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Mi primera infidelidad con la negra más hermosa del mundo
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Tiempo de lectura: 2 minutos

Fui un esposo fiel por diez años. Si es que se le puede llamar fidelidad a la forma tan reprimida en la que viví todo ese tiempo. Orgasmos insípidos, masturbación en la oficina, fetiche de senos hasta durmiendo, en fin, diez años sin saber lo que era un cuerpo de mujer, y sin conocer el mío. Tres décadas de mi vida sin saber lo que era el sexo real.

Daylén se apareció, según ella, porque le llamó la atención mi anuncio y quiso lanzarse al morbo del sexo con un desconocido. Pero esa no era la verdad. Lo cierto es que los dos, muy a nuestro pesar, nos dimos cuenta de que éramos hipersexuales. Pero eso fue mucho después. Ella se auto reconoció con senos grandes, tal y como yo lo pedía en el anuncio y por ahí empezó todo.

Era negra como el carbón, con una mirada capaz de todo, enérgica, voraz, con ganas de devorar hombres pero indecisa sobre como empezar a hacerlo. Cumplimos el protocolo de una cita formal pero a la segunda fuimos directo al grano, o mejor dicho, a la cama.

Yo buscaba las tetas grandes que siempre quise, pero me encontré con otras cosas que abusaron de mis erecciones. Unas caderas muy anchas, que facilitaban unos orgasmos fáciles detrás de otros pero infinitos, una lubricación excesiva a solo tiro de vista, un olor a hembra negra que me hipnotizaba hasta un metro de distancia, y una entrega total en la cama. Ella lo quería todo y era capaz de darlo todo. Para colmo las tetas no se quedaban atrás y aunque ligeramente caídas tenían una forma natural y una consistencia deliciosa de las que me aferré todo el tiempo.

Siempre he sido un hombre friolento. Quizás por eso el calor de una negra con tanta energía me marcó para toda la vida. Friolento y muy blanco. Así me lanzaron a este mundo. A ese calor que recién descubría se unió la fuerza deportiva de Daylén, capaz de masturbarme y ejercer un control absoluto al agarrarme el pene, o mover su cuerpo violentamente sin parar para darle a su anchísima vagina el déficit que ella tenía – al igual que yo – por tantos años. Todo eso a pesar de tener diez menos que yo.

Mi primera eyaculación con ella fue mi constatación de que me había encontrado justo lo que había soñado toda la vida desde que me empecé a masturbar con nueve años – justo dos antes de soltar mi primera gotita de semen-. Ella no podía creer que desde mi delgado cuerpo, en un combate tan asimétrico, pudiera salir tanta producción de esperma; menos desde un hombre que había pasado la mitad de su cuarta década. Yo no terminaba de eyacular en su vientre y sus ojos se movían entre los míos y mi glande, como quien no entiende lo que está pasando, pero sin saber como disfrutarlo a plenitud.

"A mi nunca me habían acariciado así", me dijo después del primer combate. "Esto tenemos que repetirlo. Yo quiero ese cuerpecito para mi dos o tres veces por semana" Después de quince días ya estábamos tocando el cielo. Todo eso sin abandonar aun el condón. Aquello solo fue una introducción. Aun así, no se me olvidan, durante esta etapa inicial, los pormenores de una ocasión en la que en pleno parque habanero, de noche, pero no tan tarde, me dio la mamada más salvaje que he recibido jamás. Fue así como me enamoré de ella. Digo, como nos enamoramos. Teníamos tanta necesidad de dar, tanto déficit acumulado, que reconocimos mutuamente en la entrega del otro, justo lo que estábamos buscando sin saberlo. Porque hasta ahora solo he hablado de su entrega. Ya tendré tiempo de hablar sobre la mía, en otros términos más carnales, porque aquel big bang sexual, tuvo varias etapas evolutivas.

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