. Aunque estoy muy sorprendido ya que los ocho años anteriores apenas habíamos hablado más de un par de horas juntando todas las llamadas, acudo raudo a la llamada de ayuda de mi niñita.

Cuando llegué a la estación Sara estaba sentada en un banco de madera con la cabeza entre las manos y una mochila entre las piernas. Me acerqué a ella corriendo y sin dejar que apenas se levantase la abracé con fuerza. Noté en su rostro que no se sentía cómoda con aquel abrazo así que me separé de ella y le pedí disculpas por mí efusividad desmedida. Fuimos en silencio hasta el coche y la hora y media de vuelta a casa tampoco nos dijimos nada importante. No tenía que ser un genio para saber que aquella no era una visita de cortesía, que no estaba allí para verme, su actitud me dejaba claro que yo era su única opción en aquel momento.

Las semanas siguientes las pasó en la habitación que habíamos medio acondicionado para ella, salía a las horas de la comida y un ratito por las tardes para tomar el sol en el porche cuando no llovía. Decidí darle espacio, con la intención de que poco a poco se fuera abriendo y me contase porque estaba aquí y sobre todo que le pasaba.

Aunque no había mucha conversación entre nosotros pude observar que la niña que se había quedado en la capital se había convertido en toda una mujercita. No podía dejar de mirarla cuando se paseaba por la casa tan sólo con una camiseta que apenas tapaba sus bragas. Era mi hija sí, pero también era una mujer con un cuerpo despampanante. Hablé con su madre varias veces, ella estaba tan preocupada cómo yo por su comportamiento, aunque no quiso decirme las razones de su huida, “tiene que ser ella quien te lo cuente” fue su contestación ante mi insistencia.

—¿Hoy voy a visitar a algunas personas del pueblo, me acompañas? –Ya la primavera había avanzado y necesitaba que Sara comenzase a cambiar su actitud. Esconderse no era la solución. Me miró sorprendida unos segundos y afirmó con la cabeza.

Salimos ambos de la casa a media mañana, el sol en lo alto hacía que la temperatura resultase muy agradable. Por primera vez en aquellos más de dos meses, Sara me fue preguntado por mi vida en el pueblo, que hacía allí y cosas de las pocas personas que nos encontramos. Le sorprendió saber que en aquel pueblo yo era el más joven con diferencia, que los once vecinos restantes superaban los setenta con mucho, que apenas salían del pueblo una o dos veces al año y que yo era su única comunicación con la ciudad durante el invierno. Mientras comíamos no paró de mirarme:

—¿Tengo algo raro en la cara? —le dije sonriendo.

—¿Eres feliz aquí?

—Si hija, claro. Mucho más que en la ciudad. ¿Por qué lo preguntas?

—Cuándo te separaste de mamá viniste a aquí y aunque ella se cansó de decir que en un año volverías, nunca lo hiciste. Por eso me imaginé que aquí habrías encontrado algo o alguien que te hacía feliz. Hasta hoy no sabía que podía ser eso, pensé que igual me había equivocado y que no serias tan feliz como yo me creía. Que te habrías resignado como piensa mamá. Hoy lo he entendido cuando vi tu cara al pasear, cuando hablabas con esa gente. Esto te hace feliz.

—¿Te hace feliz a ti estar aquí?

—Si claro —siguió diciendo ella— me gusta estar contigo, pero no sé si yo encuentre aquí lo que busco.

—Y qué es?

—Aún no lo sé.

—Si puedo ayudarte, me gustaría.

—Ya me ayudas dejándome espacio y no agobiándome como mamá.

Las siguientes semanas salimos a pasear todos los días, ella era la que me pedía hacerlo, aunque el tiempo no fuese bueno. Largos paseos por el monte donde se iba abriendo cada día más e iba sabiendo cosas de su vida. Nos acostábamos a la sombra de algún árbol durante las horas de calor de julio, Sara apoyaba su cabeza en mi vientre y yo pasaba mi brazo por su pecho mientras digería toda la información que me daba. Lo cierto es que la chica fría y distante que había recogido en la estación poco tenía que ver con aquella que estaba allí conmigo. Se reía mucho, hablaba sin parar y cualquier cosa le valía para correr, saltar o crear un juego para retarme. Quien llega antes a aquel árbol, quien tira la piedra más lejos, quien come más rápido y así un largo etc…

Aquel primer día de agosto fue la primera vez que vi a mi hija como una mujer, no como la niña con la que había convivido hasta los once años. Salimos a pasear como cada mañana y una caída mía, el día anterior en uno de los juegos, era el tema de conversación y las risas. Aquel día decidimos explorar todo el día y no ir a sitios que yo había visitado de antemano. Caminamos mucho rato por unos senderos estrechos y empinados hasta que llegamos a un riachuelo bastante caudaloso que discurría con agua clara y a gran velocidad. Lo seguimos hasta que el riachuelo se convirtió en un río mucho más ancho y con grandes pozos de agua. Estábamos cansados el sol junto con el bochorno del mediodía nos habían empapado de sudor, ambos nos despatarramos a la sombra en una gran losa de piedra a la orilla del río:

—¿Por qué no nos damos un baño? —Sugirió Sara señalando el pozo de agua que teníamos enfrente— creo que ahí casi nos cubre.

—No sé hija, seguro que está congelada además no tenemos bañador.

—¡Qué más da! Hace mucho calor, estamos muy sudados, un baño nos dará la vida.

Aún estábamos debatiendo si bañarnos o no cuando Sara se quitó la camiseta y el pantalón corto que llevaba. Cuando vi su sujetador negro aprisionando con fuerza aquellos dos pechos y su tanga de hilo que se perdía entre sus nalgas, mi polla se endureció como una piedra. Intenté que no fuera así, no quería que mi hija notase que yo me había puesto duro al verla medio desnuda, pero era imposible. Aquellas más que generosas tetas, el redondito culo y el cuerpo de escándalo que los acompañaban nublaban el juicio de cualquiera. Se metió al agua despacio:

—Está helada —dijo girándose hacía mí.

Mis ojos se posaron en sus gruesos pezones que intentaban agujerear el sujetador, a lo que mi polla respondió con dos latigazos que me hicieron doblar las piernas. Me quedé en bóxer lo más rápido que pude con la certeza que el agua fría ayudaría a bajar mi dureza. Y ayudo el agua casi polar, un tiempo al menos. Todo volvió a ser como al principio cuando Sara empezó con sus juegos. Se colgaba en mi espalda, en mi pecho, me empujaba o intentaba meterme la cabeza bajo el agua. Yo solo sentía sus pezones rozando mi cuerpo o su culo frotar mi polla.

Perdí la cabeza, dejé de ser consciente de quienes éramos y comencé a jugar también. No de la misma forma que ella, claro. Buscaba la manera de tocarla de apretarla contra mí. Meter mi mano en su sujetador con el pretexto de sujetarla para que no se cayera, así aprovechaba para sobar sus tetas a placer. La subía en el aire y al bajarla muy despacio pasaba sus tetas por mi boca. Metía mi mano en su tanga intentando tocar todo lo que pudiese, tuve entre mi mano varias veces su vello púbico y roce con los dedos su vagina otras tantas veces. Froté mi polla con su culo tanto como pude, dejé que mi bóxer se bajara hasta que mi polla quedó libre para meterla entre sus nalgas, la frote con fuerza entre su culo y su vagina estuve así hasta que noté como me corría de manera inevitable. Apreté con fuerza su espalda contra mi pecho mientras la leche brotaba con fuerza de mi polla, disimulé como pude. Aquellos segundos de placer y miedo fueron los más intensos de mi vida, hasta aquel momento.

Después de eso salimos del agua, yo iba acojonado. ¿Qué iba a decirle a mi hija si se había dado cuenta de lo que había pasado? Era probable que sí, mi polla estaba entre sus nalgas literalmente cuando me corría, así que tuvo que sentir mi leche caliente en su culo, era imposible que no se diera cuenta. ¿Qué podía hacer?

Todo mi miedo pasó nada más salir del agua, para mí suerte todo fue de lo más normal. Hablamos al sol mientras nos secamos como si nada hubiese pasado y nuestra vuelta a casa fue igual de amena como lo era cada día. ¿Podía ser que mi hija no se diera cuenta y para ella solo fuera un juego? Parecía que sí.

Aquella noche me juré mientras me acostaba que no volvería a pasar aquello. Todo había salido bien, me había gustado mucho, demasiado, pero no iba a tentar a la suerte. Sara quiso volver al río en más de una ocasión los días siguientes, pero yo siempre puse disculpas y no fuimos. Entonces llegó mi cumpleaños, hicimos una tarta entre los dos, algunos dulces más y a media tarde comenzamos a celebrar una pequeña fiesta con nuestros vecinos. Llevaba años sin soplar velas y sin una fiesta, así que me hizo ilusión celebrarlo sobre todo con mi hija. Cuando el sol se puso todos volvieron a sus casas, Sara y yo nos quedamos solos.

—¿Sigues teniendo cartas de póquer? —me preguntó Sara tirada sobre el sofá.

—Pues claro —cogí la baraja que guardaba en un cajón de la cocina— siempre tengo una. —Ambos sonreímos.

—Recuerdo cuando jugábamos los cuatro, mama, Carla, tú y yo —dijo Sara— y los caramelos que os gané.

—¡Que te dejé ganar! —ambos nos reímos.

—¿Que nos jugamos hoy? Caramelos no —sugirió ella— ya se, ¿qué te parece un Strip-póker?

En aquel momento yo tenía que decir que no, sabía cómo había acabado la cosa en el río días atrás y volver a verla medio desnuda no me iba a ayudar a cumplir mi promesa. Mi parte sensata del cerebro me decía un rotundo no al juego, pero mis neuronas regadas por los chupitos de wiski dejaron que mi boca dijera sí. Sara aplaudió con entusiasmo mi aprobación mientras decía las reglas en alto. El juego no acaba hasta que uno de los dos se desnude del todo, el primero que quede en bolas pierde y tiene que hacer el reto que le pida el ganador. Acepté sin más deseando ver cómo mi hija se desnudaba, perdí las dos primeras manos. En la séptima mano solo me quedaba el pantalón y el bóxer, Carla solo había perdido sus calcetines y zapatos.

Las cartas me acompañaron las siguientes dos manos, un full y un póquer de reinas dejaron a Carla en sujetador y tanga. Para mí desgracia el sujetador rosa y el tanga del mismo color transparentaban sus lindos pechos y su vello púbico, a lo que mi polla volvió a responder con dos latigazos hasta ponerse dura como una piedra. En la siguiente mano me quedé sin pantalón y mi erección ya era imposible de disimular, intentaba mirar las cartas, el suelo o la pared, pero mis ojos iban por libre y se posaban en sus rosados pezones o la marcada raja de su entrepierna. Sus bailes cada vez que ganaba una mano tampoco ayudaban mucho a dejar de mirarla.

No quería ganar si se quitaba algo más podía perder la cabeza. Me quedé solo con una pareja para terminar con aquella tortura, pero ella no tenía nada y se quitó el sujetador sin apenas tiempo de reaccionar para mí. Sus preciosos pechos se quedaron bailando ante mis ojos, quería meterlos en la boca, chuparlos con fuerza, morder aquellos pezones rosados, sobarlos y tocarlos. Me contuve no sin esfuerzo, manteniendo la poca cordura que me quedaba. La última mano fue paripé, yo no lograba mirar las cartas, cuando lo hacía sólo veía tetas dibujadas así que ella ganó. Salto de alegría mientras yo negaba con la cabeza, si me quitaba el bóxer iba a mirar mi tremenda erección, no es que no la notase ya, pero ahora la vería ante sus ojos e incluso mi polla goteando ¿Que iba a decir?

—Mejor lo dejamos así —sugerí yo.

Estuvo pensando un ratito antes de hablar:

—Vale, no te los quites. Pero tienes que aceptar el reto.

—De acuerdo —dije sin pensar.

—Mañana vamos al río.

Al día siguiente volvimos al río otra vez como yo había prometido. Ese día ambos llevábamos traje de baño, lo cual hacía la cosa un pelín más fácil, aunque para mi desgracia yo no lograba quitarme de la cabeza todo lo sucedido la noche anterior o lo que pasara días antes en aquel mismo sitio.

Todo comenzó de la misma manera que la otra vez, Sara se fue primero al agua y yo la seguí no sin recelo. Los juegos comenzaron nada más mojarnos, y también comenzaron los problemas para mí. Volvieron los roces, mis dedos en su vagina, mis manos y mi boca en sus tetas, mi polla contra su culo. Para empeorar las cosas el enganche del sujetador de su bikini no soportó tanta fricción y salió por los aires dejando sus tetas desnudas enfrente de mis ojos. Le lamí un pecho mientras ella reía como una loca, le mordí los pezones, ella se reía aún más. Intentó quitarme mi bañador unas cuantas veces, creyendo que fuera yo y no la casualidad quién había roto el suyo. Su mano acarició mi polla por casualidad varias veces y entonces mi cabeza se perdió. Sara levantó triunfal mi bañador al aire cuando me lo quitó, no pensó que yo había colaborado y mucho para que ella lo consiguiese.

Quería tener mi polla libre para poder frotarla en su culo. La levanté en el aire apretándola fuerte contra mí para que la parte inferior de su bikini se fuera bajando, al segundo empujón cedió. Cómo me había hecho ella se lo quité y dejé que nuestros cuerpos desnudos se rozasen. Fue la primera vez que vi duda en sus ojos, pero yo no podía parar. Comencé a hacerle cosquillas para distraerla de nuevo y otra vez volvieron las risas y los roces de ambos cuerpos desnudos se hicieron más intensos. Mi polla volvió a alojarse entre sus nalgas mientras yo le pellizcaba el vientre, se dobló hacia adelante en un acto involuntario y por vez primera mi polla quedó en la entrada de su vagina.

Sara dio un paso hacia adelante cuando la sintió en su agujero para separarse de mí. Debería parar aquello, pero no podía. Hacía mucho rato que había pasado el punto de cordura. Volví a ponerla frente a mí y la levante lo más arriba que pude hasta que su coño quedó a la altura de mi pecho y mi boca. Tenía delante por primera vez aquel coño con una delicada mata de pelo morenita y unos labios gruesos, era precioso. Hice un esfuerzo para mantenerla en el aire mientras mi lengua se paseaba por su raja. Miré hacia arriba para ver su rostro, Sara ya no se reía. Se había dado cuenta de lo que estaba pasando y la duda bañaba su rostro. Le lamí el coño unas cuantas veces, mientras mis brazos resistieron, me puse en su espalda de nuevo y volví a pellizcar su vientre.

Ahora ya no jugaba, yo había perdido la cordura, ahora iba a metérsela fuese como fuese. Se dobló como yo esperaba ante mis pellizcos y mi polla volvió a la entrada de su vagina, forcé un poco y la cabeza entró poco a poco hasta que toda mi polla se alojó en su vagina. Ella arqueo la espalda con mi segunda envestida momento que aproveché para meterla toda. Cuando mis huevos tocaron su culo unas cuantas veces, ella soltó un suspiro entre placer y miedo. La saqué un poco y comencé las embestidas más fuertes, cada vez más y más fuerte, cada vez le calcaba más la espalda sin importarme lo que pasase por su cabeza, con cada golpe mi polla entraba más y más.

No dejé que se moviera, aunque lo intentó un par de veces. Entonces sentí los calambres en las piernas, como la polla se ponía más dura y crecía dentro del coño de mi hija, la espalda rígida me anunció la inminente corrida.

Me corrí. Me corrí dentro de ella como nunca en la vida lo había hecho antes, me apoyé en su espalda para no caerme mientras la leche salía de mi polla sin parar, fueron unos segundos de placer interminables.

Mientras recobraba el aliento, Sara salió del agua y se dejó caer desnuda en la losa de piedra. ¿Qué iba a decirle? No me quedaba otra que afrontar lo que viniese.

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